El cierre de laRadio Televisión Valenciana ha destapado una situación que no por sabida deja
de ser escandalosa. La prensa está hablando ahora de la situación creada, cada
cual según la barrera ideológica desde el que dirige la mirada.
Quienes miran
sólo con el ojo derecho aprueban la decisión adoptada por el presidente de la
Generalitat Valenciana, Alberto Fabra, y sostienen que los trabajadores defienden
sus privilegios. Los que miran únicamente con el ojo izquierdo reclaman el
mantenimiento de la cadena cueste lo que cueste y apelan incluso a supuestos
derechos constitucionales.
Dejar a más de
millar y medio de personas en el paro es una decisión terrible pero utilizar el
presupuesto público en beneficio de un grupo debería estar penado en la ley. Y,
en todo caso, debería inhabilitar para el ejercicio de la política.
Cuando algún portavoz
de izquierda dice que el cierre de RTVV es anticonstitucional seguramente se
está pasando de frenada. Cabría añadir, en todo caso, que más anticonstitucional
es lo que está ocurriendo en algunas empresas públicas de comunicación sostenidas
con el dinero de todos y utilizadas en provecho de unos pocos.
Los trabajadores,
por su parte, defienden sus puestos de trabajo, como es natural. De paso, han
empezado a contar las miserias internas de la empresa pública. Todo lo que han
callado durante estos años lo cuentan ahora. Sus relatos reflejan una situación
de descomposición económica pero también ética.
Vaya por delante
que la responsabilidad de lo que haya ocurrido en RTVV, como en cualquier otra
empresa, es de los gestores. Más aún en este caso que, sobre despilfarrar el
dinero público, se ha tratado de corromper la función principal de un medio de
comunicación, que es la de contar la verdad de lo que ocurre.
Pero la
responsabilidad de lo que se cuenta, de lo que se dice, de lo que se escribe es
de quien lo cuenta, lo dice, lo escribe. De quien lo firma. A nadie se le puede
obligar a ser héroe pero sí a ser honesto. Los periodistas son trabajadores
como en cualquier otro negocio pero tienen una responsabilidad añadida: la de
ser respetuosos con la verdad.
Las empresas periodísticas
tienen los compromisos que tienen, el primero, el de obtener beneficios. Y, en
ocasiones, el de compensar o procurarse favores. Nada de eso tiene que ver con
la tarea de un periodista. Es verdad que el director o el redactor jefe pueden
decidir la orientación o el sesgo de una información pero no es menos verdad
que un profesional puede –y creo que debe- negarse a firmar lo que no quiere
decir, sobre todo si no es verdad.
La prensa está en
crisis por muchas razones. La diversidad de plataformas, la gratuidad de
contenidos, la falta de publicidad son algunos de esos factores pero el
principal, el único que puede darle la puntilla, es la falta de credibilidad
del periodismo. Y la credibilidad se pierde cuando se mantiene silencio
debiendo hablar –como ocurrió tantas veces en la televisión valenciana y en
otras televisiones- o cuando se habla debiendo estar callado. El espectáculo de
algunas tertulias en la que supuestos expertos disertan desde la más absoluta
ignorancia explica por sí mismo la razón de que el periodista sea tan poco
respetado. Para no hablar de los mal llamados programas del corazón que en
verdad apelan a los más bajos instintos y son un ejemplo de despilfarro
absoluto. El primero de los cuales, Tómbola, justamente nació en la misma televisión
valenciana.
En toda esta
historia hay dos entidades que han guardado silencio: las asociaciones de la
prensa y los sindicatos. Unas y otros deberían haber velado por los
trabajadores, deberían haberlos protegido frente a los abusos de quienes
mandaban en cada momento, de quienes ordenaban decir lo que les convenía a
ellos y no lo que ocurría realmente, deberían haberse enfrentado al poder. Porque
era a ellos a quienes les correspondía hacerlo. Si la asociación de la prensa
no sirve para proteger a los periodistas en el ejercicio de su profesión y si los
sindicatos no valen para proteger a los trabajadores en el desempeño de su
tarea, ¿para qué valen?