Pablo de Pablo, el Barriles
En la orilla derecha del río Duero, a su paso por Aranda, hay un
espacio de recreo con juegos infantiles, bancos, un bar y un pequeño
embarcadero con varias barcas amarradas. Es el Parque del Barriles.
¿Quién era el Barriles?, me pregunta Valdomicer. Y su pregunta me
sorprende como si fuera imposible que alguien no conociera al Barriles. Estoy
por decirle que mire en san google pero me adelanto y resulta que no aparece.
¿Cómo es posible que la red de redes no recoja el nombre de uno de las personas
que mejor sabía echar el aparejo en las aguas dulces de esta tierra?
Entonces busco en mis papeles y resulta que hace ya 14 años que nos
dejó Pablo. Pablo de Pablo se llamaba pero todo el mundo lo conocía por el
apodo familiar: el Barriles. Los Barriles eran una familia que vivía a la
orilla del Duero, cerca del Bañuelos y conocía la naturaleza mejor que el cura
el padrenuestro. Vivían de la naturaleza, de hecho, de todo lo que producía y
ofrecía la naturaleza. Furtivos, se llamarían ahora, pero a la vez cuidadosos
del medio ambiente. Suyos eran los mejores conejos, cuando en el monte de La
Calabaza aún los había, suyos los mejores cangrejos, cuando los había también. Suya
la protesta más encendida cuando el ayuntamiento permitía talar el monte nada
más que porque sí.
Y suyas eran las barcas que atracaban a la orilla del río, a un tiro de
piedra de la casa familiar. Las barcas del Barriles eran obra suya, de Pablo.
Él las armaba, él las cuidaba, él las manejaba. A veces por voluntad propia,
por el placer de recorrer el río sólo o acompañado de sus amigos, reservadísimo
el derecho de admisión. A veces para cumplir algún encargo del ayuntamiento,
quitar una rama que estorbaba, limpiar algún obstáculo. También para sacar a algún
ahogado, que en aquellos años el Duero se cobraba varias víctimas cada estío. Y
siempre, siempre, cerca de la cucaña en fiestas, para ayudar, por si acaso. El
Barriles era un Neptuno de agua dulce.
Con el tiempo se montó un chiringuito junto al embarcadero, al que se
añadieron unas mesas de madera y unos bancos, adonde íbamos sus amigos, con los
que compartía almuerzo, especialmente en las fiestas de Aranda, o merienda, al
caer la tarde. Pablo tenía la socarronería propia de la tierra y esa pizca de
mala leche que mortifica pero no ofende. No tuvo una vida fácil, le rozó la
peste de la colza y enviudó con seis hijos pero siempre tuvo el ánimo de mirar
hacia adelante y a nadie cargó con sus penas. También tuvo tiempo de conocer Cuba
pero una noche se acostó y no volvió a levantarse. Lo encontró muerto uno de
sus hijos.
Su chiringuito se convirtió en una concesión administrativa que el
ayuntamiento gestiona. Es más grande y está bien cuidado, seguramente, pero
aunque lleva su nombre, no es lo mismo sin el Barriles.
Enjuto, renegrido por el sol y el aire, Pablo tenía la virtud de ser
amigo por igual de chicos y grandes, sin distinción de clases. A los únicos que
no soportaba era a los pretenciosos, los listos de nacimiento.
Cuando la viajera era niña, cada verano ella y su pandilla local tenían
que cargar con un veraneante madrileño, hijo de militar, con más aires de
grandeza que años. Su abuela nos lo endilgaba y nosotros lo soportábamos más
mal que bien. Él presumía de su vida en Madrid y nosotros tratábamos de epatar
a nuestra manera hasta el punto de emprender fechorías, por el sólo placer de
asustarle. Una tarde, se nos ocurrió desenganchar una de las barcas que Pablo
tenía amarrada en el embarcadero y, sin encomendarnos a nadie, dar un paseo por
el río.
- Nosotros, esto lo hacemos todas las semanas, fanfarreamos.
En plena navegación perdimos uno de los remos y acabamos en la presa de
don Publio, donde alguien nos vio y dio el aviso y de donde nos rescató el
propio Barriles.
- No os pego una hostia porque no quiero mancharme la mano de mocos,
nos dijo el bueno de Pablo al vernos aguantar el tipo, embarrancados allí de
mala manera.
- Le advierto que si me pone la mano encima, mi padre le puede montar
un consejo de guerra, le retó el madrileño.
El Barriles, que estaba enganchando un nuevo remo en la barca varada,
se incorporó con toda parsimonia, miró al chico, nos miró a nosotros con aire
de regocijo y no dijo más que hay que joderse con el madriles. Después volvió a
su tarea, desembarazó la barca, le encomendó los remos a Paco, que era el
mayor, y mandó que le siguiéramos. Al llegar al embarcadero, el Barriles ató su
barca con toda cachaza, esperó a que Paco situara de costado la nuestra y nos
tendió la mano para ayudarnos a saltar a la ribera. Cuando el nieto hizo ademán
de saltar, le cogió por el cuello del jersey y lo depositó en tierra como a un
pelele. Sin soltarle, nos miró a nosotros, que permanecíamos quietos en la
orilla, se volvió a él, adelantó la mano con la que le sostenía, levantó el pie
y le dio una patada en el trasero que le hizo salir trastabillando varios
metros.
- Cuando veas a tu padre le enseñas el culo, y si quiere algo más, ya
sabe donde puede encontrarme, que él conoce bien la marca.
Luego, nos miró a nosotros, que nos habíamos quedado parados como
pasmarotes y nos dijo: Como os vuelva a ver por aquí, os rompo la crisma, ya lo
sabéis. Así que echamos a correr hacia la carretera y seguimos corriendo hasta
la Plaza, seguidos por el nieto.
Lástima que Miguel Delibes se orientara hacia el norte de Burgos en vez
de hacia el sur y se perdiera la ocasión de conocer al Barriles porque hubiera
compuesto un personaje más profundo que el señor Cayo, más ingenuo que el padre
del Nini. Pablo el Barriles. No aparecerá en internet pero permanece indeleble
en la memoria de sus muchos amigos.
¡Enhorabuena! Has conseguido que Pablo "El Barriles" esté en San Google bendito.
ResponderEliminarEn Google nada es definitivo.
EliminarYa lo has puesto tú, y por lo que cuentas sin duda lo merecía.
ResponderEliminarUn beso
Google se le quedaba pequeño.
Eliminarcomo dice pilar, ya lo has puesto tú... y tu relato es una maravilla!!
ResponderEliminarmuchos besos!!
Merecía estar. Siempre pienso: ¿Quién hablará de mis amigos cuando hayamos muerto?
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