¿Qué celebramos cuando festejamos la navidad? Esa es la pregunta que se formulan cada diciembre –y como yo muchas mujeres- a la altura del puente de la Constitución, cuando en casa se pone el belén, el árbol o ambos.
Los católicos celebrarán el
nacimiento del Mesías y todo eso que enseña la religión. Pero en casa no somos
creyentes, o sea que por ahí, nada. Los hay que festejan un nuevo renacer de la
naturaleza: dejamos atrás el invierno, los días empiezan a alargarse y pronto
se anunciará la primavera, comienza un nuevo ciclo de la vida. No está mal
visto para quienes viven en contacto con la naturaleza pero ya me contarás en
Madrid, que vivimos bajo una boina de polución que llega a la estratosfera,
vete tú a la alcaldesa con ciclos vitales.
¿Qué celebramos, entonces? Una
ocasión para reunirse y festejar con la familia, decimos, apelando al tópico.
Ya. Pero, teniendo en cuenta que la familia es la misma el resto del año ¿es
necesario tanto jaleo y despilfarro? Eso quisiera yo saber.
En puridad, son los sesenteros los
que pagan el pato navideño. Porque no sé si os habéis percatado pero es en esa
generación que nació en la inmediata posguerra en la que recae el peso de los
festejos. Los padres porque están muy mayores se ponen a resguardo y los hijos
porque aún no se han hecho a la idea de son adultos a todos los efectos y
siguen viendo a los padres como cuando ellos eran niños y los progenitores
jóvenes.
Será una ceguera transitoria
pero a todos los hijos les cuesta hacerse a la idea de que sus padres son seres
con vida propia. Y si no, ahí está esa legión de abuelos convertidos en
canguros a la fuerza. Treinta, cuarenta años sometidos a control horario y
cuando al fin te liberas de obligaciones, llegan los hijos y te endosan los
niños para ahorrarse el pago del canguro. Así te sentirás útil y no echarás en
falta el trabajo, les dirán los hijos. Lo peor es que si se te ocurre decir que
tú tenías otros planes te lo reprocharán de palabra, obra u omisión hasta hacerte
sentir culpable. ¿Qué otra cosa más importante puedes hacer que madrugar cada
mañana para traer y llevar a tus nietos?
Yo de ti se los mandaría a Rajoy
de Moncloa, a ver qué pasa, malmeto a una de mis amigas que se encuentra en esa
tesitura pero ella, abnegada por naturaleza, me responde con mal disimulada
resignación: Es lo que toca.
¿Qué otra cosa más importante tendrá
que hacer? se preguntan también los padres cuando te reclaman como taxista a
jornada completa. Y si tratas de explicar que simplemente tienes tu propia vida
y en ella tus propios planes te mirarán con un mudo reproche. ¡Desagradecidos!,
dicen con la mirada. Tan convencidos que se les oye el pensamiento.
Nosotros pertenecemos a la
generación sándwich: nos estrujan por arriba y por abajo. Eso ocurre durante
todo el año, naturalmente, pero así que asoma diciembre, te recetan una dosis
homeopática. Abuelos, padres, hijos, nietos, juntos y revueltos. Y todo para
nada. Porque los padres terminan hartos de tanto barullo y jaleo y quejosos de
que no les prestas toda la atención que debes y los hijos más o menos igual.
Pongas lo que pongas, siempre falta algo. Hagas lo que hagas, siempre hay
alguien que lo ha hecho mejor.
Y puede ser que tengan razón
porque a mí este año el pollo se me desmigó de tan cocido, el suquet se me pegó
a la cazuela –que es casi como que se te queme la ensalada- y hasta el cóctel
de gambas me quedó incomible de tan picante. Podría decir en mi descargo que el
pollo coció de más a la espera de que llegaran los que se habían retrasado, que
el suquet se pegó porque… pero no, la verdad es que se me fue el santo al cielo
porque mientras guisaba estaba haciendo cuentas mentales de dónde podría estar
si en vez de en festejos navideños hubiera invertido en viaje. Calculo que por
lo menos a Budapest había llegado. Y quizá así alguien nos hubiera echado en
falta en vez de en cara.
Las navidades no son mis fiestas
favoritas, lo confieso. Será que mi mentalidad prusiana se rebela ante el
desbarajuste en que se convierte una casa cuando se juntan cuatro generaciones,
será que me estoy haciendo mayor, que también puede ser, pero en cuando termina
el puente de la Constitución me entran los veintiún males. No me gusta el
barullo, pero lo que menos me gusta es el despilfarro. Despilfarro para dar de
comer a gente sobrealimentada, para hacer regalos a quienes tienen de todo en
exceso. Despilfarro para coger un sobrepeso que, con suerte, no me quitaré
hasta semana santa y un aumento del colesterol que me costará una bronca de mi
médica.
En casa, ya lo he dicho, ponemos el belén. No me preguntéis por qué siendo que no somos creyentes, pero lo ponemos. Cada diciembre montamos un operativo de mucho cuidado para convertir un rincón del salón en una porción de suelo palestino con cien minúsculos personajes que van y vienen a lo largo de las semanas navideñas.
Inicialmente,
es el colega quien monta el escenario, ahora ya con ayuda de la Pubilla: sin
llegar al puntillismo del Ayuntamiento de Madrid, que coloca a los Reyes
acompañados de sus churris, el colega va colocando el portal con los animales
esperando a la santa pareja, el castillo de Herodes con el rey y un soldado, la
posada, el corral, el río, el fuego, los pastores, la castañera, los
labradores, el panadero y todo el vecindario… además de los animales que cada
año son menos, no sabemos por qué, quizá los revenden los pastores o se los comen las visitas. Un año desaparecieron todos los conejos de
golpe. Como en casa nos extrañamos por muy pocas cosas pensamos que sería la
mixomatosis del belén hasta que un día sorprendimos a la Pubilla, que era muy
pequeña, metiendo a los minúsculos animalillos por una ventana de una de las
casitas. Allí seguirán si no se les ha llevado la epidemia conejil.
Este año el colega ha colocado la estrella de los Magos en dirección contraria, de manera que si se decidieran a seguir su luz ellos y toda la comitiva indefectiblemente se despeñarían en una silla. La estrella está mal colocada, avisé, prudentemente, cuando me percaté de la colocación. Pues así se queda, respondió el colega, no voy a andar ahora moviendo todas las luces... Los Reyes se van a despeñar, insistí yo, mientras la Pubilla nos seguía con aire de regocijo. No me extraña que luego no nos tomen en serio ni por arriba ni por abajo.
A medida que pasan los días,
cada cual mueve las figuras a su antojo. En Nochebuena se van San José y la
Virgen embarazada, que son sustituidos por la pareja con el Niño en el portal. Los
Reyes irán avanzando a medida que cada cual se acuerda de ellos -hasta el 6 de
enero cuando los Magos a lomos de sus camellos son sustituidos por los Reyes
oferentes-, los pastores dejarán el fuego para irse aproximando al portal con
sus animales, sus panes, sus ofrendas. Este año, monté una tertulia feminista a
la izquierda, todas las chicas juntas para hacer unas risas. Eso ha salvado al
belén porque hubo días que faltó poco para que, entre plato y plato, echara una
bronca a la Virgen María: Anda, que ya te vale a ti también, dejarte liar por
una paloma.
Todo pasa y la navidad, también.
Este año no pudimos retirar el belén hasta el viernes, a punto de quedarnos de
nuevo solos. Mientras el colega vuelve a reorganizar el operativo, camino del
trastero, yo voy metiendo las figurillas en sus respectivas cajas. Y noto cómo
me acomete una especie de inquietud: ¿Volveremos a montarlo el próximo
año? ¿Nos reuniremos de nuevo todos? ¿Llegaremos a despedir este año que
acabamos de comenzar?
Entonces entiendo qué es lo que
nos lleva un año y otro a organizar una parafernalia que nos sobrepasa.
Celebramos que seguimos vivos, que hemos llegado a juntarnos una vez más para
brindar por la vida que sigue, se renueva y nos sucede. Aunque a ratos juremos
en arameo -para que nos entienda la población del belén- y yo eche broncas por lo bajinis a la Virgen, a San José y a Herodes.
Que en estos momentos descansan plácidamente en el trastero mientras el colega
y yo nos tomamos él un coñac y yo una ginginha a la salud de toda la familia,
amigos y allegados.
Que 2015 nos sea propicio o por los menos, leve.
Celebramos la vida, el amor, la familia (que a pesar de todo, pues eso, se les quiere) y que estamos aquí, nos juntamos para recordar sin palabras a los que ya se fueron y dejamos apenas un instante sentarse a nuestra niñez en la silla de al lado...en fin que me gusta tu belén con María embrazada y los reyes tras bajar del camello.
ResponderEliminarMe gusta el guiño, el juego y sobre todo la ilusión y se se trata del solsticio, pues sea.
Un abrazo enorme
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarpor aquí las navidades eran una verbena... unos veinte a cenar, los adornos, los muebles arrinconados, traslado de mesas y de sillas... mi pobre madre se desquiciaba y a gritos, nos desquiciaba a nosotras... con que te diga que mis hermanas y yo nos sentábamos a la mesa con tres martinis en el cuerpo ya te lo puedes imaginar...
ResponderEliminarpero hace tres años se plantó y dijo que ella ya no hacía la cena de Nochebuena para tanta gente, así que llevamos tres navidades que somos cinco a cenar y seis a comer en navidad (en navidad invitamos a la abuela) y te diré que desde entonces las navidades sin mas tranquilas y yo las disfruto mas...
que me he encantado tu post... tienes razón en muchas cosas... yo no tengo críos y quizás por eso veo a veces las actitudes de mis amigas "madres" sin entender muy bien que ellas no entienden a las "egoístas" de sus madres cuando le dicen que no pueden recogerles a los niños porque tienen otras cosas que hacer...
en fin, que un placer leerte y muchos besos y disculpa el comentario largo...