Cada cual escoge
un destino para viajar por las razones más diversas: porque vio una foto,
porque alguien le habló, por los atractivos que el lugar ofrece… Nosotros
llegamos a Oporto porque le tenemos ley al Duero y queríamos despedir al río en
el punto donde se funde con el mar. Lo habíamos intentado en invierno pero
nuestra visita coincidió con el paso de un temporal que nos ahuyentó sin
remedio después de pasarnos por agua. Así que teníamos que volver para resarcirnos.
Oporto es la
segunda ciudad más populosa del país, tras Lisboa. El núcleo urbano tiene unos
250.000 habitantes, que suben a casi dos millones si se tiene en cuenta el área
metropolitana. Se diría que cada vecino tiene al menos un coche, por los
atascos que se forman al entrar o salir de la ciudad, a pesar de la muy amplia
red viaria de acceso y de circunvalación. Una hora nos costó entrar y algo más
salir, cuatro días después. Una vez dentro, para moverse por el centro
histórico lo mejor es aparcar el coche en lugar seguro y utilizar cualquiera de
los transportes públicos que la ciudad ofrece: metro, autobús, tranvía,
funicular o barca.
Algo
imprescindible para recorrer Oporto es un calzado cómodo porque su trazado urbano
es una continua cuesta y el suelo, como el de Roma, un duro empedrado que
destroza los músculos mejor entrenados. Tampoco estará de más alguna prenda
ligera de abrigo, mejor si es impermeable, porque la humedad refresca al llegar
la noche y, con frecuencia, esa humedad se transforma en lluvia. Confiesa, no
obstante, la viajera que en su última estancia no cayó una gota –quizá para
compensar el diluvio invernal- y sólo una noche necesitó la rebequita.
Oporto es el
nombre castellanizado de Porto, la primera ciudad industrial lusa, esa que, al
decir popular, trabaja mientras Lisboa se divierte, Coímbra estudia y Braga,
reza. Su carácter comercial hunde las raíces en el tiempo y en la leyenda. Refiere
ésta que Cale fue uno de los argonautas griegos que fundó aquí un enclave
comercial. La historia constata que los griegos conocían un asentamiento de
nombre Cale ubicado en la orilla izquierda del Duero, cerca de su
desembocadura. Los romanos fundaron un nuevo puerto en lugar más propicio. Este
Portus Cale (puerto de Cale) derivaría en Portucale y acabaría dando nombre al
país. Invadida por los musulmanes, fue reconquistada y repoblada por el Reino
de León. Alfonso VI, concedió el condado Portulacense,
que se extendía del Miño al Duero y tenía en Oporto su capital, a su hija
Teresa, casada con Enrique de Borgoña. El hijo de ambos, Alfonso Henríquez,
sería en 1143 el primer rey independiente de Portugal.
Aquí casó Juan I
de Portugal en 1387 con la nieta del rey Enrique III de Inglatera, Felipa de
Lancaster, matrimonio que se plasmó en el Tratado de Windsor, la alianza
militar en vigor más antigua entre ambos países, modelo de intercambio
comercial –vino portuense por paños ingleses- que se estudia en las facultades
de Economía. De este matrimonio nacería en 1394 Enrique el Navegante. La gesta
de los descubrimientos enriqueció a Portugal y la convirtió en centro europeo
del comercio marítimo, convirtiendo a Oporto en cabeza de su industria
naval.
Oporto se opuso a
la unión de Portugal y España en el periodo de 60 años que ambos países fueron
uno solo. Así, en 1580 se puso de parte del Prior de Crato contra Felipe II y
en 1640 apoyó la revuelta de Lisboa, que zanjó la unión peninsular. El XVIII
fue el siglo de oro portuense, la mayoría de sus edificios neoclásicos y
barrocos datan de esa época, la de mayor esplendor industrial y comercial, vinculado
a su famoso vino.
Tiene la ciudad
una acreditada fama liberal y progresista y tradición de lucha por los derechos
civiles en el siglo XIX. En 1820, aquí surgió un levantamiento militar que
acabó con la monarquía absoluta y dio paso a una constitución liberal. El rey
Pedro IV de Portugal y I de Brasil se apoyó en la ciudad en su lucha contra los
absolutistas. En 1919, durante el breve intento de independencia de Lisboa
protagonizado por Paiva Couceiros, se convirtió en capital provisional del
Norte de Portugal. En 2001 fue, junto a Rotterdam, Ciudad Europea de la
Cultura.
Los viajeros
empiezan su recorrido por el centro histórico de Oporto, que en 1996 fue
declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Como primera medida, nos
dirigimos a la catedral, situada en un risco sobre el Duero, con aspecto de
torre defensiva. Es el edificio religioso más importante de una ciudad que, sin
ser Braga, está bien dotada de iglesias. Comenzó su construcción en el siglo
XII y ha sido transformada a lo largo de los tiempos. La estructura y la
portada son románicas, el claustro –cuyas paredes están decoradas con azulejos
azules- y la capilla de San Juan, góticos y la mayor parte de la seo, barroca.
Es monumento nacional.
La portada se abre
a una amplia explanada en el centro de la cual se alza un humilladero barroco.
A un costado de la plaza se levanta el palacio episcopal, una mole en el perfil
urbano portuense. Desde la baranda de la plazuela se contemplan bellas
panorámicas de la ciudad. De ahí parte una escalera que acaba en la Ribeira
pero los viajeros vienen muy castigados por las escaleras de Braga y optan por
pasear en la dirección contraria, hacia la estación de Sao Bento. Antes, pasan
por la Oficina de Turismo, bien pertrechada de información en el idioma que se
demande.
En la distancia,
la estación de ferrocarril es un edificio imponente pero su auténtica riqueza
la constituye su decoración interior: la historia de Portugal explicada en la
típica azulejería portuguesa. Veinte mil azulejos decorados por el pintor Jorge
Colaço. Un primor.
En el lugar se
aprecia el latir de la vida local: el tráfago de la estación se disuelve en las
distintas vías que hacia abajo conducen a Ribeira, de frente hacia la Baixa y a
la derecha llevan a la Plaza de Batalha y la zona comercial. Cualquier opción
es buena pero antes de alejarse conviene echar un vistazo a la iglesia de los
Congregados y su hermosa fachada de azulejos. Cerca de aquí, en dirección a
Batalha, los viajeros se topan con otra fachada igual de espectacular: la de la
iglesia de San Ildefonso.
A un costado de
esta iglesia se abre la famosa calle de Santa Catarina, la calle comercial por
excelencia. Por si hubiera duda al respecto, ahí está la omnipresente Zara para
demostrarlo. Los viajeros se deleitan con las primorosas tiendas tradicionales,
que han acertado a conservar su aire entre modernista y decadente, y buscan refugio
en el famoso Café Majestic.
Este café ante el
que se fotografían por miles los turistas –e incluso los viajeros- es una
institución en Oporto. Inaugurado en 1921, fue centro de reuniones y eje de la
vida cultural y política de la ciudad. Su decoración interior y sus lámparas art nouveau lucen todo su esplendor
después de la restauración acometida en 1994, tras unos años de decadencia. Resulta
placentero tomar un capuchino o un té en este lugar donde, pese al trasiego
turístico, parece haberse detenido el tiempo un siglo atrás.
La calle Santa
Catarina es peatonal por lo que los viajeros se animan a seguir por la misma
rúa hasta alcanzar la capilla de las Ánimas, con sus paredes azulejadas. El
barroquismo del interior tiene su punto en la mujer que ofrece literatura
religiosa.
Torciendo a la
izquierda se llega al mercado de Bolhao, el viejo mercado central de Oporto.
Fue construido entre los años 1914 y 1917 y está reclamando una restauración
pero se mantiene totalmente activo, con puestos de verdura, fruta, pescado,
flores y quincalla variada, frecuentados por los portuenses. El entorno del mercado
está plagado de restaurantes y de comercios tradicionales. La viajera sucumbe a
la tentación de entrar en A Pérola de Bolhao, establecimiento que en 2017 cumplirá un siglo, y sale de allí cargada con
legumbres, dulces, quesos y bacalao como para dar de comer a una familia
numerosa. Tras el mostrador, tres personas se han afanado en responder a sus
preguntas y en proporcionarle consejos culinarios. De buena gana se hubiera
quedado el resto de la mañana, aunque sólo fuera a pegar la hebra.
Muy cerca de aquí
se encuentra la Avenida de los Aliados, donde los portuenses dejaron plasmada
su idea de apogeo económico, a finales del XIX y comienzos del siglo XX. Preside
el bulevar un edificio señorial, que es el ayuntamiento de la ciudad. La
avenida desemboca en la Plaza de la Libertad, presidida por una estatua
ecuestre del rey Pedro IV, aquél que fue emperador de Brasil.
En la plaza nace
la calle de los Clérigos, coronada después de la enésima cuesta por la iglesia
del mismo nombre y su famosa Torre, de 75 metros de altura. Una escalera de 240 peldaños conduce a la balconada que culmina la torre si se desea
contemplar la ciudad desde las alturas. La viajera midió sus fuerzas y llegó a
dos conclusiones: que le habían gustado las vistas de los tejados desde la
plaza de la catedral y que había tenido dosis suficientes de escalinatas con
las de Braga.
En cambio,
aprovechando una de las escasas planicies que ofrece la ciudad, los viajeros se
acercan a la iglesia del Carmen y pasean por sus jardincillos antes de
acercarse al edificio de fachada neogótica ocupado por la Librería Lello,
inaugurada en 1906 y considerada una de las tres librerías más bellas del
mundo. Los viajeros han procurado llegar pronto pero parece que no lo suficiente. Cientos
de turistas les han tomado la delantera y pugnan por hacerse un hueco en el
–relativamente- pequeño establecimiento. Cuando conseguimos entrar resulta
complicado acercarse a sus bien pobladas estanterías y ni pensar en buscar un
libro. Acceder a su famosa escalera circular, que ocupa el centro del local,
requiere de una estrategia cuasi militar. Un grupo de orientales hacen cola en
la caja para abonar los souvenirs que repartirán entre sus amistades, presumo.
Busco al colega para bromear sobre estos hábitos de turista cuando le descubro
presto a pagar varios imanes con motivos literarios, así que me guardo las
ironías. La Librería Lello era famosa antes de que J.K.Rowling se pusiera a
escribir pero el hecho que de que la escritora residiera un tiempo en Oporto y
que su descripción de la biblioteca del colegio de Harry Potter remita a la
librería portuense ha hecho subir los enteros del establecimiento hasta el
punto de convertirla en un fenómeno de masas. Un letrero advierte que está
prohibido hacer fotos y la viajera vuelve a calzársela procurando no perder la
sonrisa.
A este paso, voy a terminar como el Tenorio: Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, y en todas partes dejé memoria bronca de mí...,comento con el colega pero él, como hace en estos trances, finge no conocerme, y me encuentro hablando sola en la puerta de la famosa librería, sin que nadie preste atención a mi soliloquio.
A este paso, voy a terminar como el Tenorio: Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, y en todas partes dejé memoria bronca de mí...,comento con el colega pero él, como hace en estos trances, finge no conocerme, y me encuentro hablando sola en la puerta de la famosa librería, sin que nadie preste atención a mi soliloquio.
Desde aquí hasta
el barrio de Ribeira es todo cuesta abajo así que los viajeros optan por ir
paseando sin mayor dificultad. De este modo descubren el encanto de la calle de
las Flores, con sus casonas antiguas. Por la Rua de Ferreira Borges llegan a la
Bolsa, edificio de corte neoclásico, de finales del siglo XIX. Se levantó sobre
las ruinas del convento de San Francisco y actualmente es sede de la Asociación
de Comerciantes de Oporto pero puede visitarse. Vale la pena.
Tras la Bolsa se
encuentra la iglesia de San Francisco, de origen románico pero con factura
gótica y ornamentación barroca. Es famosa su escultura policromada que
representa el Árbol de Jessé, considerada una de las mejores del mundo en su
género. En el interior de la iglesia hay una profusión de tallas doradas.
Cuentan que en su decoración se emplearon más de 300 kilos de polvo de oro. Era
tal su ostentación que durante un tiempo el templo estuvo cerrado al culto por no poder
resistir la comparación con la pobreza reinante en derredor suyo. La viajera
rumia algunas consideraciones acerca de la acumulación de riquezas
eclesiásticas que guarda para sí, pues considera que ya ha tenido suficientes discusiones
“teológicas” en Braga.
Con el espíritu
ligero nos encaminamos hacia Ribeira, en busca deun restaurante donde comimos el primer día de 2014
y del que guardábamos buen recuerdo: El Postigo de Carvao, en la Rua de la
Fonte Taurina, a la orilla del Duero. El almuerzo nos confirmó en el
reconocimiento. Baste decir que nos sirvieron una “tapa” de tripas –callos con
alubias blancas- que bien hubiera bastado para comer una persona.
Las tripas es uno de los platos típicos hasta el punto de que tripeiros es el otro
gentilicio –después de portuenses- con el que son conocidos los naturales de
Oporto. Deben tal apelativo a su generosidad durante la preparación de la
conquista de Ceuta en 1415, cuando los vecinos entregaron a los expedicionarios
cuanta carne había en la ciudad, reservándose para ellos únicamente las tripas
o callos, que elaborarían “a la portuense”. Además de las tripas, el bacalao a la Gomez de Sá y
la francesinha son las especialidades culinarias de Oporto. Sobra decir que un
viajero que se precie no puede abandonar la ciudad sin haberlas probado.
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