Miranda de Douro es una ciudad fronteriza separada de España por la raya del río que le sirve de apellido. La ciudad y sus 17 freguesías suman unos 7.500 habitantes. Pertenece al distrito de Braganza y a la comarca del Alto Tras os Montes. En la antigüedad perteneció a Astorga, de donde le ha quedado un dialecto propio, el mirandés, que tiene carácter oficial en la comarca.
Para quienes
llegan desde España, la ciudad aparece tras un recodo, en el impresionante
paisaje de los Arribes, colgada de un risco que debió hacerla inexpugnable. En
esta ocasión, los viajeros llegan a la ciudad desde Oporto, poco después de
Vila Real han abandonado la autovía para tomar el primer desvío que indicaba a
Miranda do Douro y han disfrutado de un estupendo trayecto casi en solitario entre valles y
montañas, atravesando de nuevo Tras os Montes.
Los viajeros traían
en la retina los viejos caminos que transitaron hace tantos años y tienen
dificultad para reconocer los parajes que en otro tiempo les fueron familiares.
Así, se encuentran en la Pousada de Santa Catarina, ahora rebajada a Albergue
pero igual de acogedora, desde donde contemplan los Arribes del Duero, el casco
antiguo y el aparato defensivo mirandés.
Porque, además de
su propia ubicación privilegiada, para mejor protegerse aún, entre los siglos
IX al XI, durante la reconquista del Duero, Miranda construyó una sólida
muralla y entre los siglos XIII y XV un castillo, de los que quedan restos de
una torre, algún lienzo y ruinas. El castillo fue arrasado en 1762 durante la
Guerra de los Siete Años, cuando las tropas españolas de Carlos III tomaron la
ciudad.
La actual catedral
de Santa María –que comparte sede con Braganza- se levantó a mediados del siglo
XVI sobre la anterior iglesia, del siglo XIII. Es el principal monumento de
Miranda, un edificio renacentista con dos torres que le imprimen un aire de
fortaleza. La grandiosidad de su interior, con tres naves separadas por
columnas y rematadas con bóvedas de crucería, la riqueza de sus retablos y
tallas –el retablo mayor es de la escuela de Gregorio Hernández- hablan a las
claras del esplendor de Miranda do Douro en el pasado.
Tiene esta
catedral un atractivo añadido: el Niño Jesús de Cartolinha, guardado en una
urna con todo un vestuario de época, una especie de hermano de Mariquita Pérez en versión piadosa. Se da la curiosa circunstancia de que en
Aranda de Duero, ciudad hermanada con Miranda, existe un “menino” muy similar, al
que allí llaman el Mediquín. En el caso del Niño Jesús de Cartolinha se trata de una ofrenda de gratitud por la protección divina a las tropas lusas en uno de sus enfrentamientos contra el ejército español. Al Mediquín de Aranda unos lo atribuyen la curación de una peste que asoló a los arandinos y otros que favoreciera un embarazo de reina a petición de la corona. Casos ambos de hiperactividad divina.
Adosado a la
catedral se levantaba el palacio episcopal. Las ruinas que se conservan expresan
bien lo que debió ser magnífico claustro. Los mirandeses han convertido estas
ruinas en un hermoso espacio ajardinado en el centro del cual se alza una
escultura en bronce de Antonio María Mourinho, persona a quien la viajera conoció,
admiró y apreció.
Miranda do Douro
ha tenido en el último medio siglo dos figuras cuasi taumatúrgicas: el ya
mencionado Antonio Mourinho, en el ámbito de la cultura, y Julio Meirinhos en
la política.
Mourinho había
nacido en 1917 y en 1941 se ordenó sacerdote. Fue destinado como párroco a Dos
Iglesias, freguesia cercana a Miranda, si bien su actividad se orientó siempre a
la promoción de la cultura popular y a la recuperación del patrimonio cultural
de la comarca. Así, en 1945 rescata una de las danzas tradicionales de la
comarca y funda el grupo de pauliteiros –Grupo Folklórico Mirandés de Dos Iglesias-Pauliteiros de Miranda-, que paseará por
toda Europa. Intervino en multitud de actividades culturales dentro y fuera de
Portugal en las que dio a conocer la cultura mirandesa: su lenguaje, su música,
su patrimonio artístico. Tuvo una participación destacada para que el dialecto
mirandés fuera declarado idioma oficial en la comarca, reivindicación que fue
asumida por Meirinhos en el ámbito político hasta su plasmación legal. En su
continuo deambular por la comarca fue recopilando piezas y utensilios que reunió
en el Museo de la Tierra de Miranda, del que fue su primer director desde 1982
hasta su muerte, ocurrida en 1995.
Meirinhos era un
joven abogado cuando ganó la alcaldía de Miranda do Douro. Se encontró al
llegar una población envejecida y casi iletrada y, aprovechando el empuje de la
aún reciente Revolución del 74, apostó por la recuperación cultural y las
relaciones exteriores. En el primer apartado tuvo en el Padre Mourinho un
cómplice siempre eficaz. El Duero fue su segundo aliado.
El regidor
mirandés empezó por asear la ciudad, mediante unas ordenanzas municipales
estrictas que impedían desafueros en la construcción o rehabilitación de
viviendas en el casco antiguo, hasta hacer de Miranda un núcleo de referencia
urbana dentro y fuera de Portugal. Luego, se convirtió en su primer embajador
buscando río arriba y río abajo alianzas y vinculaciones históricas y
culturales. Así se estableció la conexión con Aranda de Duero que concluyó con
el hermanamiento entre ambas localidades y continuó con organismos supranacionales.
Juan Abad, Leonisa Ull, por parte hispana, y Fernando Subtil, por parte
mirandesa, fueron colaboradores imprescindibles en aquel empeño.
Siguiendo el curso
del Duero, cientos de arandinos -y miles de españoles de las provinciales
limítrofes- viajaron a Miranda en aquellos años, disfrutaron de una actividad
cultural sorprendente en un pueblo que no alcanzaba los 10.000 habitantes, se
embelesaron en los paisajes salvajes que pueden contemplarse en los miradores
de la ciudad, recorrieron los pantanos con los que por aquí se aprovecha el
río, comieron bacalao dorado, se alojaron en la Pousada y volvieron cargados de
textiles variados, café, incluso muebles y los más variados objetos en bronce.
¿Cómo una ciudad
pequeña podía convertirse en un foco de atracción popular? Por la oferta de su
comercio, seguramente, pero también por su encanto. Porque pasear por sus
calles era –y es- sumergirse en el Medievo. Situarse en la Plaza de Joao III y
dondequiera que se mire encontrar un lugar hermoso: la capilla de la
Misericordia, hoy biblioteca pública, el Ayuntamiento, el Museo Etnográfico,
que antes había sido ayuntamiento y cárcel, con arcos de piedra en la planta
baja y galería de columnas en la planta superior. La calle de la Costanilla,
esquina con el museo, en la que se conservan viejas casonas, alguna del siglo
XV, con fachadas de sillería, como la Casa Burguesa o la de los Cachorros
Eróticos… La Rúa Mouzinho de Alburquerque donde estuvo la antigua aduana,
edificio de piedra del siglo XV con aportaciones posteriores, hoy Casa de
Cultura.
Miranda do Douro
tiene una historia y algunos monumentos interesantes, ruinas que hablan de
encuentros y desencuentros, pero lo que le hace atractiva es su apariencia de
lugar varado en el tiempo, sus calles medievales, sus casas blasonadas, sus
historias engarzadas en las esquinas y el retrato de lo que fue y de lo que
fuimos en su Museo de la Tierra. Bien pensado, ese es el legado del Padre
Mourinho y de Julio Meirinhos.
Los viajeros
rememoran en la Pousada tantas historias de aquellos años –gozosas las más,
algunas tristes- y ríen al evocar el certamen de música hispano-lusa que organizó
la Cámara mirandesa y en el que participó un cantautor burgalés, entonces joven
promesa de la canción protesta, émulo de Patxi Andión, que se proclamó ganador
de aquella primera y única edición. La joven promesa abandonó pronto las
veleidades musicales para encauzar sus inquietudes por la política y fue
sucesivamente concejal, alcalde y vicepresidente de Diputación. De cuando en
cuando, su imagen –alejada totalmente de cualquier frivolidad progre- aparece en
los periódicos locales, ahora como gestor de una de esas empresas
público-privadas que cobijan a los expulsados de primera línea de playa de la
política.
Finalmente, los
viajeros toman la carretera de Zamora y dejan atrás la vieja aduana, dedicada
ahora a la promoción del espacio verde Duero Internacional. Una vez cruzado el río, la frontera que une, el
apellido que identifica, la viajera se vuelve para mirar por última vez la
silueta de Miranda en lo alto de los Arribes, cierra cuidadosamente su mochila,
dedica un recuerdo a los amigos que se fueron definitivamente, se congratula de
haber vivido aquellos momentos, piensa en los visitantes de hoy y del futuro que se beneficiarán de aquellas iniciativas y emprende el camino de vuelta.
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