Cada
generación tiene la tentación de inventar el mundo. Hacer tabla
rasa de la herencia y empezar de nuevo. Es lo que se llama adanismo.
Llegó Suárez en su momento, paró el Movimiento y dijo que lo suyo
era borrón y cuenta nueva. Llegó González, licenció al mismísimo
Karl Marx y se puso a escribir el génesis socialista. Llegó Aznar,
licenció a Fraga y nos explicó como se hace una guerra allende los
mares. Llegó Rodríguez Zapatero, retiró a González y se aplicó a
inventar el socialismo del siglo XXI. Llegó Rajoy -que, por si no lo
habéis notado, es el único presidente del gobierno de la democracia
que no tiene zeta en su apellido- despachó a Aznar y a Zapatero de
una tacada y se puso a inventar el capitalismo de nuevo cuño. Todos,
a la manera del padre Adán.
Con
el paso de tiempo, vamos descubriendo que casi todo está inventado y
que lo que falta es hacer bien lo que ya sabemos pero mientras, nos
han tenido entretenidos, convencidos de que estábamos descubriendo
la democracia y la política, todo a la vez.
Recientemente,
hemos descubierto con sorpresa la corrupción política, como si
acabara de ser inventada y como si fuera una infección venérea que
únicamente afecta a los políticos. Pues tampoco. Los políticos en
España tienen una larga cátedra de corruptos. Y los no políticos,
también. Por elegirlos y por su propia iniciativa.
La
relación de ejemplos es tan larga que deja la Enciclopedia Británica
como un tebeo. Pero, si paseáis por el centro de Madrid, en el
número 10 de la calle Redondilla, esquina con Mancebos, tenéis un
ejemplo palpable de que en materia de corruptelas, tenemos tradición.
Por lo menos, desde 1561.
En
ese año, el rey Felipe II decidió asentar su corte en Madrid.
Pasemos por alto la burbuja inmobiliaria que de un día para otro
dejó montada en Valladolid y ciñámonos a la nueva capital del
reino, que a la sazón era un poblachón perdido en la frontera de la
llanura manchega.
¿Cómo
acomodar a los funcionarios de la corte? Para facilitar el proceso se
estableció la “regalía de aposento”, norma que obligaba a todo
vecino no exento a ceder gratis la mitad de la superficie útil para
alojamiento de estos funcionarios. Previamente, el rey había
eximido de esta obligación a las casas privilegiadas, esto
es, las de los grandes propietarios, previo favor o donación a la
Casa Real.
En
tal tesitura, la picaresca nacional arbitró una solución
imaginativa que pasaba por ocultar hacia el exterior lo que contenía
el interior. Y así, se abrieron ventanas a distintos niveles de
forma que no había modo de saber cuántos pisos tenía la casa o se
construían tejados con gran pendiente, dando una imagen de poca
altura al exterior que se elevaba en los patios interiores. Se
trataba, en suma, de una forma de construcción planeada para engañar
a los inspectores municipales que, a la vista de esos trampantojos,
catalogaban las casas de “incómoda partición”, exentas de la
regalía de aposento.
Casas de la malicia se llamaron. Y se construyeron por cientos. Las de la
calle Redondilla se levantaron entre 1565 y 1590. Han sido muy rehabilitadas pero ahí están, como muestra de nuestra
tradicional honradez nacional.
Lo de hacer borrón y cuenta nueva, es algo consustancial con la evolución humana, ahora bien, los españoles somos bastante radicales en el tema, nuestra historia así lo dice.
ResponderEliminarSaludos
Me muero de la risa.
ResponderEliminarDespués de averiguar en Lerma cómo inventamos la burbuja inmobiliaria moviendo la Corte. Aprendo hoy cómo los plebeyos aprendieron a esquivar el abuso.
Si es que nos tenemos que querer, o declararnos independientes de nosotros mismos.
Besos