Cada
vez que se produce un atentado con víctimas occidentales nos
estremecemos como si nos hubieran herido a cada uno de nosotros. No
importa que a diario se produzcan atentados mortales en otras partes
del mundo, incluso geográficamente próximas; lo que nos aturde es
la proximidad étnica: el color, la cultura, la religión, el
europeismo.
Los
informativos proporcionan a diario imágenes cruentas de Gaza, de
Beirut, de Damasco. Atentados provocados por los mismos grupos o
primos hermanos de quienes han atentado el viernes en París.
Cientos, miles de muertos, que apenas nos conmueven.
En
cambio, desde la noche del viernes estamos estremecidos por lo
ocurrido en París. Nos sentimos impelidos a expresar nuestra
repulsa, nuestro dolor, nuestra protesta.
Las
televisiones generalistas, que en la noche del viernes no
interrumpieron sus emisiones, han enviado a París a sus rostros más
conocidos que conexión tras conexión nos muestran los menudillos del drama: rastros de
sangre, retirada de los heridos, altares improvisados. Hasta el momento, nadie se ha parado a analizar
y explicar a la audiencia de dónde surgen estos grupos extremistas,
quién los financia, quién los arma, quién los protege, quién los
alienta. Vivimos el periodismo/espectáculo, no el periodismo/información.
También
los ciudadanos de a pie nos dejamos llevar por la ola de sentimiento
que nos invade. El sábado, el Ayuntamiento de Madrid convocó un
minuto de silencio en la puerta de Cibeles. El domingo ha secundado
la convocatoria realizada por la Federación de Municipios y
Provincias de cinco minutos de silencio. La alcaldesa Manuela Carmena reitera sus expresiones de repulsa; los concejales buscan un hueco entre los medios.
No
lejos de Cibeles, en la calle Salustiano Olózaga donde se levanta la
Embajada de Francia, se amontonan los ramos de flores, las velas, los
mensajes. El redactor de Telemadrid intenta
infructuosamente obtener declaraciones de las personas que se han
acercado a la sede diplomática. Hay emoción contenida en el
silencio.
Algunos
vienen con cámaras y hacen fotos, otros usan los móviles. Utilizo
el mío para capturar algunas imágenes. Las velas, los mensajes...
Me llama la atención una flor depositada en la verja de acceso al
jardín de la Embajada. Enfoco la imagen y siento un escalofrío. La
verja me recuerda a la de otra foto tomada el 21 de julio de 2008 en
el campo de refugiados de Qalandia, próximo a Ramallah, en tierra
palestina.
Hay
algo simbólico y aleccionador en esas fotos del niño condenado al
extrañamiento y al olvido y la flor en memoria de los víctimas. Es
verdad, todas las rejas se parecen pero también lo es que Oriente Medio es un polvorín cuya dinamita ocasionalmente explota lejos de donde se elabora.
El
colega se extraña de que recuerde con tanta viveza la foto tomada
hace siete años. Pienso mucho en los pobres palestinos, abandonados
a su suerte, le digo. En realidad, raro es el día que no recuerdo a
aquellos niños, sonrientes, juguetones como todos los niños. Cada
vez que se produce un atentado me pregunto qué ocurriría si alguna vez llegara la paz en Oriente Medio. También me pregunto qué será de los niños palestinos que me
miraban con extrañeza preguntándose, acaso, qué hacía yo allí.
Occidente solo sabe mirarse el ombligo.
ResponderEliminarSaludos
Creo que el miedo es lo que nos hace sentirlo tan dentro, creo.
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