Cada
viernes, cuando la vicepresidenta del gobierno se enfrenta a la rueda de prensa
para dar cuenta de los acuerdo del consejo de ministros, me acuerdo de Blas de
Otero, aquel poeta que luchó durante toda su vida contra la dictadura con la
sola arma de la palabra. Me queda la palabra, me digo, evocando sus versos.
“Si
he sufrido la sed, el hambre, todo / lo que era mío y resultó nada, / si he
segado las sombras en silencio / me queda la palabra. / Si abrí los labios para
ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos
/ me queda la palabra”.
Veo
al ministro de turno, Montoro hoy, Báñez, Guindos, Soria, cualquiera de ellos,
cualquier viernes, y me digo que hemos de ser capaces de defender la palabra, tenaz,
insistentemente. Numantinamente. Defender su carácter de contrato, de compromiso
personal, defender el valor de la palabra dada. Para que nunca más promesa sea sinónimo
de mentira sino propósito de mejorar o cambiar las cosas.
Defender
también el significado, la significación y el significante de las palabras. Que
nadie nos engañe para defender lo contrario de lo que sostiene su discurso.
Debemos
un gran respeto a la palabra porque es lo que nos hace personas, lo que nos
permite comunicarnos con nuestros semejantes, lo que nos diferencia del resto
de animales. Las palabras nos definen, nos equiparan y nos diferencian. Nos construyen.
Así
que cuando todo esto termine, que alguna vez terminará, tendremos que empezar a
reelaborar el lenguaje para devolver a las palabras su significado original.
Para
quienes no tenemos ni pretendemos tener tarjetas opacas, ni cuentas en Suiza o
Andorra, quienes pagamos los impuestos en la confianza de estar contribuyendo a
una sociedad mejor, quienes nos hemos ganado la vida decentemente, quienes
creemos que la política es una actividad honorable y no una vía rápida para
enriquecerse a costa del bienestar común, quienes vamos por la vida de frente y
por derecho no tenemos más patrimonio que la palabra.
Veo
a Montoro torturar el lenguaje para que creamos lo contrario a la realidad, que
se puede apalancar los bienes públicos y ser honorable; maltratar la oración
para persuadirnos de que financiarse oscuramente y repartirse los dividendos es
lo propio de las entidades sin ánimo de lucro; le veo cómo apedrea el verbo
para demostrar que es lo mismo estar dentro que fuera si uno sabe utilizar lo
que conoce. Y me agarro a la memoria de Blas de Otero: nos queda la palabra.
Solo
nos queda la palabra. Nada más pero nada menos. Porque incluso los no creyentes
sabemos que lo primero fue el verbo.
gracias! como ya te he dicho alguna vez: leerte me hace sentirme menos rara...
ResponderEliminarasí que gracias!
y besotes!!