A
decir verdad, Madrid no tenía trazas de capital porque toda ciudad que se
precie se asienta junto a un río con aguas caudalosas –o al menos con aguas-
que garantice el suministro a su población. De hecho, estuvo en un tris de
quedarse en poblachón manchego para los restos porque en el momento en que se
decidían estas cosas, tanto Felipe II –que había nacido en Valladolid- como
Felipe III prefirieron la ciudad castellana que, aparte de otros méritos, tiene
el Pisuerga.
Es
el caso que desde 1561 la villa de Madrid acogió la Corte de manera provisional
y desde 1606 de manera definitiva, convirtiéndose así en la capital del Reino. Y
la villa fue creciendo sin que el Manzanares –ese aprendiz de río- aumentara su
caudal. La carencia del afluente se suplía con la abundancia de aguas
subterráneas, que se canalizaban mediante los llamados “viajes de agua”, a
través de cinco fuentes –Abroñigal Alto y Bajo, Alcubilla, Amaniel y Castellana-
de las que se surtía la población. Ni que decir tiene que palacios y conventos
solían disponer de su propia fontana.
En
1850 Madrid rozaba el cuarto de millón de habitantes y el suministro de agua se
había convertido en un problema –sólo se disponía de 10 litros por habitante y
día- hasta el punto de poner en riesgo la capitalidad. “Madrid, residencia de
los Reyes y de los altos poderes públicos, patria común de los españoles, ve
amenazada su existencia por la escasez de agua”, reza el Real Decreto de 18 de
junio de 1851 por el que se crea la canalización.
De
los ríos más próximos a la capital: Manzanares, Jarama, Guadalix y Lozoya, se
optó por este último como proveedor. Las obras se presupuestaron en ochenta
millones de reales de vellón, que era una cifra astronómica para la época. Para
obtener financiación se abrió una suscripción popular que encabezó la reina –verdadera
impulsora del proyecto- con cuatro millones de reales. Los nobles apoquinaron
también y el Ministerio de Hacienda concedió al Ayuntamiento de la Villa un
crédito de dos millones de reales de vellón. Como no se cubría la totalidad del
presupuesto el Tesoro se hizo cargo del resto.
Se
iniciaron las obras bajo la presidencia de Bravo Murillo. Se puso la primera
piedra del Pontón de la Oliva, el 11 de agosto de 1851, con asistencia del
consorte real, don Francisco de Asís. José García Otero, ingeniero militar y
arquitecto, dirigió las obras en la primera fase, Lucio del Valle, Juan de
Ribera, Eugenio Barrón y Constantino Ardanaz completaron el equipo director. Los
directivos –arquitectos, ingenieros- y las oficinas de administración y
pagaduría ocuparon el palacio de Arteaga y el antiguo convento de Valverde en
Torrelaguna. La comunicación con la capital se realizaba mediante palomas
mensajeras.
Trabajaron
en las obras 1.500 presos y 200 jornaleros libres y en un primer momento se utilizaron
las herramientas que habían quedado del Teatro Real, recién terminado. Desde la
presa del Pontón de la Oliva, donde se captaba el agua, hasta el depósito del
Campo de Guardias, en la actual calle de Bravo Murillo, la canalización debía
recorrer setenta kilómetros mediante acueductos, sifones, túneles y obras
diversas. La empresa estuvo llena de dificultades de toda índole. Filtraciones,
lluvias torrenciales y una epidemia cólera que diezmó a la población y obligó a
suspender las obras.
Los
madrileños, suspicaces de suyo, se tomaron el proyecto a chacota. Pérez Galdós hace decir a un personaje de Narváez, uno de los Episodios Nacionales
de Pérez Galdós, que el proyecto es un “cuento de
hadas”. Pero el 24 de junio de 1858 la reina Isabel II, su marido y su hijo, que habría de
reinar como Alfonso XII, presidieron la solemne inauguración de la traída de
aguas con la inauguración de una fuente en la Ancha de San Bernardo (frente a
la iglesia de Montserrat). Cuando la reina activó el mecanismo el chorro de
agua de la fuente alcanzó una altura de 30 metros.
Para
conmemorar la hazaña tecnológica y celebrar la abundancia de agua, aquel mismo
año se inauguró una fuente monumental en honor del río Lozoya. Se encomendó la
tarea a Sabino de Medina, que a la sazón era Escultor de la Villa. El artista
diseñó una fuente adosada al muro del primer depósito de agua del Canal. Se estructura
en tres cuerpos separados por cuatro pilastras corintias pareadas. Sobre fábrica
de ladrillo ocupa el cuerpo central una hornacina de cuarto de esfera en la que
se alza una escultura alegórica del río, representado aquí como un hombre joven
que apoya el pie derecho en un conjunto de rocas y el izquierdo en una vasija
con caño en la que aparece la inscripción “Lozoya”. En el cuerpo de la derecha
una hornacina cuadrangular acoge una figura femenina, alegoría de la Industria;
en la parte superior, el escudo de Madrid. A la izquierda, alegoría de la
Agricultura y en la parte superior, el escudo de España.
El
conjunto tiene en su disposición claras influencias de la Fontana de Trevi
romana pero toda semejanza acaba ahí. Absténganse, pues, quienes sientan la
tentación de emular a la difunta Anita Ekber. Sobre no contar con Marcello
Marstroianni, tampoco podrá darse un baño. Al contrario que en la fuente de Roma,
la de Madrid permanece seca desde hace décadas. Al parecer, la instalación tenía filtraciones que por la parte posterior anegaban las dependencias del Canal y por
la parte frontal inundaban la calle. Con ocasión del 150 aniversario de la
inauguración del Canal se limpió la fuente y se le volvió a dar agua pero como
seguían las filtraciones se cerró el grifo y hasta ahora.
No
es el único problema que sufre la fuente. Ubicada en el número 49 de la calle
Bravo Murillo, está encerrada dentro de la verja general de las primitivas
instalaciones. En resumen, ni da agua ni permite aproximarse. Y las fotos, tras
la verja.
A
cambio, eso sí, Madrid sigue disfrutando de una de las mejores aguas que pueden encontrarse en una gran ciudad. Gracias al río Lozoya.
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