Juan Bravo Murillo nació en Fregenal de la Sierra en 1803 y murió en Madrid setenta
años después. Tuvo una vida intensa y azarosa. Fue jurista, teólogo, filósofo
y, por encima de todo, político. Militó en el partido conservador en unos años convulsos
de la historia de España: las postrimerías del reinado de Fernando VII –conocido
sucesivamente como El Deseado y el Rey Felón-, la proclamación de su hija,
Isabel II –la de los Tristes Destinos- y su posterior abdicación y exilio.
Ejerció
la abogacía con notable éxito profesional pero fue reclamado para la política:
fue titular de las carteras de Gracia y Justicia, Fomento y Hacienda, presidió
el Consejo de Ministros y el Congreso de los Diputados. De su paso por Fomento legó
el Canal de Isabel II que garantizaba, y aún lo hace, el suministro de agua a
la ciudad de Madrid, y la implantación en España del Sistema Métrico Decimal. Además,
impulsó la creación del Boletín Oficial del Estado, terminó la red radial de
carreteras y fomentó la construcción del ferrocarril. Como presidente del
gobierno firmó con la Santa Sede el Concordato de 1851, que devolvía a la
Iglesia Católica los bienes desamortizados por la Ley de Mendizábal que no
habían sido vendidos, le reconocía como la única religión de la nación española
y su derecho a poseer bienes.
Resultó
salpicado por las sospechas de corrupción que rodearon el reinado de Isabel II
y hubo de abandonar la presidencia del gobierno. Al advenimiento del gobierno
progresista marchó a Paris. Años más tarde fue reclamado para presidir el
Congreso de los Diputados, cargo en el que terminó su vida política, tras lo
cual se dedicó a escribir sus memorias.
Bravo
Murillo fue un hombre discreto que rehusó los honores. Rechazó el nombramiento
como miembro de la Real Academia de la Historia y no se molestó en tomar
posesión tras ser designado académico de la de Ciencias Morales y Políticas. Por
esos avatares de la vida política del momento, Bravo Murillo contempló entre el
público la inauguración de la traída de aguas del río Lozoya a Madrid mediante
el Canal de Isabel II, lo que cabe atribuirse tanto a su discreción como al proverbial
desapego de los españoles hacia quienes tratan de mejorar sus condiciones de
vida.
Madrid
dio su nombre a una de las arterias principales de la ciudad, algo más de
cuatro kilómetros que unen la Glorieta de Quevedo con la Plaza de Castilla. En la
confluencia de esta vía con la de Cea Bermudez, a la espalda de los jardines
del Canal, se alza una estatua dedicada al político y jurista, obra al escultor
Miguel Ángel Trelles. El monumento se erigió en 1902 por iniciativa del alcalde
Alberto Aguilera ,que sembró de estatuas la ciudad para celebrar la mayoría de
edad de Alfonso XIII, y entonces se colocó en el centro de la Glorieta de
Quevedo, desde donde en 1961 fue traslada a su emplazamiento actual. La figura
de Bravo Murillo se alza sobre un pedestal de piedra caliza. En el frontal de la
base, una figura femenina representa a la ciudad de Madrid. En los laterales,
sendas alegorías de bronce evocan sus iniciativas desde el Ministerio de
Fomento: el susodicho Canal de Isabel II y la promulgación de la Ley de Puertos
Francos de Canarias.
Tiempo atrás flanqueaban el monumento dos árboles que, al decir de lenguas maliciosas, trataban de impedir una perspectiva de la estatua en la que parecía que el prócer echaba mano de la bragueta y extraía su contenido. Los árboles han sido talados y el prócer mantiene su actitud modosa y decente, al menos desde la perspectiva inferior. Quizá a media altura…
Más,
¿para qué andar cavilando posturas equívocas? La realidad se impone: detrás del
monumento se amontonan trastos varios y un lecho improvisado en lo que parece
el refugio de alguien que carece de mejor cobijo. Lo cual es mucho más
indecente que el contenido de la bragueta de Bravo Murillo.
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