Entre
los obituarios de El País se lee hoy el de Marcelo Morén Brito, un
nombre poco conocido para los españoles pero de resonancias trágicas
para muchos miles de chilenos. Morén Brito fue un militar que
traicionó el juramento de lealtad a la República de Chile y el 11
de septiembre de 1973 se unió a los rebeldes que tomaron el palacio
de la Moneda, sede de la presidencia del gobierno, de donde el
presidente Salvador Allende salió cadáver. Morén fue uno de los
que arrasaron la Universidad Técnica del Estado, donde se habían
refugiado profesores y estudiantes de izquierda -Víctor Jara, entre
ellos- para resistir al levantamiento militar. Dos meses después, ya
formaba parte de la cúpula de la DINA, la policía represiva. A
finales de año, dirigía Villa Grimaldi, uno de los mayores centros
de tortura y desaparición de detenidos.
A
Villa Grimaldi fueron conducidas Ángela Jeria, viuda del general
Bachelet, torturado y asesinado por los militares golpistas, y su
hija Michelle, entonces una joven de 23 años. Ambas fueron
torturadas pero lograron salir vivas.
Recuperada
la democracia en Chile, un día Michelle Bachelet reconoció entre
sus vecinos a su antiguo torturador. Ella y sus familiares siguieron
cruzándose con Morén Brito en el ascensor hasta que fue detenido y
condenado a penas de más de 300 años por violación de los derechos
humanos.
La
vida ofrece a veces ironías sobrecogedoras: el militar desleal ha
ido a morir el 11 de septiembre, 42 años después de su traición,
mientras Michelle Bachelet preside el gobierno chileno, elegida por
sus compatriotas.
No
es la única coincidencia fatal para los torturadores. Mi abuela
contaba con muchos pormenores la historia de un falangista que
durante la guerra civil destacó por la ferocidad de sus crímenes.
Era uno de los que decidían las sacas, esa selección macabra entre
los vecinos, sin más justificación que la voluntad de quienes se
habían levantado contra el gobierno de la República, uno de los que
disparaban contra hombres y mujeres indefensos y los arrojaban a una
fosa común en el monte de Costaján, en las afueras de Aranda de
Duero.
Finalizada
la guerra, el falangista sufrió un ataque de apendicitis, acudió al
hospital y los médicos decidieron trasladarlo a Burgos para ser
intervenido. Pero cuando la ambulancia llegaba a Costaján, el médico
dijo al conductor, date la vuelta porque ya no es necesario seguir;
se murió junto a los que había matado, relataba mi abuela, que
añadía una frase enigmática: porque Dios no se queda con lo de
nadie.
En
aquellos años, Dios debía andar algo distraído llevando las
cuentas de cada cual porque, al contrario que en Chile o Argentina,
en España nadie pidió cuentas a asesinos y torturadores. Sus
víctimas y las familias de sus víctimas, se los encontraron a
diario en el ascensor y en la calle sin poder reclamar no ya
justicia, sino el cuerpo de sus deudos. Pinochet, en Chile, murió procesado y Videla,
en Argentina, murió en la cárcel. Aquí, ni siquiera hemos
conseguido enterrar con dignidad a nuestros desaparecidos.
¿Que se puede esperar, cuando un expresidente de España y dice que socialista, manifiesta que Pinochet, cumplía los derechos humanos mejor que el actual presidente de Venezuela?, me siento abochornado y dice mucho de todos aquellos que hoy le siguen.
ResponderEliminarSaludos