Tenía
28 años y dos hijas de dos y tres años. Hacía un mes que estaba en
Mallorca, en casa de mis padres, tratando de solucionar un asunto
personal que aún tardé trece años en resolver. Mi padre era un
anarquista superviviente acomodado a la cruda realidad, mi madre, una
franquista convencida de que los españoles somos ingobernables por
naturaleza, agradecida por tantos años de paz. Ocho años antes, mi
madre me había castigado una semana sin salir de casa por haber
dicho, delante de sus amigas, que lo mejor que podía hacer el
general era morirse de una vez.
En
Mallorca las noticias llegaban con sordina pero llegaban. Cada noche
escuchábamos el parte médico habitual pero, a fuerza de repetirse y
a fuerza de perpetuarse en el poder, habíamos llegado a creer que,
efectivamente, nunca se moriría. Mi padre había advertido unos días
antes: A éste lo tienen congelado hasta el día 20 para hacerlo
coincidir con el aniversario de José Antonio.
El
20 de noviembre, que era jueves, mi padre se fue a trabajar como
todos los días. Cuando nos levantamos las chicas enseguida
percibimos que en la calle había un bullicio inusual: los niños
jugaban en la plazuela cercana. No había clase. Pusimos la radio y
certificamos la sospecha. Franco había muerto.
La
sensación que recuerdo era de incredulidad. ¡Era mortal! Leo ahora
comentarios irónicos sobre quienes aseguran que desfilaron ante el
féretro en el Palacio Real para comprobar que, efectivamente, estaba
muerto pero estoy segura de que si yo hubiera estado en Madrid
también hubiera ido. Para cerciorarme. Para ser testigo del
instante. Si he ido a ver a Lola Flores, a Sara Montiel, a Fernán
Gómez o a López Vázquez, no iba a ir a ver a Franco.
En
el pueblo de mis padres se organizó un funeral oficial en memoria
del difunto dictador. Mi madre se empeñó en que deberíamos ir. Yo
dije que no y ella entendió que no iba a ir se pusiera como se
pusiera así que empezó a trabajarse a mi padre quien, sobre ser
anarquista no era creyente. Él, en principio, lo tomó a broma pero
la discusión fue in crescendo y acabó en morros. Le salvó que
estaba yo allí, de lo contrario estoy convencida que hubiera acabado
acompañándola. Total, que se enfadó y tampoco ella fue. Durante
meses nos guardó la afrenta. Vergüenza debería daros, nos
reprochaba cada vez que salía la conversación.
El
día 22, que era domingo, fuimos a una cafetería con la excusa del
vermú y, de paso, ver el entierro en una televisión en color pues
la de mis padres aún era en blanco y negro. Nos enfrascamos en la
retransmisión y dejamos que las niñas jugaran en el local. De
pronto, se oyó un ruido sordo, como un petardo, y todos dimos un
respingo. Tal era el temor que nos habían inculcado de que después
de Franco nos esperaba otra contienda que todos pensamos en un
disparo. Cuando nos volvimos descubrimos en un rincón a mis dos
herederas. La pequeña se había subido a una silla de respaldo alto
y metálico que había volcado provocando un pequeño estropicio.
Recuerdo como si fuera hoy a las dos niñas mirándonos asustadas sin
entender a qué venía tanto sobresalto. Tan asustadas, que la
heredera pequeña no derramó ni una lágrima.
La
proclamación del rey, el grito de Rodríguez de Valcárcel y el
sermón del cardenal Vicente Enrique y Tarancón también lo vimos en
color. Luego, para el nombramiento de los senadores reales, el cese
de Arias Navarro, el nombramiento de Suárez, los muertos de la transición, la vuelta de los exiliados -Pasionaria, Carrillo,
Alberti, María Teresa León-, la salida de la cárcel de los presos
políticos, volvimos al blanco y negro.
Fueron
tiempos de miedo generalizado. Esa es la obra del
franquismo. Inculcó en la sociedad española un miedo profundo,
atávico, que ha mantenido callados a los españoles durante toda la
vida. Nunca sabremos qué hubiera podido ocurrir, como hubiera sido
una transición en un país sin temor, en una sociedad que se creyera
realmente dueña de su futuro.
Han
pasado cuarenta años de la muerte de Franco y setenta y nueve desde
el levantamiento militar contra el gobierno de la República. Aún
hay cadáveres en las cunetas y todavía no hemos sido capaces de
ponernos de acuerdo sobre un relato común de nuestro último siglo
de historia. A veces pienso que quizá sea cierto que somos un pueblo
cainita. Para mi nieta Franco es quien gobernaba en España durante
la segunda guerra mundial. Vista nuestra incapacidad de
entendimiento, habrá que confiar en las nuevas generaciones.
Yo tenia 23 años, estaba en Barcelona y hacia 5 meses que me habia casado. Parece que fué ayer pero ha llovido un poco.
ResponderEliminarUn abrazo
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarNo fue ayer, entretanto hemos vivido lo más intenso y la mejor etapa de nuestras vidas.
EliminarSaludos.
Yo creo que ya te lo he contado. Tenía 5 meses y 5 días, y mi madre decidió aprovechar para pelarme los cuatro mechones mal repartidos que tenía entre calvas de la cuna, pensando que mi padre, que esos días llegaba tarde, no me vería al encontrarme dormida.
ResponderEliminarPero fue el señor y se murió, y mi padre vino contento con tres días de permiso, y fuimos al pueblo con los abuelos, y las tías, todas jóvenes y recién casadas. El pelao quedará para siempre como anécdota del día que mi madre decidió pelarme, y me vió toda la familia bola perdida. Ellos siempre cuentan que pasaron ese fin de semana en casa de los abuelos, encerrados a cal y canto, con los abuelos muertos de miedo, pidiéndoles a todos, jóvenes, casi todos padres recientes, felices y encantados de la vida y de ver que al fin había sucedido. Y les pedían que no brindaran, o al menos en voz baja, y que no rieran, o al menos en silencio, y que nadie les oyera celebrar.
Hasta muchos años después ninguna de mis primas ni yo supimos que teníamos un cuarto hermano del abuelo (pensábamos que eran sólo tres), y que murió muchos años después de la guerra, escondido aún, para evitar el paredón.
Sabía lo del pelao pero no recordaba lo del tío abuelo. Una vida condenada al miedo, sin juicio ni defensa, qué terrible.
EliminarBesos, nena.
Esta alondra había llegado a España el 1 de octubre, iba a cumplir 20 años y no entendía porque no podía dar mi opinión o por qué tenía que correr cuando venían los grises a la universidad. En ese mes y 20 días tuve un curso acelerado de dictadura... El 20 de noviembre amaneció nublado pero nos adueñamos de la alameda pendientes del transistor, de tanto hablar y fumar terminamos la noche cenando chocolate caliente y los chicos hicieron una queimada, eso si fuimos bastante silenciosos por si acaso :)
ResponderEliminarEl resto de mi historia se parece mucho a la Mercedes de cuéntame.
Un abrazo
Pues quizá sepas, Alondra, que en un acto celebrado el día de tu llegada, el 1 de octubre, fue cuando Franco enfermó del mal que acabó con su vida.
EliminarBesos.
Con algo más de 7 años creo sinceramente que no tengo más recuerdo que cierta inquietud en el ambiente, el resto son recuerdos adquiridos al ver en la televisión las imágenes. Supongo que mis padres, hechos a la disciplina castrense y aferrados a aquel "en política no te metas" vivieron estos días y sobre todo los siguientes con mucha preocupacion, pero este tampoco es un tema que hayamos abordado nunca.
ResponderEliminarCreo que la distancia nos permite entender mejor que la tan valorada transición tenía un lado de miedo que nunca nos quisieron contar.
Un abrazo.
Los que somos mayores en edad constatamos ese miedo, sí.
EliminarBesos.
Venga, no os quejéis.
ResponderEliminarYo llevaba 4 meses y medio casado, Mary Paz embarazada (como era de rigor por aquellos tiempos) y yo, a puntito de entrar en el cuartel para hacer las prácticas de milicias. Ingresé luciendo corbata y brazalete negros en señal de luto. No veáis la cantidad de misas, responsos y minutos de silencio que me tocaron por aquellos días, aparte del cuidado con qué se decía, cómo se decía y ante quién se decía.
Aquella noche apenas dormimos, nos quedamos viendo la película de la tele: "Objetivo Birmania" ¿Os acordáis? y nos despertaron las campanas, doblando, antes de que hubiera luz del día. Encendimos la tele y aún no había noticias oficiales aunque no tardó en aparecer Arias Navarro.
En el pueblo todo estaba normal, la gente yendo a sus labores, no recuerdo sensación de miedo; pero cuando llegó la cisterna que recogía la leche todas las mañanas, la gente rodeó al conductor del camión para preguntar, entonces la tranquilidad fue total.
Cuando llegué al "cole", allí estaban todos los niños saltando de contentos porque los mandábamos a sus casas con diez días de vacaciones.
¡Ah! Tampoco hubo incidentes que destacar en el cuartel durante los cuatro meses que pasé allí antes de salir licenciado.
El miedo no estaba en relación a los hechos reales, lo traíamos de serie.
EliminarLas chicas teníamos la escasa ventaja de no tener que ir a la mili.