Enfilamos el
camino a Guimaraes por la misma autovía que el día anterior nos condujo a
Chaves, admirados aún por el encanto flaviense y por el magnífico trazado
viario que ha transformado totalmente las comunicaciones de Portugal. ¿Quién
dijo que el país era el hermano pobre de la península ibérica?
En Guimaraes se
distinguen fácilmente los distintos estratos históricos: el castillo
fundacional en lo alto, la ciudad medieval en la ladera y la ciudad moderna en
el ensanche del valle. La ciudad corresponde al distrito de Braga, a la
subregión del Ave y a la región del Norte. El núcleo urbano tiene una población
de unos 50.000 habitantes, y unos 160.000 el municipio, con sus 69 freguesias.
Se atribuye su
fundación a Vimara Pérez, vasallo del rey Alfonso III, impulsor de la
repoblación de su reino, de quien tomaría el nombre original de Vimaraes y de donde procede el
gentilicio más común de vimaranenses de sus habitantes (más raramente,
guimaranenses). Pero fue la condesa Muniadona Díaz, viuda de Hermenegildo
Mendes (o González), quien le dio vidilla al entonces villorrio, al construir un monasterio
en un terreno de su propiedad. Conviene recordar que los monasterios eran en la
época una especie de polo de desarrollo pues
requerían de trabajadores que a su vez fijaban la población del entorno. El
monasterio se convirtió luego en colegiata, un escalón por encima en el nivel
vip de aquellos siglos. También los nobles y monarcas le cogieron gusto al
lugar porque colmaron de privilegios al convento y el camino que unía los dos
polos de atracción, el castillo y el monasterio, la Rua de Santa María, devino
en la “Main Street” del poblado. Aún ahora, la rúa merece un paseo. El conde
don Henrique concedió a la ciudad el primer fuero nacional, se cree que en
1096.
Los viajeros
empezamos el reconocimiento de Guimaraes siguiendo el ejemplo de los
repobladores: de arriba abajo. El castillo es una mole imponente que parece
brotar del puro risco: una insurgencia pétrea. La torre del Homenaje data del
siglo X y tiene una altura de 28 metros, a la que rodean siete torres
cuadradas, levantadas en el siglo XV. En el interior encontramos un cetrero y varios
alcones, en plan ambientación interactiva. En un lienzo de la muralla, una
placa recuerda las vinculaciones lingüísticas luso galaicas, con frases de Pessoa y Castelao.
A un tiro de
piedra del castillo se levanta una pequeña iglesia románica dedicada a San
Miguel, del siglo XII. En su interior se conserva una pila bautismal en la que,
según la tradición, fue bautizado Alfonso Henríquez, primer rey portugués.
Cerca de la
iglesia y del castillo se encuentra el palacio de los Duques de Braganza,
construido por el primer duque en el siglo XVI. La construcción, con
sus 39 chimeneas, evoca la imagen de los palacios centroeuropeos. Fue
rehabilitado en la etapa salazarista como residencia presidencial y actualmente
guarda tapices, alfombras y mobiliario portugués; puede ser visitado.
Los viajeros
descienden al centro histórico por el camino que dejó trazado doña Muniadona:
la Rua de Santa María, una vía plagada de pequeñas y exquisitas tiendas, flanqueada de hermosos edificios, entre los que
destaca el antiguo convento de Santa Clara, que es el actual ayuntamiento, y que
desemboca en la Plaza de Santiago y el Largo de Oliveira. La Plaza de Santiago
es un espacio irregular, amplio y colorista, bordeada de casas antiguas, con
balconadas de madera. La Plaza de Santiago comunica con el Largo de Oliveira
por unos arcos que forman parte de una vieja casona de piedra, del siglo XVI,
otrora Palacio del Concejo.
Es atravesar esos
arcos y sentir que entras en un tiempo distinto. El Largo de Oliveira toma el
nombre de la iglesia que se levanta a un costado, sobre el monasterio fundado
por la condesa Muniadona. Fue el rey Juan I quien mandó edificar la iglesia en el siglo
XIV, en agradecimiento a la Virgen por su protección en la batalla de
Aljubarrota, ganada por los lusos frente a las tropas de Castilla. Los viajeros
pasan por alto la parcialidad de la Virgen y se dedican a admirar la torre
cuadrada, de tres niveles, construida en el siglo XVI.
Frente a la
iglesia de Nuestra Señora de Oliveira llama la atención un edículo gótico, que
llaman el Padrao del Salado. Data del siglo XIV y conmemora la Batalla del
Salado donde las tropas cristianas de los reinos de Castilla, Aragón y Portugal
derrotaron a los benimerines de la zona musulmana. El crucero fue donado por un
comerciante local.
Los viajeros se
sientan a disfrutar tranquilamente de tanta hermosura en uno de los cafés de la
plazoleta sin percatarse de que un equipo de televisión está rodando en la mesa
de al lado. El ruido que hacemos con las sillas obliga a interrumpir la
grabación. Pedimos disculpas pero el protagonista del rodaje nos responde con
suma amabilidad. La culpa es mía por invadir su espacio, nos dice. Lo nunca
visto en materia de cortesía. Luego observaremos varias interrupciones más sin
que nadie del equipo pierda la sonrisa. La viajera tiene la sospecha de que los
españoles hemos perdido mucho más de lo que creíamos con la secesión del reino
portugués.
Nada en Guimaraes
es grandioso o espectacular pero el conjunto está tan bien cuidado –quizá
porque en 2012 fue Ciudad Europea de la Cultura- que resulta sumamente
placentero callejear por su centro histórico, que no en balde es Patrimonio
Cultural de la Humanidad desde 2001.
En ese deambular
callejero llegarán los viajeros a un vértice de avenidas: a la izquierda, la de
Alberto Sampaio –artista que da nombre a uno de los museos de la ciudad- de
frente, el Largo de la República de Brasil, un bulevar ajardinado que permite
admirar la iglesia de San Gualter, con una fachada abombada neobarroca del
siglo XVIII y unas esbeltas torres del XIX, y a la derecha, la Alameda de San
Dámaso que conduce suavemente a la ciudad moderna.
La condesa
Muniadona sigue siendo recordada en Guimaraes, no sólo porque lleva su nombre
una de las plazas principales, en la que se alza su efigie, sino, más popularmente, porque son bastantes los
bares y lugares públicos bautizados en su memoria.
Cerca de la
iglesia de San Gualter puede tomarse un teleférico que dejará a los viajeros en
el santuario de la Peña, un alto desde el que se divisa la ciudad que se
reclama la cuna de la nación portuguesa.
Los viajeros se
alejan de Guimaraes con el deseo de volver para permanecer más tiempo, con el
recuerdo de doña Muniadona y, en alguna medida, hechizados por la hermosura de
su ciudad.
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