Andamos
tan enfrascados en el día a día que con frecuencia se nos pasan las cuestiones
trascendentes. El último día de enero fallecía Carl Djerassi, uno de los padres
de la píldora anticonceptiva. Djerassi tuvo una vida plena de satisfacciones:
además de sintetizar el principio químico –la hormona noretisterona- que
permitió regular el ciclo menstrual de las mujeres, escribió obras de teatro y
noveles y reunió una notable colección de cuadros de Paul Klee, que había
donado al Museo de Arte Moderno de San Francisco y al Albertina de Viena, su
ciudad natal.
A
él y a los científicos que intervinieron en el descubrimiento científico las
mujeres les debemos gratitud infinita. En buena medida, ellos nos proporcionaron
la libertad más apreciada: la de la maternidad. La píldora anticonceptiva oral
combinada, universalmente conocida como la “píldora”, nos permitió decidir de
manera autónoma, como una elección estrictamente personal, si queríamos ser
madres o no. Y si queríamos serlo, cuándo.
Fue
un paso decisivo en la autonomía personal de millones de mujeres en todo el
mundo. Se comercializó a mitad de los años 60, con no pocas dificultades. En algunos
Estados de la avanzada Norteamérica inicialmente no se dispensaba a mujeres
solteras. A España llegó a finales de los sesenta pero sólo a partir de octubre
de 1978 pudo adquirirse legalmente como anticonceptivo. Hasta entonces, las
mujeres debían contar con la complicidad de los ginecólogos, que la recetaban
bajo cualquier excusa, y siempre con receta. La mayoría de los farmacéuticos
declararon una guerra santa contra la famosa pastilla y muchos se declararon “objetores
de conciencia” en la materia. La casuística de aquellos años da para muchos
sainetes.
Tres
años antes de que se modificara el artículo 416 del Código Penal para legalizar
el uso de la píldora, en 1975 se calculaba que 500.000 españolas la utilizaban
para regular su fertilidad, cifra que se duplicaba en un lustro. Había empezado
una época de decisiones personales.
Que
la tierra acoja y sea leve a Carl Djerassi. Con agradecimiento.
Aparte de las dificultades para que un médico te la recetara, estaba la mala cara que te ponía el boticario o lo que se decía en la calle de aquellas que las tomaban, en aquella época mi esposa. Creemos que todo ha cambiado, pero me si no me equivoco, aún tenemos alguna farmacia que se niego por cuestiones religiosas a vender este tipo de producto.
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