Los
sentidos son antenas de que dispone el cuerpo para sintonizar con los
recuerdos. El olfato, el gusto, la textura de un objeto común nos
devuelven a sensaciones refugiadas en alguna parte de la memoria.
La
Habana es una ciudad de olores familiares. Así que uno sale a la
calle, además de sentir la fuerza del calor húmedo del Caribe,
percibe una mezcla de aromas que, como a Proust y su magdalena,
transportan al viajero a territorio conocido. ¿A qué huele? Huele a
tienda de ultramarinos -que aquí no necesita de mayor explicación-
a tienda de tu niñez, aquellas que vendían de todo y a las que las
madres o las abuelas enviaban a los niños sólo para cosas menudas,
olvidos de última hora.
Baja
donde Felisa y que te dé media barra de pan. Ve donde Mari Carmen a
por dos onzas de chocolate. Cosas de poca importancia que podías
pagar o dejar para después. “Ya bajará mi abuela a pagarlo”,
decías, sin ningún rubor. Sólo cuando habías llegado a la
adolescencia te daban dinero para pagar el encargo. Y no siempre.
Felisa
y Mari Carmen eran mis dos tiendas de referencia. La segunda estaba
en los impares -el 7 o el 9, quizá- de la Carretera de Madrid,
entonces Avenida de Carlos Miralles y hoy Avenida de Castilla.
Ocupaba aproximadamente el espacio de un portal, y, en la mitad de
los años cincuenta del siglo pasado, era el primer nivel en la
escala comercial de la familia Pascual. Mari Carmen era sobrina de
los “pascuales”, que vivían al lado, en un edificio de tres
pisos, cuya planta baja también era comercio de comestibles pero de
mayor volumen, y suministraba chocolate al menudeo, dicho sea en el
estricto y primigenio sentido de los términos chocolate y menudeo.
No sé cuánto vendería pero seguro que muchos kilos porque la
mayoría de niños del barrio -el Allendeduero- nos surtíamos de su
tienda, de onza en onza o, a lo sumo, de dos en dos onzas. La dosis
que cabía en el trozo de pan de la merienda para evitar que te
churretearan las manos si se derretía. La tienda de Mari Carmen olía
a dulce.
Pero
la verdadera tienda de ultramarinos era la de Felisa, la del Gato, en
el número 3 de la Carretera de la Estación. El Gato que daba nombre
a la tienda era el marido, Antonio, como antes lo fue su padre. Mi
recuerdo aún alcanza a la madre, ya muy mayor, que enseguida dio
paso a la nuera. Felisa era la bondad en persona pero también la
eficacia hecha mujer. Te preguntabas cómo podía atender ella sola
la pescadería, un mostrador mínimo a la izquierda de la puerta, y
la tienda de ultramarinos. Además de a la suegra, al marido y la
casa.
Escribo
tienda de ultramarinos porque así se llamaba pero la acepción no le
hace justicia si no añado que era en tamaño y en el continente como
cualquier tienda de chuches actual, pero en el contenido como el
supermercado del Corte Inglés. Allí encontrabas de todo. Desde
harina de la Harinera Arandina a bacalao de Groenlandia -cuyo
caladero aún no había sido esquilmado-; de pimentón de la Vera -o
de Murcia- a comino, canela, azafrán o clavo, lentejas o garbanzos;
desde aceite -con su dispensador de émbolo- a sardinas arenques;
desde chorizo y jamón -salado o “en dulce”- a berberechos en
lata; desde el pan hasta el periódico, que allí repartía el
Chorrillas y que recogían los “suscriptores”. Digo periódico
pero debería decir “El Caso”, que era lo más demandado y el que
recogí cientos de semanas por encargo de mi abuela.
Abrías
la tienda, en invierno, porque en verano permanecía abierta
permanentemente, y sentías una vaharada exótica, una mezcla de
olores y sabores del mundo, aunque no supieses ubicar aquellos
lugares de ultramar. Felisa colocaba en la puerta de la tienda unos
toneles con escabeche de chicharro y unas latas enormes con escabeche
de bonito y conservas de sardinas en cuyos lomos se leía la
procedencia: Fuenterrabía (Guipuzcoa), Ondárroa (Vizcaya). Cuando,
muchos años después, pasé por primera vez por aquellos pueblos
vascos, que aún conservaban la toponimia castellana, como cuando
visité La Habana, mi primer recuerdo fue para Felisa y su tienda de
ultramarinos, que nos permitió vislumbrar un mundo ignorado, allende
el Duero y allende el mar.
He
recordado todo esto cuando, retada a subir poemas a facebook, he
encontrado estos versos de Manolo Arandilla, que tan bien expresan lo
que era una tienda de ultramarinos.
Como
cualquiera,
llegué
al mundo cuando todo estaba puesto:
el
número de casa, el año, la altitud,
el
vino meditando en la bodega
y
el ultramarinos de la esquina abierto,
donde
mi madre me mandó hacer el primer recado
para
que sintiera el universo en que me tocaba vivir,
expuesto
en anaqueles en los que el mar se confundía
con
la tierra y el cielo por medios comestibles,
y
donde mis cinco sentidos se arruinaron de repente,
se
desplomaron por la lonja
cuando
mi oído enredó en su laberinto mi llanto,
las
palabras del tendero, los derrumbes de la canela,
el
entrechoque de los granos de azúcar,
el
suspiro del jamón curando, el sonido arrugado
de
la pera que madura en la banasta, la sinfonía
de
la aceituna en flotación y el comprimido roncar del arenque...;
cuando
mi vista borró los estantes y trituró
en
el molinillo de café amarrado al mostrador de mis ojos
la
percepción de la oscuridad, el hortelano recuerdo
de
la verdura, el brillo de la fruta,
la
blanca perfección de la harina, la galletas de coco
y
la luz apagada de las velas...;
cuando
mi tacto se vio incapaz de distinguir
la
tierra adosada a las patatas, el papel de estraza,
las
olas del mar en las latas de sardinas,
la
piel de la manzana, el calor de las lamparillas
de
aceite y el frío de la toquilla de hielo del pescado...;
cuando
mi olfato olió todo a la vez
y
me fue imposible separar cada efluvio
y
colocarlo en su sitio -el del bacalao en el bacalao
el
del comino en el comino, el de la espuma en el jabón
y
el del cáñamo en las alpargatas-;
cuando
mi gusto embarulló en el sabor de un cacahués
hojas
de laurel, escabeche de bonito, clavo,
pimentón,
anises, azafrán, nuez moscada, cacao,
arroz,
legumbres y sueños de ultramar.
Como esa magdalena de Proust publicada en su libro "por el camino de Swann", también me has traído recuerdos de aquellas de barrio de los años 60 en la que se vendía de todo, desde alpargatas a chorizo del bueno o jamones, en casa eso era un manjar que nunca caté en mi tierna infancia, como mucho mi padre nos traía como una gran fiesta el "gordo del jamón" o lo que es lo mismo la grasa, que por cierto mucho jabugo y mucha puñeta pero todavía recuerdo aquel sabor y aún no lo he encontrado; igualmente me has recordado las "libretas" donde se apuntaba todo lo que se compraba y al final se pagaba lo debido.
ResponderEliminarEn fin, recuerdos de abuelo cebolleta. Con menos vivíamos felices.
Un abrazo.
¡Hay que ver! Eres única para evocar recuerdos de la infancia.
ResponderEliminarEso no se hace, produce nostalagia. Duele regresar a aquellos tiempos.