jueves, 4 de diciembre de 2014

Y allá en el frente, Estambul



Vamos con la segunda de las fotos a que me obliga el reto de Laura García: Estambul.

La antigua Constantinopla es, quizá con Jerusalén, una de las ciudades más fotogénicas que conozco, desde el punto de vista periodístico. Dondequiera que mires hay una imagen que colocarías en las páginas de un periódico,

esa ciudad moderna con sus rascacielos, 

sus ejecutivos y sus franquicias, para Economía; 

navegas por el Bósforo o te sientas en Tokapi sobre el Mármara y ves pasar los buques que navegan entre el Mar Negro y el Mediterráneo trasegando crudo o vete a saber qué en sus grandes panzas, esas fotos que están reclamando un hueco en Internacional; 

vas a Santa Sofía y remites las fotos a Cultura, o a Sociedad, o a Internacional. 

 

Estambul es una ciudad y son muchas ciudades, es Asia y es Europa, es laica 

y es musulmana, es moderna y tradicional. En Estambul, te sientas en cualquier lugar y ves pasar el mundo y la historia ante tus ojos. Estambul es una pura paradoja: 

esas escenas de una cotidiana familiaridad en las mezquitas; 

esas mujeres mayores vestidas a la occidental y esas jóvenes con la cabeza cubierta; 

 

el fumadero que frecuentaba el escritor francés -Café Pier Loti-, de cuyas paredes pende un cartel de prohibido fumar.

En Estambul es inevitable evocar los versos de Espronceda: Y va el capitán pirata, / cantando alegre en la popa, / Asia a un lado, al otro Europa, / y allá en el frente, Estambul. 

Allá en el frente, el Cuerno de Oro, la silueta de Tokapi, 

el puente y la torre Gálata –de la que dice la tradición que nadie puede considerarse verdaderamente feliz si no ha visto caer el sol desde su mirador.

Imágenes que hablan por sí solas, 

como la de esa mujer joven, a la que se presume hermosa, tapada hasta las pestañas con su despampanante chanel al hombro, bajo la mirada amenazante de su acompañante que nos impidió hacer la foto sino a la distancia; 

ese dúo policial que, por el contrario, posó alegre en su moto compartida; 

el vendedor del Bazar de las Especias, adelantado en las técnicas del buen vendedor que conoce a su clientela, -Teruel existe y Soria ya, reza el cartel-; 

el vendedor de rosquillas con su equilibrio imposible; 

 

el limpiabotas, tan parecido a los de cualquier punto del mundo, que bien podría prestar sus habilidades en la Gran Vía madrileña; 

 

ese niño que posa, marcial y valiente, en su ceremonia de abandono de la niñez, a punto de ser circuncidado; 

 

esos estudiantes que nos acompañaron hasta San Salvador en Chora cuando nos habíamos perdido -y resultó que se sabían las alineaciones del Barça, del Real Madrid y ¡hasta del Getafe!- a los que quisimos obsequiar por su amabilidad y rehusaron muy dignamente: somos turcos, nos dijeron, ufanos, a modo de explicación.

Imágenes que sugieren otras realidades paralelas, 

como el vendedor de banderas, protegido, aplastado u oculto bajo tanto nacionalismo; 

 

el soldado –una mano en el fusil, otra en el móvil- que monta guardia ante la Sublime Puerta, antaño representación del imperio otomano, hoy edificio administrativo civil.

La foto que traigo como número dos, en blanco y negro, es la foto de esa ciudad eterna, grande e íntima a la vez. Está hecha desde la terraza del hotel donde nos alojábamos, a medio camino entre la Mezquita Azul y la ribera del Mar de Mármara, donde nos refugiábamos a la caída de la tarde mientras se anunciaban las llamadas del muecín, primero de la mezquita de Sultanahmed, potente, poderosa, y luego de la que llamábamos la mezquita pobre, cerca del mar. 

Desde aquel mirador privilegiado veíamos encenderse la iluminación de la gran mezquita mientras el sol se apagaba en el horizonte y los barcos se convertían en pequeñas luciérnagas sobre el agua. 

 

El colega, que es buen relaciones públicas, había entablado amistad con el maître hasta el punto de que, tras servirnos la cena en la terraza, le traía un coñac turco, algo así como lo nunca visto. 

 No sé cómo se sentirían los visires en su palacio de Tokapi pero dudo que más afortunados que nosotros. 

A ese estado de plácida euforia corresponde la foto que encabeza el post. Sólo de vuelta a casa nos percatamos de la superposición de imágenes: allá al fondo, la costa turca asiática, el mar, los barcos, más cerca, el alminar de la mezquita pobre y la silueta de Sultanahmed reflejada en el cristal protector de la terraza. Un compendio del oasis estambulí en medio de una ciudad vertiginosa, hermosa y contradictoria como pocas. 

3 comentarios:

  1. Creo que tengo la obligación de volver.....

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    1. Harías muy bien. Y podrías aprovisionarte en el Bazar de las Especias.

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  2. Demasiada gente con hábitos, especialmente mujeres, ...y eso produce mucho vicio en/a regresar
    Chisst...

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