Antes de que las
costumbres del imperio nos invadieran hasta el punto minucioso que cuentan los periódicos y Edward Snowden, la memoria de los difuntos se relacionaba con el
estreno del mes de noviembre. La fiesta de Todos los Santos era jornada de
visita obligada a los cementerios y, con suerte, de ver la enésima reposición
del Tenorio.
Los mayores
evocaban la presencia de familiares y amigos desaparecidos y a los pequeños nos
metían el susto en el cuerpo con las historias de ánimas, contadas al compás de
las campanadas de difuntos.
Para los niños, los
difuntos eran sólo eso: relatos de miedo, historias de apariciones, tañer de
campanas, visita obligada al cementerio, nada personal. Cuando eres pequeño la
muerte es una abstracción, sólo con el paso del tiempo empiezas a ponerle
nombres. Nombres de familiares mayores: tus abuelos, algunos tíos, los padres,
luego; nombres de amigos queridos: Lucio, el amigo que muere bajo las ruedas de
un camión, Nani, de quien tanto aprendiste, Belén, tan corajuda y comprometida,
Paloma, que tanto amaba la vida, Emilín, que se fue rozando el siglo y sólo fue
protagonista de su ceremonia mortuoria, Roberto, que murió demasiado joven sin
perder la sonrisa, Francisco, un político decente, Juanjo, el quiosquero que te
guardaba tus periódicos, que acaba de morir sin cumplir los 50...
Son nombres y
presencias queridas, cuya muerte lloraste o que frecuentaste por un tiempo y
luego fueron alejándose hasta que un día te cuentan que murió. Personas que te
enseñaron y con quienes compartiste experiencias y emociones.
El rastro de su
memoria permanece en las viejas agendas, en los teléfonos. Hasta que decides
hacer limpieza y tiras papeles que ya no tienen ninguna función que no sea la
de recordar. O has de cambiar el teléfono y caes en la cuenta de que has de
borrar alguno de los números que aparecían en el aparato viejo porque nunca más
podrás hablar con esas personas. Ese es también tu día de difuntos.
Hay otros muertos
que son tuyos porque son de todos. Los que desde hace 77 años permanecen en las
cunetas, en las fosas ocultas. Las víctimas de la locura colectiva de un pueblo
cainita, más dado a lo anti que a lo pro.
En Aranda de
Duero, coincidiendo con la festividad de Difuntos, acaban de recibir digna sepultura
los restos de 129 personas que fueron asesinadas en los primeros días de la
guerra civil –si civil puede calificarse a cualquier guerra y a hechos de este
tipo- y que han sido rescatados de varias fosas comunes en tierra burgalesa. Algunos
están identificados y otros no porque el gobierno cortó el presupuesto
destinado a la recuperación de la memoria histórica y a las identificaciones.
En puridad, Arandade Duero no estuvo en guerra. La villa quedó desde el primer momento en
el lado de los rebeldes quienes se emplearon en una limpieza de cuantos
elementos fueron considerados sospechosos de afinidad con la República. Se calcula
que desaparecieron entre 700 y 800 personas, más del 10% de la población. Desaparecieron
porque nunca nadie volvió a verlos aunque sotto
voce se conocía la ubicación de varias fosas comunes: en la Lobera, en el
monte Costaján, en el mismo término municipal arandino.
Durante décadas,
los asesinos y las familias de sus víctimas han convivido sin aparente conflicto.
Habrán coincidido cientos de veces en la plaza, en la iglesia de Santa María o
de San Juan, en la Vera Cruz, en la fiesta del Ángel, en la Bajada de la Cruz,
en la función de la Virgen de las Viñas, en la calle Isilla, en la Alojería, en las
bodegas… Me pregunto cuánto miedo es necesario acumular para permanecer callado
ante el asesino impune de tu marido, de tu hijo, de tu padre…
En noches como las
de difuntos, mi abuela relataba la historia de aquél falangista que se
caracterizó por su saña en la persecución de republicanos, a quienes condujo a
la fosa de Costaján. Concluida la guerra, se vio aquejado de un ataque de
peritonitis, los médicos ordenaron su traslado a Burgos pero al llegar a
Costaján, la ambulancia hubo de dar la vuelta porque el hombre había muerto.
Hablaba también
de otro de aquellos jóvenes sanguinarios que había aprovechado la confusión
bélica para hacerse con la propiedad de tierras de labor por el expeditivo
método de llevar a las fosas a sus legítimos propietarios. El hombre era ahora un
labrador acomodado. Hasta que, pasados los años, una tarde salió al campo y,
sin que se conozca bien cómo, fue enganchado por el mecanismo de una
cosechadora que lo trituró.
Estas son las
historias que yo cuento a mi nieta en la noche de difuntos…
Ese miedo con regusto de justicia tiene su punto...
ResponderEliminarUn beso
El miedo caló en los perdedores; los que ganaron coparon el poder y sus nietos lo siguen teniendo, de ahí que muchos pueblos aún tengan miedo de hacer y de decir, mientras tanto un gobierno dice que solo se pretende abrir heridas con eso de la memoria histórica; eso sí, los ganadores, saben donde tienen a sus padres y abuelos enterrados dejando a "los otros" desperdigados en las cunetas, no quieren que se sepa nada de aquellos asesinos que hoy, sus hijos, ocupan puestos de relumbrón.
ResponderEliminarSaludos