viernes, 31 de octubre de 2014

La bajada del ángel: Nuestro trozo de cielo

Entonces medíamos el acontecer cotidiano y el paso del tiempo con la medida de las fiestas. Por San Antón sabíamos que los mayores empezaban a sacudirse la modorra del invierno. La procesión de Santa Águeda marcaba el terreno de las mujeres casadas y, a la manera de las actuales revistas del corazón, aprovechaba el paso para dar cuenta del movimiento demográfico- bodas, nacimientos, defunciones- y de los cambios sociales -enfermedades, curaciones, distanciamientos afectivos, llegada de forasteras-. San Marcos -los niños descalzos- anunciaba, casi siempre con desajuste, la llegada del buen tiempo. La Cruz de Mayo reclamaba el agua necesaria para el campo, pero su lento, lentísimo paso certificaba, de manera más evidente, que el mozo que bailaba ante ella había abandonado definitivamente la infancia para ser admitido en la cofradía de los adultos. La romería de San Isidro era el último respiro de los labradores antes de empezar de lleno las tareas del campo. La noche de Animas arrastraba consigo la soledad del invierno, mientras las campanas de Santa María tañían hasta el alba, -ton, ton, ton- los viejos aprovechaban para repetir antiguos relatos con la muerte como protagonista... -ton, ton, tooon- y los niños nos acurrucábamos al brasero, fingiendo dormitar para que no se nos notara el sobresalto. Por San Roque se hacía el balance de la siega y en la Virgen se festejaba la cosecha reuniendo a los miembros dispersos de la familia para ir primero a la procesión y, luego, a los toros. La bonanza del año se medía en los carteles. Si el grano no llenaba los silos, la feria se liquidaba con dos novilladas y poco más. El paseíllo del Viti era un indicativo razonablemente satisfactorio, si toreaban los hermanos Girón tampoco había ido mal el año. Si la cosecha había sido el acabóse, se contrataba al Cordobés. Cuando Aranda se hizo industrial empezaron a venir todos ellos, sin atender a cómo se hubiera dado la cosecha, pero para entonces el tiempo había empezado a medirse exclusivamente al dictado del calendario. Y la mayoría de nosotros había dejado atrás la niñez. De aquellas celebraciones que señalaron nuestra infancia, y la infancia de muchas generaciones que nos habían precedido, creo que la única que se conserva tal como la soñamos, la vivimos y la recordamos es la bajada del ángel.

La bajada del ángel siempre fue una fiesta eminentemente infantil. Más aún, para los niños de aquel Aranda que no alcanzaba los diez mil habitantes y medía sus días en el discurrir del agua y en el color de la tierra, la bajada del ángel era la fiesta por excelencia. Es preciso advertir que los niños de entonces teníamos en la calle nuestra sala de juegos y en el acontecer de la vida nuestro mejor espectáculo. Por inverosímil que resulte, carecíamos de televisión, de la que sólo sabíamos que era una especie de armario con cine dentro que se había inventado en América. Carentes de referentes técnicos, no teníamos ninguna fe en aquel híbrido de radio y cinematógrafo, un cajón con música e imágenes. El artefacto nos era tan lejano como los cohetes a la luna, que también se habían inventado o estaban a punto: apenas una mención en el NO-DO. Puestos a señalar, nos eran mucho más próximas las cabalgadas de John Wayne (léase, please, Yon Buein) por el far-west, que entonces era todavía el legítimo lejano oeste y no el desierto de Almería. Para los niños de entonces la calle era nuestra, con perdón. Y la fantasía, una realidad cotidiana. 

Y para fantasía, la bajada del ángel. Salvadas las distancias, era como una primaveral mañana de los Reyes Magos, de la que, además, éramos testigos. El atractivo de esta celebración era múltiple. A la diversión de los preparativos sucedía la emoción de la propia bajada y la incertidumbre de la despedida. Los preparativos empezaban en el momento en que los empleados del Ayuntamiento trasladaban los artilugios celestiales desde los almacenes municipales a la fachada de Santa María. Con la meticulosidad de una ceremonia ritual, nos acercábamos a aquellos cachibaches tal como los sioux se aproximaban al fuerte del Séptimo de Caballería: con sigilo y conocimiento del terreno. Cuando nuestra curiosidad superaba los límites que los empleados municipales consideraban razonables, nos espantaban sin mucho miramiento. ¡Venga de aquí, que no hacéis más que estorbar! Entonces reculábamos hasta la acera para hacer recuento de nuestros descubrimientos. Siempre había alguien dispuesto a asegurar que el globo de ese año era más grande que nunca, mientras otro aseguraba haber visto cómo el ángel hacía malabares con las palomas. Sentados en la acera, seguíamos atentamente todas las maniobras de los operarios: el anclaje de los andamios, el enclavado de las maderas, el tensado de la cuerda... El miércoles acompañábamos nuestra presencia con el ruido de las carracas. El sonido de la carraca, como el sabor de las torrijas, eran los signos que identificaban la Semana Santa. ¡Peste de chicos, andad a dar la murga al cura!, nos ahuyentaban cuando el estrépito subía de tono. 

Nuestra condición de testigos habituales no mermaba la sorpresa ante la obra terminada. Cuando, finalmente, se cerraba el armazón y se cubría con aquellas maderas pintadas de blanco y azul, las mismas que habíamos tocado en el suelo, las mismas que conocíamos de otros años, el escenario celestial se convertía a nuestros ojos en un auténtico trozo de cielo. Invariablemente, de manera subrepticia o por las buenas, nos acercábamos al muro para ver si dentro del cubil descubríamos al ángel ensayando su bajada. Es evidente que no estábamos en absoluto maliciados. Luego, sólo quedaba esperar el domingo.

Las generaciones jóvenes no saben cuánto han de agradecer a quien decidió demorar el inicio de la bajada del ángel porque, hasta entonces, nuestros domingos de pascua estuvieron marcados por una madrugada inclemente que no atendía a fiestas ni vacaciones y antes de las diez de la mañana nos obligaba a estar acicalados -y ateridos- con las galas de verano. 

A esa hora, con puntualidad religiosa, la procesión del Resucitado salía de Santa María para encontrarse en el centro de la plaza con la imagen de la Virgen enlutada. En ese momento se repetía el prodigio. Nuestro trozo de cielo empezaba a cobrar vida. Siguiendo una bien pautada tradición, aquella puerta circular, por la que se deslizaba el globo, rara vez se abría al primer intento. El ángel, que no quiere salir, advertía alguien. Tras un forcejeo con los cables y las poleas, finalmente, se abría para dar paso a una peculiar nube esférica que se deslizaba varios metros sobre el suelo, a veces lentamente, otras a trompicones, hasta el centro de la plaza. 

En el momento supremo, el globo, como la puerta, también se resistía a la apertura. Lo cual, lejos de desalentarnos, añadía mayor misterio a la ceremonia. ¿Saldrá, por fin, el ángel? ¿Se habrá fugado esta vez? ¿Habrá decidido permanecer en el cielo? Naturalmente, el ángel acababa saliendo. Aturdido y asustado, pero salía. No menos aturdidas salían las palomas para desaparecer, rápidamente, en los tejados próximos. 

El ángel descendía pataleando sobre el aire, en lo que a nosotros nos parecía un vuelo majestuoso, hasta posarse cerca de la Virgen y tomar el paño negro que daba por concluido el luto cuaresmal. Según la disposición de ánimo de quien moviera el juego de poleas, el ángel revoloteaba más o menos sobre la multitud reunida en la plaza. Tres amagos era lo razonable. Luego se posaba en el suelo suavemente, o así lo intentaba, incorporándose a la procesión bajo las andas de la Virgen, cuyo velo portaba. De cerca, el ángel -con su túnica, sus rizos y su coronita blanca- tenía una expresión entre desvalida y asustada, por la impresión del reciente vuelo, sin duda. 

Nosotros le mirábamos con una mezcla de admiración y complicidad. Dada nuestra proverbial ignorancia de la historia, apenas habíamos oído hablar de Diego Marín Aguilera, el vecino de Coruña del Conde precursor de la aviación, y, como el parapente aún no se había popularizado y tampoco habíamos descubierto el puenting, nos parecía que el vuelo rasante sobre la plaza de Santa María era una hazaña de mérito que no estaba al alcance de cualquiera. Aparte de ese meritoriaje, el ángel no dejaba de ser un colega. Por grande que fuera nuestra ingenuidad, y a fe que lo era en dosis superlativas, resultaba inverosímil ver descender de las alturas a un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos con toda la barba. El ángel era, al fin y al cabo, uno de los nuestros.Cuando la procesión se disolvía en el interior de Santa María comprendíamos que había terminado nuestro protagonismo. Quienes habíamos compartido la emoción de ver nacer ese trozo de cielo y luego salir de él un ángel que realmente volaba, soltaba palomas, cogía el velo de la Virgen y bajaba a la procesión, nos dispersábamos cada cual a nuestro barrio para incorporarnos a la rutina familiar, la comida de pascua, la obligada cortesía con los forasteros, si los había, y al día siguiente, vuelta a clase. Ese mismo lunes los empleados del Ayuntamiento desmontaban el juego de poleas y se llevaban nuestro trozo de cielo. La plaza de Santa María quedaba reducida a un lugar de paso. En los meses siguientes, la chavalada a veces coincidíamos en la plaza, comprando pipas a la señora Estefanía, o en la cola del cine, sacando las entradas para "la infantil" y cruzábamos un "hola" o un "qu´iay".

Como sucedía con los Reyes Magos, a medida que íbamos creciendo la magia del ángel iba diluyéndose. La frontera terrible de los diez años venía a marcar el momento del alejamiento. A partir de esa edad uno venía obligado a mirar las cosas con un principio de escepticismo y de espíritu crítico. Las tablas eran sólo tablas que a veces se repintaban ante nuestros ojos, las cuerdas eran cuerdas, el globo era el mismo globo de siempre y hasta el ángel empezaba a estar demasiado crecido para tales menesteres. Los más avisados apuntaban su dosis de censura social. "Siempre son los mismos los que se juegan la vida. ¿Habéis visto alguna vez que haga de ángel el hijo del alcalde o del gobernador?" Aquellas consideraciones acababan por apuntillar nuestro entusiasmo. Entrábamos en la adolescencia con dos certezas terribles, a saber, los Reyes no venían de Oriente sino que eran los padres y el ángel no surgía de nuestro trozo de cielo sino que en algún lugar de Aranda vivía un chico que cada año "hacía" de ángel.

Así fuimos desprendiéndonos de nuestra ingenuidad y se nos fueron revelando otras verdades no menos terribles. Con las primeras ausencias en los preparativos adquirimos conciencia de la proximidad de la muerte o del desarraigo de la emigración. Me parece que fue así como empezamos a intuir que teníamos toda una vida por delante y aprendimos que a veces uno se va de los lugares que ama. Hasta que un día nos descubrimos a nosotros mismos repitiendo lo que tantas veces habíamos oído de los mayores, ¡cómo pasa el tiempo!

Hoy la bajada del ángel es una fiesta de interés turístico, que cada domingo de pascua atrae a miles de arandinos y forasteros, muchos de ellos desplazados de otros países y de continentes lejanos. Años ha habido que "nuestro" ángel ha aparecido en la televisión, ese armario doméstico con imágenes que ahora nos acompaña indefectiblemente todos las horas de nuestros días. No quiero ni pensar lo que sucederá cuando los japoneses lo descubran. Porque, vamos a ver, ¿cómo explicarles que "eso" que ellos fotografían compulsivamente fue para muchos de nosotros nuestro pequeño y particular trozo de cielo?

martes, 28 de octubre de 2014

Pablo el Barriles era así


El pasado mes de agosto hablaba aquí sobre Pablo de Pablo, el popular Barriles de mi pueblo. Me sorprendía entonces que un hombre que fue tan popular en Aranda no tuviera ninguna referencia en el mundo virtual.

La pregunta, en el fondo, era: ¿Qué rastro dejamos de nuestro paso por este mundo? ¿Cómo nos recordarán cuando nos hayamos ido para siempre? Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, concluía Agustín Díaz Yanes en su película del mismo nombre.

Pero, no, no es verdad. Siempre dejamos estela. La dejamos en nuestra familia, en nuestros amigos, en quienes nos conocieron, en quienes ayudamos, en quienes no lo hicimos, en quienes dimos buen ejemplo, en quienes escandalizamos, en quienes sonreímos, en quienes tratamos desconsideradamente, en quienes fuimos amables. En el recuerdo de lo que fuimos y de lo que hicimos.

Pablo el Barriles era tal como lo relaté pero era mucho más que eso. Sus hijos podrán dar fe de ello. Sus amigos guardan una imagen particular, cada cual la suya. Hay quienes le recuerdan como cazador, con ese olfato infalible que desarrollan quienes conocen bien el terreno que pisan. Quienes hablan de su conocimiento del río, de los ríos que atraviesan Aranda. Los hay que le recuerdan jovial y dicharachero, en el merendero de sus dominios. Aquella broma que él gustaba repetir frente a un guiso de conejo, cuando ya todos lo habíamos probado y habíamos elogiado sus habilidades culinarias. Sí, me costó cogerlo pero me ha quedado bueno este gato…   

Era una buena persona, pero no solo: era un hombre inteligente. Con esa inteligencia de quienes se han enfrentado a la vida. Quienes tuvimos la fortuna de recorrer con él los montes que rodean Aranda sabíamos con certeza que, si nos perdíamos en aquel territorio, de nada nos servirían nuestras habilidades profesionales ni nuestros laureles académicos: sólo Pablo sabría cómo sacarnos de allí, sólo él sobreviviría sin ayuda.   

La naturaleza y Pablo venían a ser sinónimos. Hubo un tiempo en que los árboles se convirtieron en elemento de especulación en la villa. Se talaron riberas y parcelas de monte sin demasiados escrúpulos. Pablo se lo contó a la periodista con indignación. Ni saben ni preguntan, se lamentaba. Le habló de lo que costaba repoblar un bosque, de cómo había que entresacar y plantar… Un domingo nos llevó a un grupo de amigos al monte de La Calabaza para mostrarnos los destrozos que propiciaba el gobierno municipal del momento. (Contra lo que pudiera parecer, la corrupción no es un invento actual). Se conocía el monte como el salón de su casa. Cada camino, cada trocha, cada cuesta, cada hondonada, cada variedad de pino, cada encina, cada madriguera…  

Ellos, los árboles de la Calabaza, de Costaján, el Bañuelos, el Arandilla, el Duero, mantendrán, seguramente, el recuerdo de Pablo de Pablo, el Barriles en la memoria indeleble de la tierra y el tiempo.

No sólo ellos. Al hilo del post de agosto, un antiguo compañero de Aranda, Antonio Miguel Niño, me envía unas fotos de Pablo de aquellos años. Son unas fotos en blanco y negro hermosísimas en las que se ve a nuestro amigo en su ambiente, junto al río, con sus barcas, sus cañas, con sus niñas. “Cuando las encontré lo primero que pensé fue en tu blog y en el post”, me dice. Así que traigo aquí esas fotos para que quede constancia en la memoria fugaz o no de los bits. Así era Pablo de Pablo, el Barriles.

Te parece extraordinario porque era tu amigo pero personas como Pablo el Barriles, afortunadamente, hay muchas, me dice el colega cuando le muestro las fotos. Seguro que tiene razón. El Barriles y las personas como él nos salvan y nos redimen de esos otros famosos de medio pelo que pueblan y saturan las redes digitales y que se encuentran sin dificultad en san google. Los que nutren las gürtel, tamayazos, ERE´s, cursos de formación, pujoles, preferentes, púnica y operaciones similares.


viernes, 24 de octubre de 2014

Ni la Virgen del Rocío ni el Padre Peyton, valores cívicos

El presidente del Gobierno, tan parco en declaraciones, repite que en España vivimos la más grande crisis que han visto los siglos. Ocurre, sin embargo, que este país está acostumbrado a pasar crisis a cual peor y más grande. Desde las sucesivas bancarrotas de los siglos XVII y XVIII –cuando los reyes se pulían malamente los tesoros que llegaban de América- a la pérdida de las colonias en 1898, los españoles andamos ya curados de espantos.  

La última de estas crisis, la del finiquito del imperio, dio lugar a una extensa producción filosófica, artística y literaria: la generación del 98. Esa es una de las diferencias respecto a la crisis actual, donde se aprecia un silencio casi general, una ausencia de intelectuales que analicen lo que sucede. Si se exceptúa Antonio Muñoz Molina y su libro Todo lo que era sólido –en el que, a modo de espejo, refleja lo ocurrido en los últimos años-, Juan José Millás en sus columnas de los viernes –en un tono entre irónico y realista- y algún otro comentario suelto de Luis García Montero o Javier Marías, los intelectuales no están dándose por aludidos. Sólo El Roto con sus viñetas parece ser capaz de expresar la frustración general.

Hoy, El País publica un artículo de Luisgé Martín –un escritor de segunda fila en el escalafón oficial- con el llamativo título de Aureliano Buendía y Pablo Iglesias en el que expone con crudeza una realidad que con frecuencia soslayamos. La corrupción es una realidad transversal que va de la Casa Real al Ejército pasando por la Justicia y la Banca, la Hacienda y la Iglesia, los partidos políticos y los sindicatos, sí, pero también la ciudadanía. “La hipótesis de que basta con cambiar a la clase dirigente para enderezar el rumbo es perversa y traerá frustración en el futuro”, advierte. La cultura del pelotazo no es virus privativo de las clases pudientes, ni el clientelismo, ni la pillería, ni el escaqueo. Como bien señala Luisgé Martín, vivimos “en un país donde el que no defrauda es porque no tiene la ocasión de hacerlo y no por convencimiento ético”.

Esa es la tarea real que tiene por delante Podemos o cualquier formación que pretenda un cambio real en España. Introducir la moral en la vida cívica. Que no es, como parecen pretender algunos ministros, poner en nómina a la Virgen del Rocío o a la del Pilar, sino inculcar en la ciudadanía que cada cual es responsable de lo que sucede en su entorno, que corrupción no es solo levantarse una pasta o privatizar los servicios públicos en beneficio de intereses privados sino también tirar la basura fuera de su lugar o abusar de esos mismos servicios públicos. Y consentir que se malbarate lo que es del común.

Habituados como estamos a confundir moral con religión, el descrédito de las iglesias dominantes parece haber invalidado los principios de la moral pública que, contra lo que parece defender el PP, no es volver al rosario del Padre Peyton en la Castellana sino la defensa de los valores cívicos: la tolerancia, la educación, el respeto al otro, la igualdad, la distribución a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus posibilidades…

No hay que inventar nada pero en España estamos acostumbrados a llegar con retraso. La Contrarreforma data del siglo XVI. La Revolución Francesa, de 1789.

martes, 21 de octubre de 2014

Universidad del Barrio: un chute de optimismo

El Teatro del Barrio es una cooperativa liderada por el actor Alberto San Juan, que opera como un revulsivo social y cultural. Ofrecen representaciones teatrales, actuaciones musicales y un programa variopinto que incluye lo que llaman Universidad del Barrio: ciclos de conferencias sobre cuestiones de actualidad. Este es el segundo año de la iniciativa; desde ayer y hasta la primavera se impartirá un Curso de historia crítica para ciudadanos y otro de Economía aplicada alternativa de consumo/producción.

La sesión inaugural estuvo protagonizada por el matrimonio Bill Ayers y Bernardine Dohrn, militantes ambos del movimiento radical estudiantil The Weather Underground que en los años 60 y 70 del siglo pasado se oponían a la guerra de Vietnam. Los Weathermen organizaron cientos de sabotajes y explosiones contra bienes materiales lo que les llevó a la clandestinidad durante varios años.

Pasado aquel tiempo, Bill se convirtió en un pedagogo de prestigio, uno de los teóricos de la educación alternativa de mayor prestigio mundial. Es profesor emérito de pedagogía en la Universidad de Chicago.

Se trataba, pues, de una apertura de curso interesante y de nivel. Pero en el Teatro del Barrio el interés no está sólo en el programa, también en lo que se ve y se oye antes y después de cada acto, en el ambiente.

Presentó a la pareja Ayers un personaje de la política actual: Juan Carlos Monedero. Conviene advertir que el Teatro del Barrio se mueve en la onda de Podemos, cuya sede se encuentra frente al espacio teatral. Y entre quienes frecuentan el local y asisten a sus actividades hay una mayoría de simpatizantes de este movimiento. Por si alguien necesitara el apunte, Monedero es ese chico con gafitas que aparece siempre en un aparente segundo plano entre Pablo Iglesias –el chico de la coleta- e Iñigo Errejón –ese niño que pone morritos y cara de yo no he sido mejor que Mick Jagger-.

Los asiduos del Teatro del Barrio conocíamos a Monedero del curso pasado. Un chico al que calificarías de educado, amable, inteligente y culto a poco que le hubieras visto actuar. Ayer lo encontramos muy desmejorado, con ojeras y aire cansado. Será la luz, pensamos, o la paliza que supone organizar una asamblea como la que Podemos ha celebrado el fin de semana en Madrid. Luego él aclarará que arrastraba un dolor de cabeza y se preguntará por qué el paracetamol genérico no ha de disolverse igual de pronto que el de marca. Eso es lo que se llama estar atento a la realidad.

Empero, ayer no era Monedero el centro de atención, sino Bill y Bernardine. Una pareja con años a la espalda y tan jóvenes, sin embargo. Él y ella con un discurso elaborado y coherente, conscientes de la realidad que les rodea, y dispuestos a cambiar el mundo. Realistas y utópicos o utópicos de una realidad imprescindible.

Los oradores dejaron en la sala una sucesión de mensajes para repensar:

- hay que reinterpretar el mundo para transformarlo

- o cambiamos la manera de educarnos o no hay solución

- la gente que tiene problemas también tiene soluciones

- es importante conocer lo que ocurrió en los años 60 porque es el preludio del presente

- la educación se produce en todas partes porque la educación es vida

- uno no necesita pedir permiso para interrogar al mundo

- es absurdo concebir la educación de tal a tal edad porque la educación dura toda la vida

- las escuelas son el espejo y la ventana de una sociedad

- hay que dudar y replantearse lo que está haciendo, de lo contrario se cae en la soberbia

- hay que abrir los ojos y actuar consecuentemente

- algo hay que hacer aunque haya diferentes manera de hacer

- la lucha continúa.

No era sólo lo que decían, también cómo lo decían, esa sensación de verdad que transmiten quienes creen en lo que hacen, la corriente vital que emana de quienes han vivido con intensidad. Bernardine, sobre todo, era la imagen misma del coraje, de la vitalidad, del valor. Era hermoso ver cómo mientras ella hablaba, Bill le acariciaba la espalda con suavidad, con esa ternura de las parejas que han vivido mucha pasión y muchas peripecias juntos.

Ambos se expresaron en inglés y fueron traducidos por los dos moderadores –Pablo y Noelia- con una pulcritud profesional. No obstante, se apreciaba un amplio conocimiento del inglés entre el público que se evidenció cuando una chica joven, que se presentó como profesora de enseñanza media, formuló su pregunta en un inglés casi perfecto y tradujo la respuesta con total soltura.

Qué generación de gente preparada y luchadora nos viene, pensé. Gente competente en su área, buenos profesores, buenos médicos, profesionales capaces de crear programas informáticos, nuevas aplicaciones digitales, capaces de idear nuevas vías de ampliar el conocimiento, filósofos que analizan nuevas pautas sociales ¿Por qué nos flagelamos de manera tan inmisericorde si tenemos la mejor materia prima para salir del atolladero en el que nos han metido los dueños del dinero?   

Tienes que amar tu vida y amar el mundo también, sugerían los conferenciantes. Vivimos en la historia, somos parte de la historia. La diferencia es hacer o no hacer, añadían. Por la noche te acuestas pensando que has perdido la batalla contra el capitalismo, confesaba Bill, pero hay que levantarse por la mañana pensando: hoy va a ser el día.

Fue un chute de optimismo. Cuando todo se hunde es el momento de empezar de nuevo. La lucha continúa...

viernes, 17 de octubre de 2014

Comer en Cáceres: En cuchara de plata

 Hoy traigo una buena noticia para los espíritus : Cáceres ha sido elegida Capital Gastronómica de 2015.  

Cáceres es una ciudad a la que cualquier viajero desea ir sin que se precise de ninguna excusa para el viaje. Para no cansar, baste recordar que los romanos la hicieron capital de Lusitania y la Unesco la declaró Patrimonio de la Humanidad en 1986.

El viajero que pasea por su casco histórico vive una inmersión total en la Edad Media y en el Renacimiento, sin olvidar su judería y su museo árabe. Los amantes de la cultura y de la historia tienen un amplio catálogo donde elegir. En la Casa de las Veletas encontrará piezas sorprendentes desde el paleolítico al siglo XIX y, si le queda tiempo para concluir el repaso, ahí tiene el Centro de Artes Visuales de la Fundación Helga de Alvear.

Pero, un viajero que se precie, no puede irse de un lugar sin conocer la cocina local. Y en esa materia, Cáceres es imbatible. Atrio es una razón social de la que se habla con respeto en medio mundo; junto a este primer espada, en su callejero el viajero halla un sinfín de insinuaciones, algunas más lujosas y otras más discretas, aquellas más modernas y estas más tradicionales pero la mayoría con un alto nivel de calidad. Esas son las que tejen día a día la reputación gastronómica de una ciudad.

Conocí uno de esos restaurantes con la inapreciable ayuda de Valdomicer, en cuya generosa hospitalidad disfrutamos de unos días gozosos a primeros de año. Hablé entonces de Cáceres y de nuestras expediciones por la provincia pero no mencioné un lugar que nos gustó sobremanera: En Cuchara de Plata. No es un restaurante lujoso, es una casa de comidas muy digna con dos jóvenes al frente: Abraham y Pepe, que se estrujan las meninges para hacer grata la estancia en su casa. Tienen una excelente barra,  una carta apetitosa y unos dulces portugueses a los que resulta muy difícil resistirse.

Sería muy injusta si no mencionara lo que nos ofrecieron: un buche extremeño cuasi épico, uno de esos platos que no se olvidan en la vida. No me extenderé sobre qué es el buche porque para eso están los entendidos y aquí puedes encontrarlo con detalle, sí diré que a pesar de su contundencia era un plato exquisito.

Cuando hoy he conocido la designación de Cáceres como Capital Gastronómica me he acordado de aquella comida y de aquel restaurante donde lo primero que encuentras al entrar es un cartel con un abecedario que se abre con la amistad y se cierra con la paz.

jueves, 16 de octubre de 2014

El cementerio de la Almudena, el envés de Madrid



Quienes hemos nacido en los años cuarenta del pasado siglo hemos vivido, como poco, el estreno de cinco Papas de Roma –uno de ellos desaparecido de manera sospechosa, por decirlo diplomáticamente, y otro víctima de atentado aún no aclarado-, la muerte de Mao –que era como el emperador de un imperio naciente-, el asesinato del presidente de Estados Unidos –Kennedy- en la cumbre de su poder –el presidente y la nación-, la desaparición del bloque soviético, el fin de la guerra de Vietnam, el fin del apartheid sudafricano, la reunificación de Alemania, el asesinato de Olaf Palme, la caída del sah de Persia, decenas de golpes de Estado y casi tantos procesos de democratización, la descolonización en África, el Mayo del 68, el movimiento beat, la revolución de los Claveles en Portugal, la muerte de Franco y el acceso de un nuevo rey que era a la vez el candidato colocado por el dictador y el heredero natural de la dinastía, cogido como a la pata coja. Y, ahora, la abdicación de aquel rey –conocido como Juan Carlos I- y la llegada de su heredero varón, en el mundo Felipe VI.
Eso, por citar de memoria y sin echar mano de San Google, patrón de los desmemoriados. Y sin hablar ni media palabra de los avances tecnológicos que nos han colocado de golpe y dentro de casa en lo que veníamos llamando el futuro. Quiero decir que, sólo con mirar alrededor, hemos tenido una vida entretenida. O lo que es lo mismo, que si has cumplido sesenta y dices que te has aburrido es que tienes que ser muy desaborido.
Hay días, sin embargo, que tanto trajín agota un poco y buscas un respiro, un rato de sosiego, una dosis de calma. ¿Dónde mejor para hallar esa dosis de serenidad que allí donde descansan quienes nos han precedido? Los cementerios son como el envés de la ciudad. En ellos se representa con parecida nitidez el afán de los seres humanos por aparentar, por trascender, por establecer estatus. Ofrecen la oportunidad de comprobar que aquí, como fuera, los residentes son de toda procedencia y condición. También que, aunque las modas artísticas varían con el tiempo, los seres humanos tendemos a trasladar nuestros gustos más allá de la muerte. El resultado es un museo al aire libre con el dolor como único protagonista. Aunque se trate de la otra vida, el lenguaje no puede ser más humano.
En Madrid hay varios cementerios municipales y sacramentales pero ninguno tan grande como el de la Almudena, con una superficie de 120 hectáreas y un censo de más de tres millones, que excede con creces la población actual de la capital. Su construcción se inició en 1877 según proyecto de los arquitectos Fernando Arbós y José Urioste. Siete años después, con las obras sin concluir, se declaró una epidemia en la ciudad que ocasionó gran mortandad por lo que el 15 de junio de 1884 hubo que habilitar una zona de enterramiento provisional a la que se llamó Cementerio de la Almudena, que acabaría dando nombre al lugar. Con lo que se demuestra, una vez más, que en España no hay definitivo que lo que se anuncia como provisional. Se encuentra entre las avenidas de Daroca y de las Trece Rosas, junto al barrio de la Elipa. No es ociosa la vinculación con las Trece Rosas pues junto a sus tapias fueron fusiladas el 5 de agosto de 1939, según reza una sencilla placa con la que se rinde homenaje a aquellas mujeres de entre 18 y 29 años, muertas por causa de sus ideas políticas.
Pero antes de entrar en el recinto, un momento de atención. Si el visitante –viajero en la ciudad- ha accedido al lugar por el vértice de la Avenida de Daroca, tiene ante sí los arcos ideados por los arquitectos Fernando Arbós y José Urioste. El proyecto tenía en cuenta la orografía del terreno, así que nada más cruzar las arcadas sobre un pequeño otero se divise la capilla, de planta de cruz griega.
Si hay un lugar donde se crucen permanentemente el más acá y el más allá de la existencia, ese es el cementerio. No es extraño, pues, que abunden en ellos las historias de espíritus. La primera, aquí mismo. Sobre la cúpula de la capilla se sienta un ángel –Fausto, en el imaginario popular- en cuyo regazo descansa una trompeta. Se cuenta que inicialmente Fausto aparecía con la trompeta en la boca, lo que dio lugar a la leyenda según la cual quien oía el sonido de la misma recibiría pronto la visita de la muerte. Otra variante de la historia sostenía que esta trompeta sería la que anunciara el Apocalipsis. Para evitar relatos de este tipo se modificó la colocación y se bajó la trompeta justiciera al regazo del ángel. Como las creencias son personales e intransferibles, hay quien sostiene pese a todo que en días de viento, pueden oírse las notas que emite la trompeta. 
Un cementerio tan extenso ha de guardar memoria de personas anónimas –como esa tumba del primer enterrado, el niño Pedro Regalado Olmos o esa otra de "Alicia, la niña más feliz del mundo"- y de ilustres y famosos. 
Aquí esperan el juicio de la eternidad, Niceto Alcalá-Zamora, que fue presidente de la Segunda República, o Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid. También el poeta y premio Nobel Vicente Aleixandre, el también Nobel de Medicina, Santiago Ramón y Cajal, el urbanista Arturo Soria, el académico Dámaso Alonso, los escritores Pío Baroja, Benito Pérez Galdós y Juan Carlos Onetti, el filósofo Julián Marías… y una pléyade de artistas que gozaron del favor popular, empezando por el compositor Francisco Alonso –autor de Las Leandras- y siguiendo por los actores, Ángel de Andrés, José Bódalo, Julia Caba Alba y su sobrina Irene Gutiérrez Caba, José Mª Caffarel, Estrellita Castro, Antonio Garisa, Alfredo Mayo, Luis Peña, Ángel Picazo –que tan bien representaba a Alfonso XIII- las hermanas Mari Carmen y Mercedes Prendes, Aurora Redondo, Fernando Rey, los cantantes Cecilia y Enrique Urquijo, el futbolista Alfredo Di Estéfano, el torero José Cubero “El Yiyo”… 
La tumba de éste y la de los Flores – Lola y Antonio- se encuentran entre las más visitadas. Ambas están en la meseta a la espalda de la capilla, próximas a la del viejo profesor Tierno.
Además de los panteones individuales o familiares, el cementerio acoge varios monumentos colectivos, los dedicados a los héroes de Filipinas y Cuba, a los fallecidos en el incendio del Teatro Novedades, a los caídos de la Legión Cóndor y de la División Azul.  
El cementerio –como la ciudad de los vivos de la que es extensión- no vive sus mejores momentos. Basta con adentrarse por sus calles para percatarse de que la privatización ha hecho estragos también en esta orilla. Hay muros que amenazan caerse, lápidas rotas y fuera de lo que debió ser su emplazamiento, escaleras y caminos en mal estado. Todo rezuma un aire de decadencia, de abandono, de descuido. En Madrid, ni los muertos se libran del signo de los tiempos.  
Empero, el lugar ofrece un sosiego y un silencio que no son frecuentes en la ciudad de los vivos. Hay un rincón, sin embargo, que estremece a los espíritus más resistentes. Está en el extremo opuesto al que accedimos, una placa recuerda que junto a estas tapias fueron asesinados cientos de madrileños antes y durante la guerra civil. Cerca, otras placas rinden memoria a las Trece Rosas, las trece jóvenes que fueron fusiladas por el franquismo una vez terminada la guerra.
La Almudena tiene otra particularidad: sus calles forman parte del itinerario de uno de los autobuses municipales: la línea 110 de la EMT, que circula entre la Plaza de Manuel Becerra y el cementerio. La creencia popular sostiene que algunas tardes, cuando el conductor cree viajar solo, suena el timbre de parada solicitada. ¿Qué hace en ese caso? Cuando hay solicitud de parada, paro. Siempre, asegura el empleado.
El camposanto se completa con el área destinada a cementerio hebreo y un poco más adelante, el cementerio civil. Cualquiera de los dos merece una visita. Pero este último es como el envés de la historia española: los derrotados por la otra España.
El cementerio de La Almudena forma parte de la ruta de cementerios europeos, calificada como ruta cultural por el Consejo de Europa. A pesar de su abandono actual, la visita ofrece un rato de paseo interesante y de silenciosa tranquilidad. Basta volver a franquear los arcos de la entrada principal para que el ruido de la ciudad vuelva con toda su furia. Hasta las cotorras que han colonizado la cercana isleta verde se unen a la algarabía.