Cuando a Rosa Regás le concedieron el premio Planeta, el mejor dotado económicamente
de los premios literarios españoles, le preguntaron qué pensaba hacer con los
100 millones de pesetas que iba a recibir y respondió: Voy a comprar tiempo.
Tiempo es el tesoro de nuestra época, más valorado cuantos más años
cumples.
Los cambios horarios que se nos imponen cada otoño y cada primavera me
molestan por lo que tienen de engaño al normal fluir de las estaciones. Así que
combato la molestia tratando de buscar el lado bueno de la medida, esa hora postiza
que nos ofrece cada último domingo de octubre.
¿Qué hacer con una hora de regalo?
He decidido aprovecharlo para regodearme y dar gracias a la vida por lo
que me ha dado. También para pensar en lo que ha sucedido en los meses
transcurridos desde el último cambio de hora.
Con una particularidad, voy degustando horas a medida que voy retrasando
los relojes. De madrugada, cuando nos acostamos, retraso la hora del
despertador. Y sigo el consejo de la siempre atinada Pilar de Abalorios porque
tengo en mucho su criterio en la materia.
Me levanto a medias entre la hora de ayer y la de hoy, como para contradecir
a quien toma decisiones sobre el tiempo y los relojes. El resultado es que
vamos llegando antes de tiempo –o después, según- durante todo el día.
Comemos y me doy cuenta que también llevo adelantado el reloj de muñeca. Lo
pongo en hora mientras pienso en las noticias de los últimos días. En el
comunicado de Eta de que ya no piensa matar. En el alborozo que ha producido la
noticia, como no podía ser menos. Pienso en la liberación que habrán sentido
quienes debían caminar por calles y caminos del País Vasco con la sombra
obligada de los escoltas. Pienso en las familias que han perdido al padre, a la
madre, al hijo, inocentes todos ellos.
Pienso también en la manipulación de quienes han alentado, de quienes han
sostenido, de quienes se han beneficiado de la existencia de la banda asesina
durante décadas, en sus pretensiones de parecer decentes. Pienso en quienes no
han disparado pero han señalado a quién había que disparar. También en quienes
han mirado hacia otro lado cuando morían los otros. Y creo que tanta
indecencia, tanta cobardía, tanta inmoralidad necesitarán de muchos años para
curar.
Y pienso de manera especial en Juan María Bandrés, un hombre bueno que
acaba de morir y que representa en sí mismo el drama vasco. Bandrés, “fue de
los primeros en comprender que los perros guardianes del caserío pueden
convertirse en nuestros carceleros y asesinos y que la batalla que se libraba
en Euskadi no era solo por la paz, sino también por la libertad”, han escrito en
su obituario. Bandrés ha vivido los últimos años de su vida mudo, inmóvil en su
silla de ruedas, con la sombra de los escoltas que le protegían de la amenaza
asesina. Lo cual es una prueba de hasta donde ha llegado la degradación moral
en aquella tierra.
A media tarde, me percato de que el reloj del salón marca las ocho cuando
son las siete. Me levanto, lo retraso. Y vuelvo a la lectura del periódico. Estamos
en el ojo del huracán, me digo, mientras me enfrasco en el análisis que hace
Soledad Gallego-Díaz. Ellos no tienen miedo. Menos mal que existen periodistas
como ella que nos redimen de tantos otros silencios.
Repaso los relojes de la casa. Todos en hora. Ya estamos listos para afrontar
el invierno.