La viajera ha oído
varias veces en boca de portugueses ese aserto según el cual mientras Coímbra
estudia, Lisboa se divierte, Oporto trabaja y Braga reza. Por si hubiera dudas,
respecto a la inclinación religiosa de la ciudad, en Guimaraes ha visto un
eslogan sobre “la católica Braga” en los autobuses urbanos. O sea, que llega
advertida.
Braga es la
tercera ciudad más poblada de Portugal, tras Lisboa y Oporto. Unos 180.000
habitantes residen en la capital del distrito del mismo nombre y hasta 800.000
en el área metropolitana.
La ciudad fue
fundada por los romanos en el siglo II antes de la era cristiana, con el nombre
de Bracara Augusta, que acabaría convertida en capital de la provincia romana
de Gallaecia. Después de los romanos pasaron por aquí los suevos, los visigodos
y los árabes hasta la reconquista por Alfonso I de Asturias. En el reparto que
Alfonso III el Magno hace entre sus hijos, a Ordoño le cae el reino de Galicia
y fija su capital en Braga pero con la muerte de su hermano García, Ordoño
herederá el reino de León, que se anexiona Galicia y Braga pierde la
capitalidad. Cuando en 1139 Alfonso Henriquez obtiene la independencia de
Portugal Braga se desvincula definitivamente de España.
La archidiócesis
bracarense fue fundada en el siglo III con jurisdicción sobre todos los
obispados de la Gallaecia. Aquí se celebraron varios concilios, entre ellos el
que en el 563 condenaba el priscilianismo. Quiere la tradición que fue el
obispo San Martín de Braga quien en el siglo VI convirtió al cristianismo a la
tribu local de los suevos y, para evitar los nombres paganos de los días de la
semana, introdujo la costumbre, aún vigente, de designarlos con el orden
numérico tras el domingo, lunes es segunda-feira, martes, tercera-feira y así
sucesivamente.
Tras el paréntesis
de la dominación musulmana resurge la archidiócesis en el 1070, disputándose la
preeminencia con el clero compostelano. La catedral primitiva fue destruida por
el terremoto de 1135. La actual es el principal monumento de la ciudad y está
bajo la advocación de Santa María. Conserva una magnífica portada románica
oculta tras un pórtico gótico del siglo XV; en realidad la catedral es una
superposición de estilos, a pesar de lo cual mantiene una cierta concordancia. En
la construcción intervino Joao de Castillo, uno de los arquitectos del
monasterio de los Jerónimos de Lisboa. A los viajeros les gusta el airoso
remate de las torres.
En el interior de
la catedral no se pueden hacer fotos, hábito que se va extendiendo por todo el
orbe católico, con mejor cumplimiento que alguna de sus encíclicas. En la
bimilenaria seo bracarense varios individuos se encargan de que nadie caiga en
la tentación. Naturalmente, la viajera se gana una bronca cuando intenta el
primer disparo. Creo que no hemos entrado con buen pie en la ciudad porque,
aparte de lo que nos ha costado encontrar un lugar para aparcar, sólo se
autoriza una hora de aparcamiento al cabo de la cual hay que renovar el tique,
lo que nos obligará a andar yendo y viniendo para evitar la actuación de la
grúa que pasa amenazadora.
Pelillos a la mar,
tras la visita a la catedral, iniciamos el paseo por la Puerta Nueva, abierta
en la muralla en 1512, si bien el arco actual data del siglo XVIII. Seguimos el
paseo por la Rua do Souto, la principal arteria turístico-comercial, en
dirección a la Plaza de la República. En la calle se abre una plazoleta que
llaman Largo de Palacio. Este palacio fue sede de la República Bracarense,
abolida por la primera reina de Portugal en 1790. Destaca en el centro una
artística y airosa fuente.
La Plaza de la
República es una especie de enorme embudo, cuya parte más estrecha está
ajardinada, y que se cierra con un airoso edificio conocido como Arcada. Este
punto debe ser el lugar de reunión de naturales y visitantes; en esta ocasión
se encuentra ocupada por diversos espacios comerciales y puestos de venta de
libros, lo que impide contemplar la perspectiva urbanística e incluso dar un
paseo por la plaza.
Braga es rica en
patrimonio artístico si bien, de los treinta puntos de interés que señala el
folleto que proporciona su oficina de turismo, dieciocho tienen carácter
religioso, la mayoría barrocos. Tiene también una decena de museos y, según
asegura la información local, es considerada uno de los centros culturales más
importantes de Portugal. Así será.
Los viajeros han
llegado a Braga con la intención de contemplar cuanto de bello ofrezca la
ciudad pero muy especialmente, la catedral y la escalera del Buen Jesús así que
comen apresuradamente para evitar la actuación de la grúa y salen sin más hacia
el monasterio, que se encuentra a cinco kilómetros de la ciudad.
A pesar de que
Braga es una ciudad con tirón turístico, las indicaciones no son su fuerte. O
los viajeros son de fácil pérdida, que también puede ser. El caso es que,
después de preguntar varias veces y ser amablemente dirigidos, llegan a una
explanada que en nada se parece a lo esperado en el Buen Jesús.
A la viajera le da
mala espina una enorme efigie del papa Juan Pablo II –que no es santo de su devoción-
que preside una plazoleta desde la que parte lo que parece una escalera casi
infinita. No sé yo si éste andoba puede llevarnos a algún sitio de provecho,
comenta al colega, señalando a la hiperrealista escultura papal. El colega,
hombre ponderado por naturaleza, reprocha a la viajera su inquina anticlerical
y le echa una charla, que dura aproximadamente hasta la mitad de la escalinata,
acerca de la historia de las iglesias, que la viajera se conoce al dedillo. Es
posible que yo sea más anticlerical que Santiago Carrillo, admito, y que Juan
Pablo II –que en paz descanse, me permito añadir- no tenga nada que ver pero
estoy segura de que el Buen Jesús no tiene cúpula redonda y lo que está allá
arriba, sí, aclaro. El colega comprueba que, en efecto, el templo que aparece
en lo alto luce una hermosa y blanca cúpula que, según comprueba en la guía, no
tiene el famoso Buen Jesús pero, ya puestos, propone culminar la escalinata. La
viajera sopesa pros y contras y opta por callarse y seguir al colega.
En efecto, en
algún punto del camino nos hemos desviado y hemos acabado en el santuario de Sameiro, visitado por el susodicho papa en 1980, en cuyo recuerdo se erigió
tamaña estatua dos años después. Parece que el templo es lugar muy frecuentado
por los bracarenses, que tienen abundancia donde elegir en esta materia. Desde
arriba se contempla el ensanche moderno de la ciudad. Me permito bromear con el colega para que pose “con Braga a los pies”
pero él ha iniciado el descenso y ni se vuelve.
Desandamos el
camino hasta encontrar el Buen Jesús, con un calor de justicia que no creíamos
encontrar en estos lares. Cientos de bracarenses y no pocos foráneos han
elegido el mismo destino y se disputan –nos disputamos- la escasa sombra de la
primera hora de la tarde. Cuando llegamos al monasterio lo encontramos cubierto
por una malla, pues están realizando obras de restauración. A los viajeros este
detalle no les importa demasiado pues el valor artístico de la iglesia es
escaso; les importa más comprobar que se hallan en el punto superior de la
famosa escalinata barroca mandada construir por el arzobispo de Braga en 1722 y
finalizada en el siglo XIX, cuando buscaban el efecto arquitectónico de abajo a
arriba.
Inasequibles al
desaliento, toman el funicular que une el final de la escalinata con la base
–mil peldaños en total- a la búsqueda de la imagen deseada. El trayecto es
breve pero no quiero ni pensar en lo que debe ser hacerlo por la escalera tramo
tras tramo. “Los verdaderos peregrinos”, informa la guía que llevamos, “suben
la escalera de rodillas, pero la mayor parte de la gente asciende a pie o en
antiguo funicular”. Con lo que se demuestra, una vez más, que hay gente para
todo.
A la viajera aún
le tiemblan las piernas de la escalinata anterior cuando el funicular les deja
en la parte inferior. Preguntamos de nuevo por la escalera barroca y nos
indican en aquella dirección. Hacia allí nos dirigimos pero lo único que
encontramos es una hermosa floresta por la que pasea gente con aspecto relajado.
Los dioses confunden a quienes quieren perder, le digo al colega, quien debe
andar igual de cansado que la viajera porque se da la vuelta y enfila de nuevo
al funicular.
Aún haremos un
nuevo intento, ya con el coche, para encontrar la escalera, igualmente
infructuoso. El colega, de mejor humor, culpa a la viajera. Esta es una ciudad
religiosa y se han percatado de que no eres de los suyos, dice. En vista de lo
cual, los viajeros abandonan Braga a punto de ebullición y totalmente agotados,
pensando que habrá que dar una nueva oportunidad a la ciudad. Pero no
necesariamente pronto.
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