La bajada del ángel: Nuestro trozo de cielo
Entonces medíamos el acontecer
cotidiano y el paso del tiempo con la medida de las fiestas. Por San Antón
sabíamos que los mayores empezaban a sacudirse la modorra del invierno. La
procesión de Santa Águeda marcaba el terreno de las mujeres casadas y, a la
manera de las actuales revistas del corazón, aprovechaba el paso para dar
cuenta del movimiento demográfico- bodas, nacimientos, defunciones- y de los
cambios sociales -enfermedades, curaciones, distanciamientos afectivos, llegada
de forasteras-. San Marcos -los niños descalzos- anunciaba, casi siempre con
desajuste, la llegada del buen tiempo. La Cruz de Mayo reclamaba el agua
necesaria para el campo, pero su lento, lentísimo paso certificaba, de manera
más evidente, que el mozo que bailaba ante ella había abandonado
definitivamente la infancia para ser admitido en la cofradía de los adultos. La
romería de San Isidro era el último respiro de los labradores antes de empezar
de lleno las tareas del campo. La noche de Animas arrastraba consigo la soledad
del invierno, mientras las campanas de Santa María tañían hasta el alba, -ton,
ton, ton- los viejos aprovechaban para repetir antiguos relatos con la muerte
como protagonista... -ton, ton, tooon- y los niños nos acurrucábamos al
brasero, fingiendo dormitar para que no se nos notara el sobresalto. Por San
Roque se hacía el balance de la siega y en la Virgen se festejaba la cosecha
reuniendo a los miembros dispersos de la familia para ir primero a la procesión
y, luego, a los toros. La bonanza del año se medía en los carteles. Si el grano
no llenaba los silos, la feria se liquidaba con dos novilladas y poco más. El
paseíllo del Viti era un indicativo razonablemente satisfactorio, si toreaban
los hermanos Girón tampoco había ido mal el año. Si la cosecha había sido el
acabóse, se contrataba al Cordobés. Cuando Aranda se hizo industrial empezaron
a venir todos ellos, sin atender a cómo se hubiera dado la cosecha, pero para
entonces el tiempo había empezado a medirse exclusivamente al dictado del
calendario. Y la mayoría de nosotros había dejado atrás la niñez. De aquellas
celebraciones que señalaron nuestra infancia, y la infancia de muchas
generaciones que nos habían precedido, creo que la única que se conserva tal
como la soñamos, la vivimos y la recordamos es la bajada del ángel.
La bajada del ángel siempre fue
una fiesta eminentemente infantil. Más aún, para los niños de aquel Aranda que
no alcanzaba los diez mil habitantes y medía sus días en el discurrir del agua
y en el color de la tierra, la bajada del ángel era la fiesta por excelencia.
Es preciso advertir que los niños de entonces teníamos en la calle nuestra sala
de juegos y en el acontecer de la vida nuestro mejor espectáculo. Por
inverosímil que resulte, carecíamos de televisión, de la que sólo sabíamos que
era una especie de armario con cine dentro que se había inventado en América.
Carentes de referentes técnicos, no teníamos ninguna fe en aquel híbrido de
radio y cinematógrafo, un cajón con música e imágenes. El artefacto nos era tan
lejano como los cohetes a la luna, que también se habían inventado o estaban a
punto: apenas una mención en el NO-DO. Puestos a señalar, nos eran mucho más
próximas las cabalgadas de John Wayne (léase, please, Yon Buein) por el far-west,
que entonces era todavía el legítimo lejano oeste y no el desierto de Almería.
Para los niños de entonces la calle era nuestra, con perdón. Y la fantasía, una
realidad cotidiana.
Y para fantasía, la bajada del
ángel. Salvadas las distancias, era como una primaveral mañana de los Reyes
Magos, de la que, además, éramos testigos. El atractivo de esta celebración era
múltiple. A la diversión de los preparativos sucedía la emoción de la propia
bajada y la incertidumbre de la despedida. Los preparativos empezaban en el
momento en que los empleados del Ayuntamiento trasladaban los artilugios
celestiales desde los almacenes municipales a la fachada de Santa María. Con la
meticulosidad de una ceremonia ritual, nos acercábamos a aquellos cachibaches
tal como los sioux se aproximaban al fuerte del Séptimo de Caballería: con
sigilo y conocimiento del terreno. Cuando nuestra curiosidad superaba los
límites que los empleados municipales consideraban razonables, nos espantaban
sin mucho miramiento. ¡Venga de aquí, que no hacéis más que estorbar! Entonces
reculábamos hasta la acera para hacer recuento de nuestros descubrimientos.
Siempre había alguien dispuesto a asegurar que el globo de ese año era más
grande que nunca, mientras otro aseguraba haber visto cómo el ángel hacía
malabares con las palomas. Sentados en la acera, seguíamos atentamente todas
las maniobras de los operarios: el anclaje de los andamios, el enclavado de las
maderas, el tensado de la cuerda... El miércoles acompañábamos nuestra
presencia con el ruido de las carracas. El sonido de la carraca, como el sabor
de las torrijas, eran los signos que identificaban la Semana Santa. ¡Peste de
chicos, andad a dar la murga al cura!, nos ahuyentaban cuando el estrépito
subía de tono.
Nuestra condición de testigos
habituales no mermaba la sorpresa ante la obra terminada. Cuando, finalmente,
se cerraba el armazón y se cubría con aquellas maderas pintadas de blanco y
azul, las mismas que habíamos tocado en el suelo, las mismas que conocíamos de
otros años, el escenario celestial se convertía a nuestros ojos en un auténtico
trozo de cielo. Invariablemente, de manera subrepticia o por las buenas, nos
acercábamos al muro para ver si dentro del cubil descubríamos al ángel
ensayando su bajada. Es evidente que no estábamos en absoluto maliciados.
Luego, sólo quedaba esperar el domingo.
Las generaciones jóvenes no
saben cuánto han de agradecer a quien decidió demorar el inicio de la bajada
del ángel porque, hasta entonces, nuestros domingos de pascua estuvieron marcados
por una madrugada inclemente que no atendía a fiestas ni vacaciones y antes de
las diez de la mañana nos obligaba a estar acicalados -y ateridos- con las
galas de verano.
A esa hora, con puntualidad religiosa, la procesión del
Resucitado salía de Santa María para encontrarse en el centro de la plaza con
la imagen de la Virgen enlutada. En ese momento se repetía el prodigio. Nuestro
trozo de cielo empezaba a cobrar vida. Siguiendo una bien pautada tradición,
aquella puerta circular, por la que se deslizaba el globo, rara vez se abría al
primer intento. El ángel, que no quiere salir, advertía alguien. Tras un
forcejeo con los cables y las poleas, finalmente, se abría para dar paso a una
peculiar nube esférica que se deslizaba varios metros sobre el suelo, a veces
lentamente, otras a trompicones, hasta el centro de la plaza.
En el momento
supremo, el globo, como la puerta, también se resistía a la apertura. Lo cual,
lejos de desalentarnos, añadía mayor misterio a la ceremonia. ¿Saldrá, por fin,
el ángel? ¿Se habrá fugado esta vez? ¿Habrá decidido permanecer en el cielo?
Naturalmente, el ángel acababa saliendo. Aturdido y asustado, pero salía. No
menos aturdidas salían las palomas para desaparecer, rápidamente, en los
tejados próximos.
El ángel descendía pataleando sobre el aire, en lo que a
nosotros nos parecía un vuelo majestuoso, hasta posarse cerca de la Virgen y
tomar el paño negro que daba por concluido el luto cuaresmal. Según la
disposición de ánimo de quien moviera el juego de poleas, el ángel revoloteaba
más o menos sobre la multitud reunida en la plaza. Tres amagos era lo
razonable. Luego se posaba en el suelo suavemente, o así lo intentaba,
incorporándose a la procesión bajo las andas de la Virgen, cuyo velo portaba.
De cerca, el ángel -con su túnica, sus rizos y su coronita blanca- tenía una
expresión entre desvalida y asustada, por la impresión del reciente vuelo, sin
duda.
Nosotros le mirábamos con una
mezcla de admiración y complicidad. Dada nuestra proverbial ignorancia de la
historia, apenas habíamos oído hablar de Diego Marín Aguilera, el vecino de
Coruña del Conde precursor de la aviación, y, como el parapente aún no se había
popularizado y tampoco habíamos descubierto el puenting, nos parecía que el
vuelo rasante sobre la plaza de Santa María era una hazaña de mérito que no
estaba al alcance de cualquiera. Aparte de ese meritoriaje, el ángel no dejaba
de ser un colega. Por grande que fuera nuestra ingenuidad, y a fe que lo era en
dosis superlativas, resultaba inverosímil ver descender de las alturas a un
ingeniero de Caminos, Canales y Puertos con toda la barba. El ángel era, al fin
y al cabo, uno de los nuestros.Cuando la procesión se disolvía
en el interior de Santa María comprendíamos que había terminado nuestro
protagonismo. Quienes habíamos compartido la emoción de ver nacer ese trozo de
cielo y luego salir de él un ángel que realmente volaba, soltaba palomas, cogía
el velo de la Virgen y bajaba a la procesión, nos dispersábamos cada cual a
nuestro barrio para incorporarnos a la rutina familiar, la comida de pascua, la
obligada cortesía con los forasteros, si los había, y al día siguiente, vuelta
a clase. Ese mismo lunes los empleados del Ayuntamiento desmontaban el juego de
poleas y se llevaban nuestro trozo de cielo. La plaza de Santa María quedaba
reducida a un lugar de paso. En los meses siguientes, la chavalada a veces
coincidíamos en la plaza, comprando pipas a la señora Estefanía, o en la cola
del cine, sacando las entradas para "la infantil" y cruzábamos un
"hola" o un "qu´iay".
Como sucedía con los Reyes
Magos, a medida que íbamos creciendo la magia del ángel iba diluyéndose. La
frontera terrible de los diez años venía a marcar el momento del alejamiento. A
partir de esa edad uno venía obligado a mirar las cosas con un principio de
escepticismo y de espíritu crítico. Las tablas eran sólo tablas que a veces se
repintaban ante nuestros ojos, las cuerdas eran cuerdas, el globo era el mismo
globo de siempre y hasta el ángel empezaba a estar demasiado crecido para tales
menesteres. Los más avisados apuntaban su dosis de censura social.
"Siempre son los mismos los que se juegan la vida. ¿Habéis visto alguna
vez que haga de ángel el hijo del alcalde o del gobernador?" Aquellas
consideraciones acababan por apuntillar nuestro entusiasmo. Entrábamos en la
adolescencia con dos certezas terribles, a saber, los Reyes no venían de
Oriente sino que eran los padres y el ángel no surgía de nuestro trozo de cielo
sino que en algún lugar de Aranda vivía un chico que cada año "hacía"
de ángel.
Así fuimos desprendiéndonos de
nuestra ingenuidad y se nos fueron revelando otras verdades no menos terribles.
Con las primeras ausencias en los preparativos adquirimos conciencia de la
proximidad de la muerte o del desarraigo de la emigración. Me parece que fue
así como empezamos a intuir que teníamos toda una vida por delante y aprendimos
que a veces uno se va de los lugares que ama. Hasta que un día nos descubrimos
a nosotros mismos repitiendo lo que tantas veces habíamos oído de los mayores,
¡cómo pasa el tiempo!
Hoy la bajada del ángel es una
fiesta de interés turístico, que cada domingo de pascua atrae a miles de
arandinos y forasteros, muchos de ellos desplazados de otros países y de
continentes lejanos. Años ha habido que "nuestro" ángel ha aparecido
en la televisión, ese armario doméstico con imágenes que ahora nos acompaña
indefectiblemente todos las horas de nuestros días. No quiero ni pensar lo que
sucederá cuando los japoneses lo descubran. Porque, vamos a ver, ¿cómo
explicarles que "eso" que ellos fotografían compulsivamente fue para
muchos de nosotros nuestro pequeño y particular trozo de cielo?
Nuestro trozo de cielo... Ese que forma parte del camino de nuestra vida, esas costumbres que eran creencias de nuestro entorno. De alguna manera esas vivencias forman parte de nuestro sentir, de ser lo que somos. Todo cambia pero en muchos pueblos de esta piel de toro hay lugares a los que siempre vuelves en algún momento del año, puede que ya no se parezcan a nuestros recuerdos ni a nuestras creencias pero siguen siendo el nexo de unión de familias y amigos, intentando asegurar que las generaciones jóvenes den continuidad a los conocimientos, valores e intereses que nos hace diferentes aunque vivamos bajo el mismo cielo.
ResponderEliminarUna hermosa entrada. Saludos afectuosos
Sí, ya sabes que no tenemos más patria que la infancia.
ResponderEliminarUn gusto verte por aquí.
Que divertido, y que triste crecer.
ResponderEliminarBesos