sábado, 30 de agosto de 2014
viernes, 22 de agosto de 2014
Las Edades del Hombre en Aranda
Aranda de Duero es una villa privilegiada que, como el edén, está rodeada de tres ríos: el Bañuelos, el Arandilla y el Duero que le brinda apellido. Situada en un cruce de caminos –entre Soria y Valladolid, Segovia y Palencia- le cruza el Camino Real que viene del sur y va a Francia y hasta la Cañada Real Segoviana.
En su trama urbana se encuentran las iglesias de Santa María y de San Juan, casas solariegas, como la de los Arias de Miranda y la de los Berdugo. Ésta tiene el dudoso honor de haber alojado a Napoléon en 1808, quien no debió sentirse muy cómodo pues sus tropas se llevaron tan gran botín que a poco dejan el patrimonio artístico de la villa como un erial. De Aranda es el documento cartográfico más antiguo del Archivo de Simanca: el primer plano urbano –de 1503-, que sirvió de referencia para la construcción de ciudades en el Nuevo Mundo. Su subsuelo está cruzado por una red de bodegas de entre los siglos XII al XVIII, en las que durante siglos se elaboró el vino de la tierra y ahora ofrecen cobijo a las peñas arandinas, que tienen la hospitalidad y la juerga en su adn y son el alma de sus fiestas.
En el ámbito empresarial dispone de varios polígonos industriales, uno de ellos, acoge algunas de las mayores empresas de Castilla y León –Leche Pascual, GlaxoSmithKline, Michelín-. Es la capital natural de la Ribera del Duero y, como tal, aquí se asientan alguna de las bodegas principales y más antiguas, como la de Torremilanos, una de las fundadoras de la Denominación de Origen Ribera del Duero.
A mayor abundamiento, allá por los años 60 del pasado siglo tuvo un festival internacional: el Hispano Portugués de la Canción del Duero. Y acaba de dar un zambombazo con la última edición de Sonorama.
Por si fuera poco, goza de una gastronomía en la que lo mismo se encuentra un congrio a la arandina que un lechazo asado o un cordero al chilindrón. Todo ello bien regado con un tinto de la Ribera y acompañado por la torta de Aranda, que goza de acreditación oficial. Por tener, tiene Aranda hasta una bodega que produce cava. Más no se puede pedir.
Pues a esta villa le ha tocado la, por ahora, última edición de las Edades del Hombre, una iniciativa de José Velicia, sacerdote ya fallecido, y del escritor José Jiménez Lozano, para dar a conocer el patrimonio sacro que guarda la iglesia de Castilla y León, bajo un lema o divisa en cada caso. La idea fue aceptada por la cúpula eclesiástica y desde 1988, las Edades del Hombre, convertida en fundación, han abierto exposición en todas las catedrales de las capitales de provincia, primero, y, a la vista del éxito de crítica y público, en aquellas poblaciones que lo solicitan. La de Aranda es la XIX edición y su lema Eucharistia. ¿Hay patrimonio para tanta exposición? Por haberlo, parece que sí. Otra cosa es cómo seleccionar las obras en función del tema expositivo.
Eucharistia se inauguró el 6 de mayo –con asistencia de la infanta Elena- y tiene prevista su clausura el 10 de noviembre. El 8 de agosto recibía a su visitante número 100.000. Aranda ha echado el resto y, además de encontrar un casco antiguo notablemente embellecido, los visitantes encuentran a su llegada cuanto precisan para disfrutar de una agradable estancia. Profusión documental, una tarjeta turística que brinda descuentos y ofertas en el comercio local y hasta una aplicación digital que permite seguir la exposición a través de teléfono o tableta. Los restauradores arandinos están encantados.
¿Y la exposición? Bueno, tampoco se puede tener todo. Eucharistia reúne “130 obras de todas las disciplinas artísticas”, según reza el folleto turístico. Vale decir, de todo pelaje. El visitante encuentra varios cuadros de firmas consagradas: Antonio López, Vela Zanetti, Carmen Laffon, Sorolla, Murillo, Pérez Villalta, enfrentados a otros menos conocidos, que interpretan a su manera de ver un mismo tema: el pan, el vino…, algunos bajorrelieves, tapices, el conocido “Sacrificio de Isaac”, alabastro de Gil de Siloé que habitualmente se encuentra en la Cartuja de Miraflores, un San Juan de Diego de Siloé, un relieve escultórico en chapa de acero de Carmelo de la Fuente, artista local con proyección exterior, una “Última cena” en aluminio de Víctor Ochoa, una custodia de Juan de Arfe, el cáliz y las vinajeras de los Condestables de Castilla, la casulla y el alba de San Juan de Ortega… y así hasta ciento treinta, incluida una escultura del beato Manuel González en madera de abedul esculpida por Juan de Ávalos. Que seguramente tiene su encaje en la exposición pero que a esta visitante se le escapa cuál pueda ser.
¿Vale la pena acudir a Aranda para ver la XIX edición de las Edades del Hombre? Si se trata únicamente de hacer un repaso a las obras del catálogo, el de la catedral de Burgos es mejor, para qué nos vamos a engañar. Pero el visitante que acuda a Aranda tendrá ocasión de contemplar el retablo de la iglesia de Santa María, del siglo XVII, felizmente recuperado después del traslado y medio expolio que sufrió en los años 60 del pasado siglo. Entonces se llevó a un lateral de la iglesia, traslado en el que perdió alguna de sus piezas, y ahora ha sido restaurado y trasladado al presbiterio, su emplazamiento original. También se han restaurado las yeserías mudéjares de la escalera del coro, una filigrana primorosa, como lo es el púlpito de la iglesia. Eso sí, fotos, ni se te ocurra.
Aún más, el visitante tendrá ocasión de contemplar esa pequeña maravilla que es la iglesia de San Juan –habitualmente museo de arte sacro-. Una iglesia que estuvo a punto de ruina allá por los años 80. Y que, venturosamente, fue salvada. Sólo por eso, ya valdría la pena una visita.
Pero si al visitante le pide el cuerpo un poco más, ahí debajo de San Juan tiene un hermoso puente medieval –al que los arandinos seguimos llamando puente romano, nada más que por confundir- unos metros antes de donde el Bañuelos, río que tuvo buenos cangrejos y que fuera patrimonio de Pablo el Barriles, rinde sus aguas al Duero. Y frente por frente con la portada de San Juan se encuentra la Casa de las Bolas -convertido en museo- donde entre 1461 y 1465 se alojó doña Juana de Avis, esposa de Enrique IV de Castilla, y donde quiere la tradición que fuera engendrada su hija, la desventurada Juana la Beltraneja. Incluso hay quienes afirman que en esta misma casa buscó reposo doña Juana de Castilla, también conocida como la Loca, cuando transitaba con los restos de su esposo don Felipe el Hermoso. Pero en realidad, pocos son los pueblos entre Burgos y Tordesillas por donde no se diga que pasó la pobre doña Juana.
En suma, que el que no venga a Aranda será por causa de fuerza mayor pues razones sobran para la visita ahora o cuando le venga bien, aunque no tengan que ver con la exposición de las Edades del Hombre.
lunes, 18 de agosto de 2014
Miranda do Douro, la frontera que hermana
Miranda de Douro es una ciudad fronteriza separada de España por la raya del río que le sirve de apellido. La ciudad y sus 17 freguesías suman unos 7.500 habitantes. Pertenece al distrito de Braganza y a la comarca del Alto Tras os Montes. En la antigüedad perteneció a Astorga, de donde le ha quedado un dialecto propio, el mirandés, que tiene carácter oficial en la comarca.
Para quienes
llegan desde España, la ciudad aparece tras un recodo, en el impresionante
paisaje de los Arribes, colgada de un risco que debió hacerla inexpugnable. En
esta ocasión, los viajeros llegan a la ciudad desde Oporto, poco después de
Vila Real han abandonado la autovía para tomar el primer desvío que indicaba a
Miranda do Douro y han disfrutado de un estupendo trayecto casi en solitario entre valles y
montañas, atravesando de nuevo Tras os Montes.
Los viajeros traían
en la retina los viejos caminos que transitaron hace tantos años y tienen
dificultad para reconocer los parajes que en otro tiempo les fueron familiares.
Así, se encuentran en la Pousada de Santa Catarina, ahora rebajada a Albergue
pero igual de acogedora, desde donde contemplan los Arribes del Duero, el casco
antiguo y el aparato defensivo mirandés.
Porque, además de
su propia ubicación privilegiada, para mejor protegerse aún, entre los siglos
IX al XI, durante la reconquista del Duero, Miranda construyó una sólida
muralla y entre los siglos XIII y XV un castillo, de los que quedan restos de
una torre, algún lienzo y ruinas. El castillo fue arrasado en 1762 durante la
Guerra de los Siete Años, cuando las tropas españolas de Carlos III tomaron la
ciudad.
La actual catedral
de Santa María –que comparte sede con Braganza- se levantó a mediados del siglo
XVI sobre la anterior iglesia, del siglo XIII. Es el principal monumento de
Miranda, un edificio renacentista con dos torres que le imprimen un aire de
fortaleza. La grandiosidad de su interior, con tres naves separadas por
columnas y rematadas con bóvedas de crucería, la riqueza de sus retablos y
tallas –el retablo mayor es de la escuela de Gregorio Hernández- hablan a las
claras del esplendor de Miranda do Douro en el pasado.
Tiene esta
catedral un atractivo añadido: el Niño Jesús de Cartolinha, guardado en una
urna con todo un vestuario de época, una especie de hermano de Mariquita Pérez en versión piadosa. Se da la curiosa circunstancia de que en
Aranda de Duero, ciudad hermanada con Miranda, existe un “menino” muy similar, al
que allí llaman el Mediquín. En el caso del Niño Jesús de Cartolinha se trata de una ofrenda de gratitud por la protección divina a las tropas lusas en uno de sus enfrentamientos contra el ejército español. Al Mediquín de Aranda unos lo atribuyen la curación de una peste que asoló a los arandinos y otros que favoreciera un embarazo de reina a petición de la corona. Casos ambos de hiperactividad divina.
Adosado a la
catedral se levantaba el palacio episcopal. Las ruinas que se conservan expresan
bien lo que debió ser magnífico claustro. Los mirandeses han convertido estas
ruinas en un hermoso espacio ajardinado en el centro del cual se alza una
escultura en bronce de Antonio María Mourinho, persona a quien la viajera conoció,
admiró y apreció.
Miranda do Douro
ha tenido en el último medio siglo dos figuras cuasi taumatúrgicas: el ya
mencionado Antonio Mourinho, en el ámbito de la cultura, y Julio Meirinhos en
la política.
Mourinho había
nacido en 1917 y en 1941 se ordenó sacerdote. Fue destinado como párroco a Dos
Iglesias, freguesia cercana a Miranda, si bien su actividad se orientó siempre a
la promoción de la cultura popular y a la recuperación del patrimonio cultural
de la comarca. Así, en 1945 rescata una de las danzas tradicionales de la
comarca y funda el grupo de pauliteiros –Grupo Folklórico Mirandés de Dos Iglesias-Pauliteiros de Miranda-, que paseará por
toda Europa. Intervino en multitud de actividades culturales dentro y fuera de
Portugal en las que dio a conocer la cultura mirandesa: su lenguaje, su música,
su patrimonio artístico. Tuvo una participación destacada para que el dialecto
mirandés fuera declarado idioma oficial en la comarca, reivindicación que fue
asumida por Meirinhos en el ámbito político hasta su plasmación legal. En su
continuo deambular por la comarca fue recopilando piezas y utensilios que reunió
en el Museo de la Tierra de Miranda, del que fue su primer director desde 1982
hasta su muerte, ocurrida en 1995.
Meirinhos era un
joven abogado cuando ganó la alcaldía de Miranda do Douro. Se encontró al
llegar una población envejecida y casi iletrada y, aprovechando el empuje de la
aún reciente Revolución del 74, apostó por la recuperación cultural y las
relaciones exteriores. En el primer apartado tuvo en el Padre Mourinho un
cómplice siempre eficaz. El Duero fue su segundo aliado.
El regidor
mirandés empezó por asear la ciudad, mediante unas ordenanzas municipales
estrictas que impedían desafueros en la construcción o rehabilitación de
viviendas en el casco antiguo, hasta hacer de Miranda un núcleo de referencia
urbana dentro y fuera de Portugal. Luego, se convirtió en su primer embajador
buscando río arriba y río abajo alianzas y vinculaciones históricas y
culturales. Así se estableció la conexión con Aranda de Duero que concluyó con
el hermanamiento entre ambas localidades y continuó con organismos supranacionales.
Juan Abad, Leonisa Ull, por parte hispana, y Fernando Subtil, por parte
mirandesa, fueron colaboradores imprescindibles en aquel empeño.
Siguiendo el curso
del Duero, cientos de arandinos -y miles de españoles de las provinciales
limítrofes- viajaron a Miranda en aquellos años, disfrutaron de una actividad
cultural sorprendente en un pueblo que no alcanzaba los 10.000 habitantes, se
embelesaron en los paisajes salvajes que pueden contemplarse en los miradores
de la ciudad, recorrieron los pantanos con los que por aquí se aprovecha el
río, comieron bacalao dorado, se alojaron en la Pousada y volvieron cargados de
textiles variados, café, incluso muebles y los más variados objetos en bronce.
¿Cómo una ciudad
pequeña podía convertirse en un foco de atracción popular? Por la oferta de su
comercio, seguramente, pero también por su encanto. Porque pasear por sus
calles era –y es- sumergirse en el Medievo. Situarse en la Plaza de Joao III y
dondequiera que se mire encontrar un lugar hermoso: la capilla de la
Misericordia, hoy biblioteca pública, el Ayuntamiento, el Museo Etnográfico,
que antes había sido ayuntamiento y cárcel, con arcos de piedra en la planta
baja y galería de columnas en la planta superior. La calle de la Costanilla,
esquina con el museo, en la que se conservan viejas casonas, alguna del siglo
XV, con fachadas de sillería, como la Casa Burguesa o la de los Cachorros
Eróticos… La Rúa Mouzinho de Alburquerque donde estuvo la antigua aduana,
edificio de piedra del siglo XV con aportaciones posteriores, hoy Casa de
Cultura.
Miranda do Douro
tiene una historia y algunos monumentos interesantes, ruinas que hablan de
encuentros y desencuentros, pero lo que le hace atractiva es su apariencia de
lugar varado en el tiempo, sus calles medievales, sus casas blasonadas, sus
historias engarzadas en las esquinas y el retrato de lo que fue y de lo que
fuimos en su Museo de la Tierra. Bien pensado, ese es el legado del Padre
Mourinho y de Julio Meirinhos.
Los viajeros
rememoran en la Pousada tantas historias de aquellos años –gozosas las más,
algunas tristes- y ríen al evocar el certamen de música hispano-lusa que organizó
la Cámara mirandesa y en el que participó un cantautor burgalés, entonces joven
promesa de la canción protesta, émulo de Patxi Andión, que se proclamó ganador
de aquella primera y única edición. La joven promesa abandonó pronto las
veleidades musicales para encauzar sus inquietudes por la política y fue
sucesivamente concejal, alcalde y vicepresidente de Diputación. De cuando en
cuando, su imagen –alejada totalmente de cualquier frivolidad progre- aparece en
los periódicos locales, ahora como gestor de una de esas empresas
público-privadas que cobijan a los expulsados de primera línea de playa de la
política.
Finalmente, los
viajeros toman la carretera de Zamora y dejan atrás la vieja aduana, dedicada
ahora a la promoción del espacio verde Duero Internacional. Una vez cruzado el río, la frontera que une, el
apellido que identifica, la viajera se vuelve para mirar por última vez la
silueta de Miranda en lo alto de los Arribes, cierra cuidadosamente su mochila,
dedica un recuerdo a los amigos que se fueron definitivamente, se congratula de
haber vivido aquellos momentos, piensa en los visitantes de hoy y del futuro que se beneficiarán de aquellas iniciativas y emprende el camino de vuelta.
lunes, 11 de agosto de 2014
Oporto, donde el Duero se hace mar
La orilla norte del Duero en Oporto es un barrio antiguo y colorista dedicado hoy al turismo: la Ribeira. Raro será que entre sus restaurantes el viajero no encuentre uno de su gusto. Una advertencia deberá tener en cuenta: los menús lusos son un punto excesivos, puede probar a compartir, pedir medias raciones o tapas.
Después de una
buena comida, nada mejor que un paseo por la ribera hasta el puente Luis I, uno
de los que comunican ambas orillas. Este puente vino a sustituir al primitivo, el Pênsil. Restos de éste son los dos obeliscos que permanecen junto a la
estructura de hierro del nuevo puente. Enfrente de este punto se abre una
escalera que termina en la explanada de la catedral; cerca está también el
acceso al funicular que va reptando por la montaña hasta las inmediaciones de
Batalha. Quien lo diseñó sabía bien lo que son escaleras.
El puente Luis I es
el más fotografiado de los seis que se asientan en Oporto. Fue proyectado por el
ingeniero Teófilo Seyrig, que ya había proyectado el de María Pía, aguas
arriba, construido por la empresa de Eiffel, el de la famosa torre parisina. El
de Luis I tiene la particularidad de sus dos tableros o niveles. Actualmente,
el tablero superior está reservado al tráfico de la línea amarilla del metro y
el inferior al tráfico rodado. Ambos tienen aceras peatonales.
El tablero
inferior deja a los viajeros en la orilla sur del río que, en puridad, es un
municipio distinto a Oporto: el de Vila Nova de Gaia, donde están las
bodegas que elaboran el oro líquido de la zona, el famoso vino de Oporto. Las
bodegas pueden ser visitadas y, algunas ofrecen además actividades culturales
complementarias, el viajero tendrá propuestas suficientes para elegir. Otra
sugerencia es la de sentarse en cualquiera de las muchas tabernas que orlan la
ribera y saborear un oporto en cualquiera de sus variedades mientras contempla
el perfil urbano de la ciudad desde la orilla izquierda. Los viajeros eligieron la
Taberninha do Manel y salieron muy contentos.
Pero si lo que el
viajero desea es una inmersión en la esencia portuense, en ambas orillas se le
ofrece la ocasión de hacer un mini crucero por el río hasta las inmediaciones
de su desembocadura. Podrá así contemplar sus puentes, desde el de Freixo, el
más oriental, con una longitud de tres kilómetros y una anchura de 150 metros,
al de Arrábida, el más moderno y occidental de los existentes. Se construyó en
1963 y entonces era el de mayor arco de hormigón del mundo. Tiene 615 metros de
largo y 27 de ancho. La travesía se hace en embarcaciones de recreo y en viejas
barcazas rabelas dedicadas hasta los años 60 al transporte de toneles de vino
desde Gaia al valle del Duero, algunas de las cuales se hallan atracadas en las
orillas para deleite de fotógrafos y de simples mirones.
Los viajeros se
dirigen a la Foz del Duero con el recuerdo aún vivo del espectáculo invernal
que les ofreció el Atlántico, que por aquí se manifiesta sin contemplaciones. Nada
que ver con la imagen que hoy nos ofrece: el Duero se abandona en brazos
de la mar océana que lo recibe amigablemente. En lo que llaman la Foz, la Villa
Vieja de Oporto, se ha levantado en los últimos años una nueva población que
coexiste con las viejas piedras del Fuerte de San Juan, los antiguos edificios
de vacaciones y enormes paseos con frondosa vegetación, que en verano están muy
frecuentados. Bordean la ribera un sinfín de establecimientos en los que
tomarse un respiro o un refresco. Los viajeros llegaron a tiempo de ver caer el
sol tras el horizonte, en uno de esos ocasos maravillosos que el astro rey
reparte a discreción, mientras daban cuenta de una pequeña cosecha del mar.
Coincidieron en que más no se puede pedir y se dieron por compensados de la
visita invernal.
Entre el centro
histórico y la Foz Oporto ha trazado una ciudad moderna con largas avenidas
como la de Boavista. Dos edificios simbolizan este ensanche de la ciudad: el Museo de Arte Moderno de la Fundación Serralves, diseñado por Álvaro Siza,
interesante por su contenido y por su continente y rodeado de un amplio y muy
hermoso parque; y la Casa de la Música, construida con ocasión de la
capitalidad europea de 2001, según un proyecto del arquitecto holandés Rem
Koolhaas. El metro deja a los viajeros casi en la puerta. Ambas merecen una
visita sosegada.
Frente a la Casa
de la Música, en el parque de Alburquerque, se levanta una columna de 45 metros
coronada por un león vencedor del águila, en cuya base se perpetúan en piedra escenas
de la Guerra Peninsular. El monumento evoca la victoria de las tropas anglo lusas
frente al ejército francés de Napoleón.
Muchos más son los
puntos de interés que el viajero encontrará en su visita a Oporto, muchos los
lugares que visitar pero esos itinerarios personales son los que hacen cada
viaje único e intransferible. No obstante, la viajera se permite sugerir un
paseo nocturno entre una y otra orilla del Duero sobre el tablero superior del
puente Luis I, itinerario vigilado por personal de Prosegur, sea por razones de
protección personal o para evitar tentaciones desesperadas. La imagen que
Oporto reflejado en las aguas del río es un regalo para el ánimo.
Cerca de la plaza
de Batalha, frente al acceso al funicular, se levanta un pequeño oratorio: la
Capilla de los Alfalates (sastres). Suele permanecer cerrado pero, en su
deambular por la ciudad, los viajeros hallaron la puerta abierta y se colaron. Supieron
entonces que la capilla original se levantaba frente a la catedral pero en 1935
fue demolida para abrir la actual explanada de la seo y reedificada en su
emplazamiento actual –al otro lado de la calle de Saraiva de Carvalho-. Preside
el retablo manierista una imagen de la Virgen y a un costado, una urna de
cristal muestra la talla en madera de una mano. Curiosos, los viajeros
preguntaron a la persona que atendía el oratorio, quien explicó que, cuando el
traslado, descubrieron que la imagen había perdido una mano y el restaurador
talló una nueva procurando que la incorporación no desentonara del conjunto.
Tiempo después, apareció la extremidad perdida y, por tratarse de la original,
la conservaron porque nunca se sabe qué puede deparar el futuro. De donde nos
hemos encontrado con una Virgen de tres manos, lo que no está mal teniendo en
cuenta que es patrona de los sastres, concluyó con humor.
Los viajeros
abandonan con pesar Oporto, de donde tan buenos recuerdos se llevan, y se
regalan un paseo en el tranvía que cada media hora sale frente a la Capilla de
los Sastres, llega hasta la Torre de los Clérigos y vuelve al punto de partida.
Lo conduce una mujer que hace gala de una santa paciencia cuando a mitad de
trayecto encuentra la vía ocupada por un coche de gama alta. La conductora para
el tranvía sin que ninguno de los ocupantes haga comentario alguno, ni bueno ni
malo. Transcurren los minutos hasta que hace sonar la campana; de un comercio próximo sale una pareja de edad media sin ninguna prisa, se
mete en el coche y con toda parsimonia lo aparcan en la acera de enfrente. En
el tranvía, ni una mala palabra. Los viajeros valoran en mucho la serenidad lusa.
De vuelta de su paseo en tranvía, los viajeros acuden a despedirse de la ciudad en el Café Java, junto al Teatro
Nacional de San Joâo, en la misma plaza de Batalha. El Java ha cumplido en 2014
un siglo de existencia y, aunque no tiene la fama del Majestic ni su elegancia,
en la primera mitad del siglo pasado fue sede de tertulias literarias y
políticas y, en su decadencia, conserva un aire de cafetín culto. La viajera
anota en su haber que aquí fue donde degustó la famosa francesinha. Quien la probó sabe que eso no es algo baladí.
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