Tenía 16 años,
estaba interna en un colegio de monjas. La televisión era un objeto vedado para las internas, no se
nos permitía tener radio, no leíamos el periódico, vivíamos en una especie de
burbuja protectora, aisladas de la realidad cotidiana.
A mediados del
pasado siglo, una chica de 16 años, por lo normal, vivía ajena a todo lo que no
fueran sus clases y, acaso, algún ligoteo de verano. Pero yo había salido
marisabidilla y me gustaba leer todo lo que caía en mis manos. Ya entonces era
una voraz devoradora de periódicos y de libros y hacía dos años
que me había leído de sendas tacadas El Capital, de Karl Marx, y Las obras
completas de José Antonio Primo de Rivera, que, en realidad, eran una
recopilación de sus discursos pero el libro rezaba así: Obras completas.
También me había leído las actas de los plenos del Congreso de los Diputados durante la
República, que había publicado ABC.
Con ese bagaje,
había seguido muy atentamente las vicisitudes de la elección presidencial en
Estados Unidos que iban a llevar a la Casa Blanca a un presidente demócrata, de
ascendencia irlandesa, el primer -y hasta ahora único- católico que ocuparía el
despacho oval.
John Fitzgerald Kennedy tenía todo para encandilar. Era joven, rico, bien plantado y estaba
casado con una mujer guapa y culta que le había dado dos hijos, aún niños. Pertenecía
a una familia poderosa e influyente, un verdadero clan. Que, además, fuera
mujeriego lo supimos luego. A mí me gustaba porque era demócrata que en aquella
época era lo más a la izquierda que se podía ser.
En los dos años largos
que permaneció en la presidencia de la nación que aspiraba a liderar el mundo permitió
la invasión de Bahía de Cochinos, tuvo un serio encontronazo con Kruschev a
propósito de los misiles en Cuba, vio cómo la URSS construía el muro de Berlín
y cómo la guerra de Indochina se enquistaba aunque no alcanzó a ver cómo se
convertía en el cáncer de Vietnam. También llegó a ver el avance de la carrera
espacial americana y del Movimiento por los Derechos Civiles liderado por
Martin Luther King.
Parecía un
ciudadano del mundo. En su visita a la República Federal Alemana, donde fue
agasajado por el canciller Konrad Adenauer y por el alcalde de Berlín, Willy Brandt,
declaró ser “el acompañante de Jackie Kennedy” y ante el muro de Berlín, que
escenificaba la guerra fría y dividía Europa en dos mitades enfrentadas, proclamó:
“Ich bin ein berliner”, a la manera en que los romanos se declaraban ciudadanos
del imperio, “civis romanus sum”.
Después supimos
de sus concomitancias con grupos de presión, de sus aventuras
extramatrimoniales, de sus incapacidades y de sus limitaciones, pero entonces
era aún el joven presidente de una nación que iba a cambiar el mundo.
Aquel curso del
63 yo tenía una amiga, alumna externa, que cojeaba del mismo pie: era empollona
y le gustaba hablar de política. Ella era quien me tenía al día de la evolución
del mundo fuera del colegio. Ese día, me hizo una seña agitando
la mano con fuerza, lo que indicaba que me tenía que contar algo gordo, seguida
de giros sucesivos de la mano, o sea, que me lo contaría luego. Todavía en la
fila que nos conducía a misa o a clase, no lo recuerdo bien, pese al obligado
silencio, me susurró: Han matado a Kennedy.
Había ocurrido
eso que creíamos que sólo sucedía en los libros. Como cuando “en la calle del
Turco le mataron a Prim, sentadito en su coche con la guardia civil”; o cuando
en la Puerta del Sol un tiro mató a Canalejas mientras observaba el escaparate
de la librería San Martín; o cuando dispararon a Cánovas del Castillo en el
balneario de Mondragón. Sucesos, datos que estudiabas en Historia. Un
magnicidio.
En Dallas, habían
detenido enseguida como autor de los disparos a Lee Harvey Oswald, el sospechoso perfecto, un inadaptado, casado con una mujer rusa hija de un
militar de la KGB, pero pronto se corrió la especie
de que se trataba de una conspiración: del lobby petrolero, de la mafia, del FBI, de la CIA, de todos juntos, pero conspiración. Dos días después, ante las cámaras de
televisión de medio mundo, un hampón de medio pelo, confidente de la policía,
Jack Rubi, disparó contra Oswald cuando era trasladado a declarar.
Parecía que el
mundo iba a pararse de un momento a otro, sobrecogido por tanta insensatez y tal espanto.
Pero no se paró. Kennedy fue enterrado en el cementerio de Arlington y su
vicepresidente Lyndon B. Johnson ocupó su lugar en la Casa Blanca cuando aún
permanecía en la memoria de medio mundo la imagen del pequeño John-John Kennedy saludando al paso del cadáver de su padre.
En 1963 dos
superpotencias -EEUU y la URSS- se disputaban la hegemonía del mundo a pesar de que los agoreros
aseguraban que el mundo se acabaría con el milenio, en el año 2000. Resultó que
los agoreros tenían razón. Cuando estrenamos milenio no quedaba nada de lo que
había sido el mundo en nuestra juventud, incluso había desaparecido una de las superpotencias. Quizá el asesinato de Kennedy, impune
como tantos otros, fue el primer indicio de lo que se avecinaba: el principio del fin de aquel mundo.
En estos días están emitiendo varios documentales sobre la muerte de JFK en el canal +, uno de ellos habla de la "bala perdida" referido al primer disparo que se realizo y que no aparece por ningún lugar.
ResponderEliminarSaludos
Sí, hay balas desaparecidas y otras con trayectorias inverosímiles. Es difícil delimitar la verdad de la leyenda pero parece que confluyeron muchas circunstancias difíciles de explicar.
EliminarLa primera parte de tu exposición (el internado) es similar a la mía pero en aquellos tiempos algunas éramos curiosas y debo decir que la lectura fue muchas veces mi ventana de libertad.
ResponderEliminarLos Kennedy eran esa imagen de modernismo que nos brindaban las revistas, el tiempo nos hizo comprender que no es oro todo lo que reluce.
Saludos afectuosos
Me gusta verte por aquí, yo también he considerado siempre la lectura como una ventana de libertad.
EliminarLos Kennedy eran la modernidad absoluta en un mundo tirando a casposo.
Saludos.
Sin duda mucho de aquel mundo acabó en Dallas, y aún no hemos sido capaces de gestionar un mundo diferente, donde la glogalización, la economía financiera y las nuevas tecnologías marcan nuevas reglas de juego, aunque me parece a mí que los de la conspiración siguen teniendo la sarten por el mango.
ResponderEliminarUn beso
Sí, eso parece, tienen el mango, la sarten y el fuego. Y ya sabemos que a quien molesta se lo cepillan.
EliminarBesos, nena.
Desde aquel momento hasta ahora mucha agua ha pasado debajo del puente...y seguirá pasando...nosotros nos adaptaremos o no a esos cambios...pero así es el mundo...continua transformación....en el 63 desapareció algo más que un Presidente, una buena persona, ideas revolucionarias o no tanto, ideas de cambio, muchas cosas se fueron con él, pero otras aparecieron...y el mundo siguió andando...como siempre....besoooosss
ResponderEliminarEsperemos que lo que aparece mejore a lo que desaparece y logremos que el cambio sea a mejor.
EliminarUn saludo cariñoso.
El mundo lleva cayéndose y levantándose muchos años, en muchas épocas, a lo largo de los siglos. Seguimos repitiéndolo, tropezando una y otra vez.
ResponderEliminarLo de Kennedy, Contadora, es que fue televisado, y llegó al mundo entero. Sólo eso. Su carisma le hizo uno de los presidentes más populares, conocidos y fotografiados hasta el momento. Y murió en directo, en pleno escenario.
La vida siguió, como sigue siempre. Y vendrán otros peores, y otros como él, y otros mejores, y volverá a pasar lo mismo.
Pero hay que sonreir, porque aunque se repite lo malo, también se repite lo bueno. Y lo bueno, no lo olvides, es más abundante. Es lo que nos permite respirar cada día.
Tienes razón, "lo de Kennedy" fue el primer magnicidio televisado en directo pero si lo recordamos tanto es porque fue "nuestro" magnicidio y "nuestra" traición.
EliminarClaro que el bien y el mal se suceden. Desde el principio de los tiempos ha sido así y seguimos respirando. Incluso cuando nos apabullan las malas noticias.
Besos, nena.
¿Y Carrero Blanco? ¿No fue magnicidio, aunque viviera el bicho aún?
ResponderEliminarEse magnicidio, si lo es, también era "nuestro" ¿o no?
Carrero fue diez años después y para entonces nos habían dado algo de estopa (recuerda, los grises, aunque tú ni habías nacido) y habíamos perdido algo de la inocencia.
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