En su libro “Trasos Montes”, Julio Llamazares diferencia entre turista, quien viaja por
capricho, y viajero, quien lo hace por condición. Me gusta creer que pertenezco
al segundo grupo. Me lo confirma que, en cuanto descanso de la última salida,
me entra una especie de remusguillo, un deseo de ponerme en camino, dondequiera
que sea, porque cualquier lugar me parece bueno.
Parte del encanto
del viaje es su preparación: elegir el destino, el itinerario, el alojamiento;
buscar información de todo ello, autores locales y libros que hablen de la
ciudad, del entorno; guías; almacenar todo ello en la tableta en modo “para
lectura fuera de línea”… La preparación del terreno.
Los autores
locales o quienes han escrito sobre el lugar que recorres te ayudan a conocer
su historia, a entender lo que ves, a comprender a sus habitantes, incluso si se
trata de relatos del pasado. El pasado resulta a veces es muy remoto, aunque el
tiempo transcurrido sea breve.
Acabamos de volver
de una expedición por la “esquina de las esquinas de Europa”, como la definió
el etnógrafo local padre Fontes, la
región de Tras os Montes y norte de Portugal.
Siguiendo a
Llamazares, entramos en el país por la carretera que va de Sanabria a Bragança.
La calzada está impecable –éste es uno de los cambios más visibles entre los
que se han producido en Portugal en las últimas décadas- pero el trazado parece
haber sido diseñado por alguien beodo, todo él es una sucesión de curvas.
Discurre el camino entre montes de considerable altura cubiertos de arbolado
tupido, escenario propicio del antiguo contrabando, protector de los viejos y
combativos maquis, a un lado y otro de la raya. Paramos para hacer fotos y vemos
pasar varios turismos, dos furgonetas, una moto, una bicicleta y un autobús de
viajeros. Pensábamos que íbamos a recorrer solos el camino pero resulta que la
carretera está transitada.
Estamos en la zona
más pobre y despoblada de Portugal pero hoy el sol luce radiante y cubre los
valles de una luz alegre. Pequeños, muy pequeños, pueblos se suceden a orilla
de la carretera. A la entrada de uno de ellos vemos un gamo agazapado en la
cuneta, el colega reduce la velocidad pero el animal, asustado, salta delante
de nosotros. Frenamos en seco, el colega sale corriendo detrás del animal, que
se ha internado en el bosquecillo cercano, por ver si se ha herido, y yo salgo
corriendo a ver si se ha golpeado el coche. No es que no me importe el gamo
pero tampoco es plan empezar el viaje con el coche golpeado. El vehículo está
ileso y, según parece, también el animal pues no queda señal de él en lo que
nos alcanza la vista.
Reemprendemos el
viaje con toda calma obligados por el trazado y para disfrutar del paisaje, que
a ratos es desolado pero no exento de grandiosidad y belleza. Refiere Llamazares
que Ortega y Gasset, después de un viaje por los montes de Guadalajara, se
preguntaba “¿Habrá en el mundo una tierra más pobre que ésta?”, a lo que el
escritor se responde: “Sí. Tras os Montes, en Portugal”.
La opinión de
Ortega pudo ser atinada, quizá, hace un siglo pero hoy los pueblos sorianos y
alcarreños no responden a esa descripción. Es probable que estén abandonados,
despoblados, pero la gente que permanece tiene una razonable calidad de vida y
servicios equiparables a una sociedad moderna (En la medida en que no
intervenga este gobierno, debería añadir). Otro tanto sucede en la comarca
lusa. La red de carreteras ha contribuido a modernizar los pueblos y a
homologar servicios públicos. En los veinte años transcurridos desde el viaje
de Llamazares Portugal y la región de Tras os Montes han cambiado no poco.
Ésta, como su
vecina Galicia, ha sido emisora tradicional de emigración. De ahí que ahora se
observen vehículos de matrícula foránea, la mayoría francesa, a orilla de la
carretera. No muchos, porque tampoco son muchos los vecinos de los pequeños
pueblos. En los valles se ven castaños, viñas y olivos, de los que se extrae un
aceite muy característico. El caserío es igualmente un espejo del de sus
vecinos gallegos y astures, edificios de piedra con amplias balconadas de
madera. De los trasmontanos se dice que son austeros y callados. No les queda
más remedio.
El camino y el
paisaje se animan a medida que nos aproximamos a Bragança, capital de la región
del alto Tras os Montes. En el cielo azul se recorta la silueta gris la imponente
fortaleza, del siglo XII. Estamos en la cuna de la última dinastía que gobernó
Portugal, el ducado de Bragança.
Bragança, para los
portugueses, Braganza para los españoles, es la capital de la comarca del alto
Tras os Montes. Está situada a 700 metros de altitud, en una colina de la
Sierra de Nogueira; su silueta se distingue fácilmente en la distancia por el
perfil inconfundible de su castillo.
Donde hoy se alza
la ciudad se asentaron con anterioridad los romanos. El emperador Augusto le
dio el nombre de Juliobriga, en honor a Julio César. Los celtas la llamaron
Brigantia, de dónde toman sus habitantes el gentilicio más común de
brigantinos. Las luchas entre musulmanes y cristianos la redujeron a ruinas.
Hasta que en 1130, fue adquirida por Fernando Mendes, cuñado de Afonso
Henriquez, un brigantino de pro. Fue Sancho I quien la reconstruyó, le otorgó
fueros en 1187, en 1199 la liberó del asedio de Alfonso IX de León y le dio el
nombre de Bragança.
En 1442, Pedro de
Portugal, duque de Coímbra, ascendió Braganza a ducado, que concedió a su
hermanastro Alfonso, hijo ilegítimo de Juan I, fundador así de la dinastía de
Braganza, que reinaría en Portugal hasta la abolición de la monarquía en 1910.
En 1445 se le concedió una feria franca y en 1446 el título de ciudad. En 1770
le fue concedida sede diocesana, que desde 1780 comparte con Miranda do Douro.
En las últimas
décadas su población se ha cuadruplicado, en parte por el despoblamiento de los
pueblos y en parte por el retorno de los emigrantes en Europa. Si se exceptúa
la ciudadela, Braganza es una ciudad moderna de casi 60.000 habitantes, con
calles amplias y buen comercio. Has de orientarte hacia la silueta del castillo
para convencerte de que te encuentras en una ciudad bimilenaria.
Todo cambia cuando
atraviesas la muralla por la Puerta del Sol y accedes a la explanada del
castillo. Ventajas del viajero moderno, puedes llegar hasta allí con el coche
pero, llegados a ese punto, lo mejor es que te apees y hagas el recorrido a
pie. Te encuentras en una ciudadela medieval magníficamente conservada. Una
ciudad –con sus casas blancas- dentro de la ciudad de Braganza.
El castillo data
del siglo XII y en su interior se guarda un museo militar. A la sombra del
fuerte se encuentra una picota medieval y a sus pies un cerdo de piedra, que
aquí llaman pelourinho. Al otro lado de la calle se levanta la iglesia de Santa
María, originariamente románica aunque reconstruido en el siglo XVIII, y, a un
costado suyo, aparece el Domus Municipalis, una construcción pentagonal, el
único ejemplo que nos ha llegado de la arquitectura civil románica en Portugal.
Aquí se celebraban las reuniones públicas y aquí era donde los hombres buenos resolvían
los conflictos que se suscitaban entre los vecinos.
La ciudadela se
conserva en aparente buen estado, prácticamente dedicada al turismo. Las murallas
tienen varios puntos de acceso y pueden recorrerse casi en su totalidad. Decidimos
entrar en una taberna con la pretensión de tomar café; no tiene café pero a
cambio nos ofrece una ginginha (licor de cerezas) elaborada por el propio
tabernero en un aparato que nos muestra. Las dos copas, un euro. En la pared
cuelga un letrero que reza así: Yo soy un gran cristiano y rezo 15 misterios
enteros para que Nuestra Señora me libre de los deudores. Pagamos religiosamente.
A la viajera le ha
traído a Braganza, además del interés por la ciudad, el eco de una historia
amorosa: la de don Pedro I y doña Inés de Castro, los amantes de trágica
historia, cuyos restos reposan en Alcobaça. Quiere la tradición que la pareja
contrajera matrimonio en la iglesia de San Vicente, situada inmediatamente
debajo de la ciudadela. Así que la viajera abandona la ciudad plenamente
satisfecha.
Si no lo has hecho
al llegar, párate un momento antes de emprender el descenso y contempla las
magníficas vistas que ofrece el altozano del castillo: esto es Tras os Montes.
Aún no conocemos esa parte de Portugal. Por cómo lo cuentas, nos debemos estar perdiendo lo mejor.
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