Mi
amigo Tomás es castellano viejo, sensato, prudente e inteligente. Me
gusta oirle hablar porque, aunque no siempre coincido con su opinión,
siempre ofrece una manera interesante de ver las cosas.
Hace
unos días, Tomás escribió una carta en la que enumeraba las
múltiples virtudes de los catalanes, evocaba momentos emocionantes
vividos en aquella tierra y concluía con una profesión de fe
catalanista en la que había mucho de emoción personal y colectiva.
Al
mismo tiempo, el director de cine Fernando Trueba recibía el PremioNacional de Cinematografía y en su discurso afirmaba que no se
sentía muy español. “Debo confesar que, culturalmente, Cervantes
me gusta, pero no más que James o Balzac. Me gusta Velázquez, pero
también Rembrandt. La música que me gusta es el jazz. Debo estar
equivocado. Tengo conflictos con la palabra nacional”.
Confieso
que en nuestra casa los Trueba son como de la familia. Nos gusta el
cine que hacen, los libros que escriben, su manera respetuosa de
estar en la vida. Para hacerse una idea del grado de proximidad
recordaré que cuando nos encontramos a David, el pequeño de los
hermanos, lo que ocurre con alguna frecuencia, no me preguntes por
qué, el colega le saluda con un: ¿Qué haces aquí, golfo? Y el
bueno de David le explica al colega qué es lo que hace en ese punto
y hora.
Pues
bien, entre Tomás y Fernando me han puesto en el dilema de
plantearme quién soy. Como Tomás, admiro a los catalanes, me gusta
su manera de afrontar la vida, su carácter emprendedor, su capacidad
de gestionar los problemas, su tolerancia, su apertura intelectual,
su inconformismo, frente al fatalismo de otros pueblos.
La
primera vez que fui a Cataluña fue en el verano de 1956 y, con
Franco aún reinante, aquello parecía mucho menos cutre que en el
resto del erial. La burguesía catalana era culta, La Vanguardia era
un gran periódico, existían pistas de patinaje y otras canchas
deportivas y la gente que acudía cada fin de semana a la Barceloneta
dejaba la playa limpia porque depositaba sus restos en las papeleras.
Yo nunca había visto cosa semejante.
A
medida que fui creciendo me fui aficionando más a lo catalán. Allí
aprendí la importancia del orden, de la organización, la utilidad
de saber qué se espera de la vida y cómo conseguirlo. Aunque esto
es menos relevante, en Cataluña descubrí el mar, se me declaró mi
chico y me casé. Y hasta hace poco, que he descubierto otras
alternativas también muy ricas, creí que no había en el mundo
mejor cava que el catalán.
Pero,
como Trueba, también tengo problema con los nacionalismos. Cuando,
muerto el general, los nacionalistas tomaron la Generalitat y luego todo lo demás me
pareció que Cataluña empezaba a teñirse de un tono provinciano y hasta
La Vanguardia dejó de ser el gran periódico europeo que había sido
para convertirse en un vulgar medio más.
Al
nacionalismo catalán se le enfrentó enseguida el nacionalismo
español. Los nacionalistas apelan a lo que nos diferencia en el bien
entendido que ellos y lo suyo es mejor. Y así llevamos años cada
cual midiéndose lo suyo a ver quién lo tiene más largo. Nadie nos
quiere, todos nos pegan, es el lema que identifica a unos y otros.
Una fatiga, un aburrimiento y una pérdida de tiempo.
No
encuentro ninguna razón por la que sentirse orgulloso de haber
nacido en cualquier lugar. ¿Qué mérito tiene haber nacido aquí o
allá? ¿Qué tiene de peor un murciano que un vasco, un extremeño
que un catalán? ¿Por qué un español habría de ser mejor que un
holandés?
El
ser humano es gregario por naturaleza y, aceptando que esto es así,
me gusta creer que formo parte de la tribu a la que también
pertenecen, además de los Trueba, Margarita Salas, María Blasco,
María Telo, Maria Ángeles Durán, Victoria Camps, Amalia Valcárcel,
Iciar Bollaín, Josefina Molina, Isabel Coixet, Elena Arnedo...
Lamentablemente, sus virtudes y sus méritos son solo suyos y me
alcanzan muy escasamente.
Pero,
diga lo que diga mi pasaporte, quiero creer que no tengo apenas nada
que ver con la gente que se empeña en mantener a nuestros
desaparecidos en las cunetas tres cuartos de siglo después de haber
sido asesinados; con quienes diferencian a las víctimas del
terrorismo por afinidad ideológica, como si a los muertos les
hubieran dado a elegir.
No
me gusta pertenecer al mismo país de quienes escriben la historia a
la medida de su conveniencia, sean los anales catalanistas o las
hazañas de Esperanza Aguirre; ni a quienes programan y contemplan
esos programas de televisión dirigidos a embrutecer a las personas a
quienes se ha privado de todo, incluso de su propio sentido de la
dignidad; ni a quienes fundamentan su identidad en las fiestas donde
se tortura a los animales y se embrutecen las personas.
Carezco
de patriotismo, todas las banderas me resultan sospechosas, más aún
cuando compruebo a diario que los mismos que se envuelven en los
colores nacionales tienen su dinero -a menudo hurtado a lo público-
en bancos con bandera de conveniencia.
Cuando
oigo las fervorosas declaraciones de amor patrio, a la patria chica,
me acuerdo de que en el pueblo donde nací hay un bibliotecario
empeñado en inculcar el amor a los libros a varias generaciones. Si
hay que apelar a las emociones, si la patria es el lugar donde se es
feliz, pienso en la Plaza de San Marcos y me siento veneciana; y
lisboeta en la Casa de los Bicos; y praguense en la plaza Wenceslao;
y portuense en la desembocadura del Duero; y romana en el Coliseo; y francesa en Colliure; y
noruega en el Cabo Norte; palestina en Hebrón y judía en Jerusalén,
saharaui en el Sáhara.
No
soy capaz de medir la intensidad de las emociones pero sé que fui
feliz hasta la lágrima al contemplar la puesta de sol en la Torre
Gálata de Estambul o ante el Ponte Vecchio de Florecia. Aún se me
pone carne de gallina al recordar un improvisado concierto de órgano
en la iglesia de San Sulpice de París y el sonido de un aerófono en
la iglesia de Santa María del Mar de Barcelona; se me hace un nudo
en la garganta cuando recuerdo la noche memorable en la que un grupo
portugués entonó Grándola vila morena en el salón de actos de la
Caja del Círculo de Aranda y todos nos pusimos de pie y cantamos la
canción como una sola voz, miembros de la misma patria.
Oigo
a los nacionalistas repetir machaconamente lo que nos diferencia y
creo que en algo tienen razón: yo tampoco quiero pertenecer a un país donde
alguien se cree superior al vecino y donde las personas no son
capaces de entenderse.
En
cambio, me reconozco compatriota de las mujeres palestinas que, no
habiendo conocido ni un día de paz en sus vidas, siguen apostando
por el entendimiento con quienes les hostigan permanentemente y las
mujeres israelíes que pudiendo disfrutar de una vida confortable se
levantan a diario para defender a los palestinos arriesgándose a la
violencia de los suyos y a la incomprensión de los ajenos, los
nacionalistas de uno y otro signo; de la misma patria de las mujeres
de los países islamistas, empeñadas en conquistar su propia
identidad.
Vivimos
en un mundo global y ello es bueno en muchos aspectos: nos permite
comprender la pequeñez de cada uno de nosotros, nuestra dependencia
de los demás, la necesidad de proteger conjuntamente el planeta si
queremos sobrevivir, la estupidez de las confrontaciones. Siempre es
más lo que nos une que lo que nos separa. Imagino estos días a un
hipotético vecino de otro planeta que se dedicara a observar
nuestras cuitas y banderías, literalmente partido de risa. Pero
éstos ¿de qué van?, se preguntaría.
¿Banderas?
¿Patrias? Casi 800 millones de personas en el mundo pasan hambre;
más de tres millones de niños mueren por desnutrición cada año;
con poco más de tres mil millones anuales se podría dar de comer a
los 66 millones de niños con hambre en edad escolar. El 35% de las mujeres sufre violencia física o sexual por parte de su pareja; más
de 133 millones de niñas y mujeres han sufrido algún tipo de
mutilación genital.
¿Nacionalismos?
Como he leído estos días en Twitter, ya me parece raro que en el
certamen de Miss Universo siempre resulte ganadora una terrícola.
El nacionalismo se cura viajando, Unamuno dixit. Yo no he estado en esos sitios que detallas y he viajado poquito, pero si alguna vez hemos coincidido en alguno de esos puntos, algo parecido he sentido.
ResponderEliminarEn Cataluña me siento como en casa. Una vez, volviendo de un viaje de trabajo en un vuelo con escalas y tiempo tormentoso, en el aeropuerto de Luxemburgo experimenté un despiste al coger un vuelo que iba a Barcleona, pasando por Madrid, pero eso no lo ponía en ningún sitio, así que yo le preguntaba a todo el mundo si aquel era mi vuelo. Me dejaron subir en el avión, así que sería, aunque no las tenía todas conmigo. Bueno, desde Barcelona siempre podría llamar a casa --pensaba mi mente loca y despistada después de una larga jornada-- y decirles que iría al día siguiente, dormir en casa de algún familiar o amigo... No hizo falta, el comandante anunció que el vuelo era Luxemburgo-Madrid-Barcelona.
En el periódico que me pasó la azafata me enteré de la muerte de Lola Flores, La Zarzamora me vino a la mente y creo que me pasé todo el vuelo con ella en la cabeza.
A Cataluña me gusta ir por lo menos una vez al año.
De banderas no entiendo.
Me encanta eso "de banderas no entiendo". Creo que ni falta que hace.
Eliminar¡¡Ay dios!!, precisamente por eso que dices, ni soy patriota, ni nacionalista, es mas bonito estar abierto a lo que hay en el mundo y tener los ojos como platos aprendiendo de lo desconocido.
ResponderEliminarUn abrazo.
No hay más patria que la infancia, dijo Rilke. Y eso, con suerte.
EliminarSaludos.
Creo que uno no es capaz de amar bien a los demás, si no se ama a sí mismo. Con el sitio donde uno nace, creo que pasa igual, pero hay que sobreponerse a la fase de mirarse el ombligo y no ver nada más.
ResponderEliminarCuando uno ama lo suyo, debería ser más capaz de entender el amor de los demás por lo suyo, y a la vez, apreciar y amarlo también (cuando lo conoce)
Lo malo es no conocer. Y lo peor, no querer hacerlo.
Es pernicioso igual negarse a amar. Uno quiere a su tierra como quiere a sus padres. Podrían habernos tocado otros, pero nos tocaron los que nos tocaron. No es más guay descastarse y desterrarse, uno lo quiera o no ha sido moldeado en sus inicios por todo lo que le rodeó, y también es su responsabilidad rodearse en su futuro de otras opciones y aprender que no sólo existe la suya.
Besos guapa
Hasta para las patrias eres buena gente, Tita.
EliminarCoincido solo a medias. Los padres, y la familia, son los que te han tocado pero las patrias son entes administrativos, artificiales. Mira Yugoslavia o Checoslovaquia. Hubo gente que dio la vida por defender aquella idea de la patria que ya no existe.
En resumen, creo que hay asuntos más importantes a los que dedicar energías que en las identidades patrias. Aunque me parece igual de respetable quien se emociona ante una bandera o un himno.
Siempre es un gusto saber de ti.
Creo que la clave está tanto en tus palabras (ya vale de empañarme las gafas, guapa) como en el cierre de Tita, no se trata de no querer el lugar del que vienes, sino de no empeñarte en que es más o mejor que la patria de otro, que somos más que lo que nos vió nacer y que lo que amas no debe limitarte nunca, en fin que no me gustó el tono descastado del Trueba mayor, se puede hablar de universalidad sin ofender a quien te premia y más cuando afirmas lo bien que viene el dinero. Si no quieres un premio que pone "nacional" da las gracias y no lo recogas más sencillo ¿no?
ResponderEliminarCiduadanos del mundo no significa apátridas, creo
Un beso
Pues, fíjate, Pilar, me has dejado la sospecha de que el mundo sería un poco mejor si todos fuéramos apátridas.
EliminarBesos.