lunes, 12 de enero de 2015

El sándwich de navidad

¿Qué celebramos cuando festejamos la navidad? Esa es la pregunta que se formulan cada diciembre –y como yo muchas mujeres- a la altura del puente de la Constitución, cuando en casa se pone el belén, el árbol o ambos.

Los católicos celebrarán el nacimiento del Mesías y todo eso que enseña la religión. Pero en casa no somos creyentes, o sea que por ahí, nada. Los hay que festejan un nuevo renacer de la naturaleza: dejamos atrás el invierno, los días empiezan a alargarse y pronto se anunciará la primavera, comienza un nuevo ciclo de la vida. No está mal visto para quienes viven en contacto con la naturaleza pero ya me contarás en Madrid, que vivimos bajo una boina de polución que llega a la estratosfera, vete tú a la alcaldesa con ciclos vitales.

¿Qué celebramos, entonces? Una ocasión para reunirse y festejar con la familia, decimos, apelando al tópico. Ya. Pero, teniendo en cuenta que la familia es la misma el resto del año ¿es necesario tanto jaleo y despilfarro? Eso quisiera yo saber.

En puridad, son los sesenteros los que pagan el pato navideño. Porque no sé si os habéis percatado pero es en esa generación que nació en la inmediata posguerra en la que recae el peso de los festejos. Los padres porque están muy mayores se ponen a resguardo y los hijos porque aún no se han hecho a la idea de son adultos a todos los efectos y siguen viendo a los padres como cuando ellos eran niños y los progenitores jóvenes.

Será una ceguera transitoria pero a todos los hijos les cuesta hacerse a la idea de que sus padres son seres con vida propia. Y si no, ahí está esa legión de abuelos convertidos en canguros a la fuerza. Treinta, cuarenta años sometidos a control horario y cuando al fin te liberas de obligaciones, llegan los hijos y te endosan los niños para ahorrarse el pago del canguro. Así te sentirás útil y no echarás en falta el trabajo, les dirán los hijos. Lo peor es que si se te ocurre decir que tú tenías otros planes te lo reprocharán de palabra, obra u omisión hasta hacerte sentir culpable. ¿Qué otra cosa más importante puedes hacer que madrugar cada mañana para traer y llevar a tus nietos?

Yo de ti se los mandaría a Rajoy de Moncloa, a ver qué pasa, malmeto a una de mis amigas que se encuentra en esa tesitura pero ella, abnegada por naturaleza, me responde con mal disimulada resignación: Es lo que toca.  

¿Qué otra cosa más importante tendrá que hacer? se preguntan también los padres cuando te reclaman como taxista a jornada completa. Y si tratas de explicar que simplemente tienes tu propia vida y en ella tus propios planes te mirarán con un mudo reproche. ¡Desagradecidos!, dicen con la mirada. Tan convencidos que se les oye el pensamiento.  

Nosotros pertenecemos a la generación sándwich: nos estrujan por arriba y por abajo. Eso ocurre durante todo el año, naturalmente, pero así que asoma diciembre, te recetan una dosis homeopática. Abuelos, padres, hijos, nietos, juntos y revueltos. Y todo para nada. Porque los padres terminan hartos de tanto barullo y jaleo y quejosos de que no les prestas toda la atención que debes y los hijos más o menos igual. Pongas lo que pongas, siempre falta algo. Hagas lo que hagas, siempre hay alguien que lo ha hecho mejor.

Y puede ser que tengan razón porque a mí este año el pollo se me desmigó de tan cocido, el suquet se me pegó a la cazuela –que es casi como que se te queme la ensalada- y hasta el cóctel de gambas me quedó incomible de tan picante. Podría decir en mi descargo que el pollo coció de más a la espera de que llegaran los que se habían retrasado, que el suquet se pegó porque… pero no, la verdad es que se me fue el santo al cielo porque mientras guisaba estaba haciendo cuentas mentales de dónde podría estar si en vez de en festejos navideños hubiera invertido en viaje. Calculo que por lo menos a Budapest había llegado. Y quizá así alguien nos hubiera echado en falta en vez de en cara.

Las navidades no son mis fiestas favoritas, lo confieso. Será que mi mentalidad prusiana se rebela ante el desbarajuste en que se convierte una casa cuando se juntan cuatro generaciones, será que me estoy haciendo mayor, que también puede ser, pero en cuando termina el puente de la Constitución me entran los veintiún males. No me gusta el barullo, pero lo que menos me gusta es el despilfarro. Despilfarro para dar de comer a gente sobrealimentada, para hacer regalos a quienes tienen de todo en exceso. Despilfarro para coger un sobrepeso que, con suerte, no me quitaré hasta semana santa y un aumento del colesterol que me costará una bronca de mi médica.

En casa, ya lo he dicho, ponemos el belén. No me preguntéis por qué siendo que no somos creyentes, pero lo ponemos. Cada diciembre montamos un operativo de mucho cuidado para convertir un rincón del salón en una porción de suelo palestino con cien minúsculos personajes que van y vienen a lo largo de las semanas navideñas. 

Inicialmente, es el colega quien monta el escenario, ahora ya con ayuda de la Pubilla: sin llegar al puntillismo del Ayuntamiento de Madrid, que coloca a los Reyes acompañados de sus churris, el colega va colocando el portal con los animales esperando a la santa pareja, el castillo de Herodes con el rey y un soldado, la posada, el corral, el río, el fuego, los pastores, la castañera, los labradores, el panadero y todo el vecindario… además de los animales que cada año son menos, no sabemos por qué, quizá los revenden los pastores o se los comen las visitas. Un año desaparecieron todos los conejos de golpe. Como en casa nos extrañamos por muy pocas cosas pensamos que sería la mixomatosis del belén hasta que un día sorprendimos a la Pubilla, que era muy pequeña, metiendo a los minúsculos animalillos por una ventana de una de las casitas. Allí seguirán si no se les ha llevado la epidemia conejil.     

Este año el colega ha colocado la estrella de los Magos en dirección contraria, de manera que si se decidieran a seguir su luz ellos y toda la comitiva indefectiblemente se despeñarían en una silla. La estrella está mal colocada, avisé, prudentemente, cuando me percaté de la colocación. Pues así se queda, respondió el colega, no voy a andar ahora moviendo todas las luces... Los Reyes se van a despeñar, insistí yo, mientras la Pubilla nos seguía con aire de regocijo. No me extraña que luego no nos tomen en serio ni por arriba ni por abajo. 

A medida que pasan los días, cada cual mueve las figuras a su antojo. En Nochebuena se van San José y la Virgen embarazada, que son sustituidos por la pareja con el Niño en el portal. Los Reyes irán avanzando a medida que cada cual se acuerda de ellos -hasta el 6 de enero cuando los Magos a lomos de sus camellos son sustituidos por los Reyes oferentes-, los pastores dejarán el fuego para irse aproximando al portal con sus animales, sus panes, sus ofrendas. Este año, monté una tertulia feminista a la izquierda, todas las chicas juntas para hacer unas risas. Eso ha salvado al belén porque hubo días que faltó poco para que, entre plato y plato, echara una bronca a la Virgen María: Anda, que ya te vale a ti también, dejarte liar por una paloma.  

Todo pasa y la navidad, también. Este año no pudimos retirar el belén hasta el viernes, a punto de quedarnos de nuevo solos. Mientras el colega vuelve a reorganizar el operativo, camino del trastero, yo voy metiendo las figurillas en sus respectivas cajas. Y noto cómo me acomete una especie de inquietud: ¿Volveremos a montarlo el próximo año? ¿Nos reuniremos de nuevo todos? ¿Llegaremos a despedir este año que acabamos de comenzar?  


Entonces entiendo qué es lo que nos lleva un año y otro a organizar una parafernalia que nos sobrepasa. Celebramos que seguimos vivos, que hemos llegado a juntarnos una vez más para brindar por la vida que sigue, se renueva y nos sucede. Aunque a ratos juremos en arameo -para que nos entienda la población del belén- y yo eche broncas por lo bajinis a la Virgen, a San José y a Herodes. Que en estos momentos descansan plácidamente en el trastero mientras el colega y yo nos tomamos él un coñac y yo una ginginha a la salud de toda la familia, amigos y allegados. 

Que 2015 nos sea propicio o por los menos, leve.

3 comentarios:

  1. Celebramos la vida, el amor, la familia (que a pesar de todo, pues eso, se les quiere) y que estamos aquí, nos juntamos para recordar sin palabras a los que ya se fueron y dejamos apenas un instante sentarse a nuestra niñez en la silla de al lado...en fin que me gusta tu belén con María embrazada y los reyes tras bajar del camello.
    Me gusta el guiño, el juego y sobre todo la ilusión y se se trata del solsticio, pues sea.

    Un abrazo enorme

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  3. por aquí las navidades eran una verbena... unos veinte a cenar, los adornos, los muebles arrinconados, traslado de mesas y de sillas... mi pobre madre se desquiciaba y a gritos, nos desquiciaba a nosotras... con que te diga que mis hermanas y yo nos sentábamos a la mesa con tres martinis en el cuerpo ya te lo puedes imaginar...
    pero hace tres años se plantó y dijo que ella ya no hacía la cena de Nochebuena para tanta gente, así que llevamos tres navidades que somos cinco a cenar y seis a comer en navidad (en navidad invitamos a la abuela) y te diré que desde entonces las navidades sin mas tranquilas y yo las disfruto mas...
    que me he encantado tu post... tienes razón en muchas cosas... yo no tengo críos y quizás por eso veo a veces las actitudes de mis amigas "madres" sin entender muy bien que ellas no entienden a las "egoístas" de sus madres cuando le dicen que no pueden recogerles a los niños porque tienen otras cosas que hacer...
    en fin, que un placer leerte y muchos besos y disculpa el comentario largo...

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