Cuando
la Pubilla era pequeña, su madre le leía un cuento antes de dormirse. Debía
tener dos o tres años cuando una noche nos la dejaron en la casa de Burgos,
donde había bastantes libros pero ningún cuento. Todo fue acostarla y la niña
pidió su ración de lectura. Buscamos desesperadamente, hasta que el colega
encontró un folleto con imágenes que resultó ser un catálogo de una exposición
del pintor Luis Sáez.
El
abuelo cogió el libro con la seriedad que requería el asunto y fue contando a
la niña su cuento, pasando las páginas a medida que el relato avanzaba. El
intento tuvo éxito porque, cada vez que la Pubilla se quedaba en aquella casa
reclamaba “su” cuento y el abuelo le contaba su historia. Nunca supe de qué iba esa historia porque ninguno soltó prenda. ¿De qué trata el cuento que te lee
el abuelo?, inquiría yo con la niña. ¿De qué va a tratar? De lo que tratan los
cuentos, respondía ella, que siempre ha sido un poco redicha. ¿Qué le cuentas?,
insistía con el colega. Pues un cuento, contestaba él. Aunque luego acumulamos
relatos infantiles, la Pubilla siempre solicitaba el suyo, personal e
intransferible. Y seguía con atención concentrada las palabras del colega. Y así
siguieron abuelo y nieta hasta que la niña aprendió a leer, se hizo con su
propio arsenal literario y pasaron a compartir lectura.
Entonces,
guardamos el catálogo de Luis Sáez y nos cuidamos de contarle la verdad a la
nieta. Hasta que hace unas semanas leí la noticia de que Javier Sáez del Álamo, hijo del pintor, había donado una parte de los cuadros de su herencia para obtener
fondos con los que financiar la educación de jóvenes de etnia gitana. Me pareció
un gesto de generosidad de Sáez hijo y creí llegado el momento de contarle a la
Pubilla la verdad de su cuento, del que ella guardaba un recuerdo muy vivo.
Es
un bonito final para tu cuento, ¿no?, le comenté. Está bien, dijo ella, con ese
laconismo de las adolescentes.
Empero,
no era el final. Estos días hemos visitado el descampado medieval de Rada, en Navarra. Dentro del recinto amurallado se conserva una iglesia dedicada a San
Nicolás en la que se ha dispuesto un Centro de Interpretación, protegido por
cuatro figuras que representan, con cierto realismo, centinelas de épocas
pasadas. Soplaba un cierzo inclemente, así que mientras el colega se entretenía
entre las piedras del poblado extinguido en el siglo XV, me dediqué a
fotografiar a los soldados.
De vuelta a casa, al ordenar las fotos, comento con el colega la rareza de la celada de uno de los centinelas que ya me había llamado la atención. ¿De dónde sale este soldado?, pregunto. El colega echa una ojeada sin mucho interés y contesta que será una figuración que han colocado allí de adorno. Pues el resto parecían muy bien contextualizados, comento. La Pubilla mira la foto y dice, con absoluta naturalidad: Ese es el soldado del cuento del abuelo.
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