Mantengo con la policía una relación ambivalente. Me muevo entre los
flash back de la peli de mi vida, corriendo delante de los grises y la
amabilidad de las patrullas –en moto, incluso a caballo- que recorren las
calles sonriendo a las ancianas y a los niños. Entre el repelús que en
ocasiones me produce pasar por el punto 0 de la Puerta del Sol, donde estuvo la
Dirección General de Seguridad en tiempos del difunto caudillo, y la
tranquilidad que me proporciona cruzarme con una pareja de jóvenes patrulleros.
Esta mañana me han llamado de la comisaría en relación a la denuncia
presentada el sábado. Quien llama es un chico y se expresa con una delicadeza
exquisita. Me informa que en la zona donde me robaron hay cámaras de grabación
y cabe la posibilidad de que haya quedado inmortalizado el asalto. No obstante,
sería conveniente que me pasara por la comisaría a ver el álbum de fotos de los
ladrones fichados por si reconociera a alguno.
- ¿Le importaría venir? Cuando usted pueda. Cuando le venga bien, insiste
el policía.
Quedo para esta misma tarde. Me presento en la puerta y dos minutos
después aparece un joven.
- Gracias por venir ¿Le ha incomodado mucho?, se interesa.
- No, no, tenía la tarde libre, respondo por decir cualquier cosa.
He llegado unos minutos antes de la hora convenida. Me pasa a una sala de
espera pero apenas me da tiempo a abrir el ebook cuando vuelve el joven a
buscarme.
- ¿Le ha afectado mucho el asalto?, pregunta.
- Se me va pasando, le digo.
La comisaría está en una calle céntrica, paralela a la Gran Vía. Es un
edificio un poco destartalado, muy cinematográfico –de cine negro-: pasillos
estrechos y despachos pequeños. El joven me conduce a uno de estos cuartos, donde
están dos chicas. Juraría que no llegan a la treintena, desde luego son más
jóvenes que mis hijas. Una de ellas está sentada ante un ordenador, en la única
mesa del despacho. A su lado, un álbum de fotos en blanco y negro. Lo abren y
me lo muestran, las típicas fotos de ficha, de frente y de costado: un book
profesional. Una de las chicas sale del despacho. Me sonríe como animándome.
Repaso las páginas, me resulta difícil superponer el recuerdo del
tironero –que se me va tornando borroso- con las imágenes de facinerosos que
muestran los fotografiados. Señalo a uno que se da un aire. El chico anota el
número y la mujer busca en el ordenador. Me muestra una imagen del señalado en
color, creo que no es. Sigo buscando. Señalo otro, repiten el trámite. Creo que
éste se parece más, pero tampoco estoy segura.
- ¿Qué porcentaje de seguridad cree tener?, pregunta la policía.
- Quizá un 30%, respondo, un poco avergonzada de mi incompetencia como
atracada.
- Lo siento, me quedé totalmente aturdida, me justifico.
- No se preocupe, es lo normal, me tranquilizan al unísono los dos
policías.
La mujer, que claramente es la jefa, me informa de que si lo identifico
como mi asaltante pedirán al juez una orden de detención, lo llevarán a
comisaría y me llamarán para una rueda de reconocimiento.
- Como en las películas, me aclara, varios para seleccionar y usted
detrás de un cristal.
- Ya, ya, respondo. Pero no estoy segura hasta ese punto…
Les recuerdo entonces lo que me dijo el policía que llamó esta mañana
respecto a la posibilidad de que se haya grabado en las cámaras de la calle.
- Quizá la grabación ayude más, aventuro.
- Esperaremos que nos entreguen las imágenes en dos o tres días, me
dicen.
Para ayudar a la identificación del asalto, me he puesto la misma ropa
que llevaba el sábado. También llevo en un pendrive fotos en las que se aprecia
cómo eran las piezas robadas. Me lo agradecen varias veces.
Yo me justifico de nuevo, realmente no he aportado gran cosa. Miro a la
mujer que me devuelve la mirada, franca.
Me gustaría decirle cómo me reconforta encontrar mujeres al mando también
en las comisarías –aunque sea en niveles medios-, cómo me alegra comprobar su
competencia, independientemente del resultado final del asunto que me concierne,
su eficiencia, su educación.
- Me hubiera gustado ser de más utilidad, digo al despedirme.
- Gracias por haber venido, responden ambos.
El chico me acompaña hasta la
salida. Nos cruzamos con otras personas, casi todas muy jóvenes.
Salgo a la calle. La tarde invita al paseo. Me pongo los cascos y conecto
la radio del móvil. Están hablando sobre el viaje de Camps a Japón, invitado
por una empresa a la que favoreció con ayudas públicas. Este tipo es que no
escarmienta, me digo. Alguien añade que ocho presidentes de las comunidades
autónomas se han llevado medio centenar de personas a una comida en Bruselas
con el presidente de la Comisión, Durao Barroso. Va a resultar que sólo los infelices
nos pagamos nuestros gastos. Mientras sigue el programa pienso en los jóvenes policías de la comisaría,
escasos de medios, escasos de personal.
A éstos también es a los que se les recorta cuando se rebaja el sueldo a
los funcionarios, cuando se recorta en personal.
Recortando, recortando, siempre se nos ve el c. a los mismos.
ResponderEliminarBesos
A ver si hay suerte y recuperas tu gargantilla, aunque supongo que el susto te va a durar más de lo que confiesas.
ResponderEliminarPilar: Nos lo tenemos archiconocidas sus partes pudendas.
ResponderEliminarValdo: La gargantilla la he dado por perdida. El susto, no.