Para
ser periodista se requieren varias cualidades pero dos de ellas imprescindibles:
que te guste la profesión por encima de todo y tener la cabeza fría. Si te
gusta lo que haces no sientes como carga ninguna de las servidumbres que lleva
adherido el periodismo –la sobreexposición personal, en primer lugar-. Si no
tienes cabeza fría mejor que te dediques a otra cosa, porque lo que diga o
escriba un periodista quedará para los anales y puede ponerte en evidencia. Cualquiera
que quiera saber qué ocurría o quién era quién y qué hacía en los años pre-internet,
e incluso en la era google, tendrá que recurrir a las hemerotecas y leer lo que
un periodista escribió. Así que hay que tener mucho cuidado con lo que se firma
si quieres mantener el respeto de tu nieta.
No
voy a hacer una descripción idílica sobre el periodismo porque para mentir ya
está el gobierno. A los periodistas que vivimos la transición nos tocó un
tiempo apasionante –a ratos delirante, también- pero complicado. Pasamos de la
noche a la mañana de llorar la ausencia de un dictador –que se murió de viejo y si
no lo hizo en su cama fue porque no lo dejó su familia- a ser la quintaesencia
de la democracia. Todo, con los mismos protagonistas. Menos el difunto y Arias
Navarro, que hubo que despegarlo de presidencia del gobierno con fórceps, todos
los demás eran los mismos. Con el tiempo se fueron incorporando nuevas figuras,
partidos políticos antes prohibidos, pero los modos cambiaron poco.
Como
no habíamos aprendido el manual de instrucciones de la democracia sucedía a
veces que a alguien no le gustaba lo que escribías y trataba de explicártelo a
tortas. O a tiros, que de todo hubo. A esta menda le dispararon varias veces a
las ventanas de su casa con la sola intención de amedrentarla. A la tercera o
cuarta vez de reponer el cristal, avanzados ya los años ochenta, llamé al
comisario de policía –de nombre Pablo Leceta- para explicarle lo que pasaba.
Ay, ay, qué estarías escribiendo tú para que te disparen, me contestó el buen
hombre, como si me hubiera pillado en falta. Antes, el cabo de la policía municipal,
de nombre Felipe, me había advertido: Ten cuidado, que van a por ti y cualquier
día te descalabran. ¿Por qué, siendo policía, en vez de advertirme a mi no
adviertes a los que amenazan?, le pregunté. Yo te aviso, tú haz lo que quieras,
me contestó. Entonces las cosas eran así. Bien es verdad que sólo
excepcionalmente pasaban a mayores.
En
las pequeñas ciudades, donde la relación es más próxima, la transición se hizo
a base de complicidades, generosidad y muchos silencios. Tengo para mí que ese
fue un momento prodigioso del periodismo. Semanas hubo en que entrevistábamos al
difunto Garrigues Walker, a Suárez y a Juanjo Laborda. Otras, a Enrique Tierno Galván y Julio Anguita, éste incluso con sus hijos, adelantándose a la historia. Y todos tenían cosas
interesantes que decir.
Pero,
aparte de los primeros espadas de la política, vivimos de cerca la eclosión de
políticos locales: un registrador de la Propiedad, cabeza de lista del Partido
Comunista que financiaba al partido y a una asociación cultural, modelo donde
las haya. Un chico listo –de nombre Eliseo Cuadrao- que el mismo Laborda envió de
paracaidista en las listas del PSOE y que un día se largó a América sin avisar para
aparecer tiempo después dirigiendo la Casa de América en Madrid. Tardó meses en
despedirse del ayuntamiento. Un concejal centrista que contaba a quien quisiera
oírlo que su padre había estado en las cárceles franquistas; y resultó ser
cierto pero por malversación o estafa.
Naturalmente,
no todo lo que se sabe se publica. Cuando decía que la transición se hizo a
base de silencios recordaba una anécdota que vivió la periodista. El alcalde
del momento –centrista- necesitaba pactar con otro grupo, que le había pedido a
cambio la delegación del Hospital de los Santos Reyes. El titular de ésta era un edil también
centrista, amigo y perrunamente fiel al alcalde, pero que se oponía al pacto y
se negaba a ceder el cargo. Para abreviar el trámite, el alcalde se fue de
parranda con su concejal, lo emborrachó y en ese estado le hizo firmar su
renuncia. Por esas cosas del azar, hubo de ser la periodista quien le contara
al buen edil su condición de ex delegado, una vez despejada la melopea.
No
sólo eran políticos a mayor o menor escala: el pintor Vela Zanetti volvió de su
exilio dominicano y se asentó en Milagros dispuesto a recibir la pleitesía de
sus conciudadanos. La primera vez que me concedió una entrevista casi me
desmayo de la emoción. Más de tres horas de grabación en un estudio destartalado
y gélido de la casona familiar en las que descargó sus amarguras –había sido
testigo del asesinato de su padre en la guerra- su desarraigo y esa necesidad
imperiosa que tienen los artistas de ser reconocidos en grado superlativo. Luego
comprobé que todas sus entrevistas eran iguales, las mismas palabras, la misma
entonación, la misma necesidad de reconocimiento. Aún siento ternura al
recordarlo.
Artistas
y personajes peculiares. Hoy ha venido a refrescarme estos recuerdos la imagen
de Julián Ayala que Antonio Miguel Niño ha colgado en facebook. Julián, de nacionalidad
arandino y de profesión Julián Ayala, es un todo un personaje. No me extenderé
mucho porque Antonio, que tiene información reciente, ha prometido escribir sobre
él. Sí diré que tenía el armario más surtido que una vedette y que dondequiera
que fuera siempre iba trajeado ad hoc: de
militar, de frac, de lo que requiriera la ocasión. Es castizo, divertido y
amable y no se pierde una bajada y el pingado de la Cruz, rito tradicional que
en Aranda aún se mantiene. Tiene una casa o museo, siempre abierta a sus
amigos, a la sombra de la iglesia de San Juan.
¿Quién
hablará de ellos si no lo hacemos los periodistas, cronistas, al fin y al cabo,
del instante fugaz?
Ese
instante fugaz que recogió la cámara del fotógrafo Florentino Lara dejó para la
posteridad el momento en que Juan Francisco Bonilla, el registrador de la
Propiedad y líder del Partido Comunista, departía con Julián. Se diría que
Bonilla impartía doctrina y Ayala la acataba religiosamente pero no hay que
fiarse de las apariencias. Pero de esta foto, de septiembre de 1983, siempre me
llamó la atención la persona que está en segundo plano: Máximo Pastor,
sindicalista de CC.OO y entonces eterno segundón en las listas del PCE y luego
de Izquierda Unida, que mira con distanciamiento y cierta socarronería la
escena. Máximo era empleado de la factoría Michelín, un hombre discreto,
correcto y trabajador, nada amigo de protagonismos. No era mi amigo –los periodistas
y los políticos mezclan mal- pero cuando tantas veces oigo hablar de los
políticos corruptos pienso en Máximo Pastor y en quienes, como él, han entregado
la mitad de su vida y tantas energías a batallar por lo que creían era bueno
para los demás. Como defendía León Felipe, los periodistas estamos también para
contar estas cosas de poca importancia.
Bonitos recuerdos por un lado y cabreantes por otros.
ResponderEliminarUn abrazo.
Lo que en su día pudieran tener de frustrantes o cabreantes ha quedado superado por el tiempo. Para mí fueron unos años intensos y comprometidos y he sobrevivido con bastante fortuna.
ResponderEliminarDe lo que hicieran los demás no soy responsable.
Un saludo
Fabuloso!
ResponderEliminarNunca dejas de contar, es maravilloso.
¡Cuánto se te echa en falta, nena!
Eliminar¡Cuánto se te echa en falta, nena!
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