Y allá en el frente, Estambul
Vamos con la segunda de las
fotos a que me obliga el reto de Laura García: Estambul.
La antigua Constantinopla es, quizá
con Jerusalén, una de las ciudades más fotogénicas que conozco, desde el punto
de vista periodístico. Dondequiera que mires hay una imagen que colocarías en
las páginas de un periódico,
esa ciudad moderna con sus rascacielos,
sus
ejecutivos y sus franquicias, para Economía;
navegas por el Bósforo o te
sientas en Tokapi sobre el Mármara y ves pasar los buques que navegan entre el
Mar Negro y el Mediterráneo trasegando crudo o vete a saber qué en sus grandes
panzas, esas fotos que están reclamando un hueco en Internacional;
vas a Santa Sofía y remites las fotos a Cultura, o a Sociedad, o a Internacional.
Estambul es
una ciudad y son muchas ciudades, es Asia y es Europa, es laica
y es musulmana,
es moderna y tradicional. En Estambul, te sientas en cualquier lugar y ves
pasar el mundo y la historia ante tus ojos. Estambul es una pura
paradoja:
esas escenas de una cotidiana familiaridad en las mezquitas;
esas
mujeres mayores vestidas a la occidental y esas jóvenes con la cabeza cubierta;
el fumadero que frecuentaba el escritor francés -Café Pier Loti-, de cuyas
paredes pende un cartel de prohibido fumar.
En Estambul es inevitable evocar
los versos de Espronceda: Y va el capitán pirata, / cantando alegre en la popa,
/ Asia a un lado, al otro Europa, / y allá en el frente, Estambul.
Allá en el frente, el Cuerno de
Oro, la silueta de Tokapi,
el puente y la torre Gálata –de la que dice la tradición
que nadie puede considerarse verdaderamente feliz si no ha visto caer el sol
desde su mirador.
Imágenes que hablan por sí
solas,
como la de esa mujer joven, a la que se presume hermosa, tapada hasta las pestañas con su
despampanante chanel al hombro, bajo la mirada amenazante de su acompañante que
nos impidió hacer la foto sino a la distancia;
ese dúo policial que, por el
contrario, posó alegre en su moto compartida;
el vendedor del Bazar de las Especias,
adelantado en las técnicas del buen vendedor que conoce a su clientela, -Teruel
existe y Soria ya, reza el cartel-;
el vendedor de rosquillas con su equilibrio
imposible;
el limpiabotas, tan parecido a los de cualquier punto del mundo, que
bien podría prestar sus habilidades en la Gran Vía madrileña;
ese niño que posa, marcial y valiente, en su ceremonia de abandono de la niñez, a punto de ser circuncidado;
esos estudiantes que nos acompañaron hasta San Salvador en Chora cuando nos habíamos perdido -y resultó que se sabían las alineaciones del Barça, del Real Madrid y ¡hasta del Getafe!- a los que quisimos obsequiar por su amabilidad y rehusaron muy dignamente: somos turcos, nos dijeron, ufanos, a modo de explicación.
Imágenes que sugieren otras
realidades paralelas,
como el vendedor de banderas, protegido, aplastado u oculto bajo
tanto nacionalismo;
el soldado –una mano en el fusil, otra en el móvil- que
monta guardia ante la Sublime Puerta, antaño representación del imperio
otomano, hoy edificio administrativo civil.
La foto que traigo como número dos, en blanco y negro, es la foto de
esa ciudad eterna, grande e íntima a la vez. Está hecha desde la terraza del
hotel donde nos alojábamos, a medio camino entre la Mezquita Azul y la ribera
del Mar de Mármara, donde nos refugiábamos a la caída de la tarde mientras se
anunciaban las llamadas del muecín, primero de la mezquita de Sultanahmed,
potente, poderosa, y luego de la que llamábamos la mezquita pobre, cerca del
mar.
Desde aquel mirador privilegiado
veíamos encenderse la iluminación de la gran mezquita mientras el sol se
apagaba en el horizonte y los barcos se convertían en pequeñas luciérnagas
sobre el agua.
El colega, que es buen relaciones públicas, había entablado amistad
con el maître hasta el punto de que, tras servirnos la cena en la terraza, le traía
un coñac turco, algo así como lo nunca visto.
No sé cómo se sentirían los visires
en su palacio de Tokapi pero dudo que más afortunados que nosotros.
A ese estado de plácida euforia corresponde la foto que encabeza el post. Sólo de vuelta a casa nos percatamos de la superposición de
imágenes: allá al fondo, la costa turca asiática, el mar, los barcos, más
cerca, el alminar de la mezquita pobre y la silueta de Sultanahmed reflejada en
el cristal protector de la terraza. Un compendio del oasis estambulí en medio
de una ciudad vertiginosa, hermosa y contradictoria como pocas.
Creo que tengo la obligación de volver.....
ResponderEliminarHarías muy bien. Y podrías aprovisionarte en el Bazar de las Especias.
EliminarDemasiada gente con hábitos, especialmente mujeres, ...y eso produce mucho vicio en/a regresar
ResponderEliminarChisst...