La
catedral de Albi me causó una impresión de la que aún no me he
repuesto, les ha contado un amigo de confianza a los viajeros. Con
esa advertencia, se plantan en la plaza de Santa Cecilia tan pronto
como dejan el coche en el aparcamiento municipal y el equipaje en el
hotel. El primer descubrimiento es que se trata de un edificio de
ladrillo, enorme, pero ladrillo. El segundo, que por muy catedral
que se llame, lo que los viajeros tienen a la vista es un castillo
defensivo con todas las de la ley, con una torre campanario de 78
metros de altura.
Como
los viajeros han llegado a la ciudad a media tarde, aprovechan para
pasear por la ciudad pues todos los monumentos cierran en torno a las 18,30. Así,
bordeando el palacio de la Berbie, que fue sede episcopal, llegan
hasta el puente viejo, que pasa por ser uno de los más antiguos de
Francia -fue construido en el 1040-, y fue y sigue siendo una de las
vías de acceso a la ciudad, pues aún se mantiene en uso incluso para el tráfico rodado. Al otro
lado del río Tarn, hasta donde se extiende la llamada Ciudad
Episcopal, con el sol dando brillo a los muros rosas de sus
monumentos, se aprecia el poderío del palacio y la catedral, capaces
de amedrentar al más osado.
Albi
fue fundada en tiempos del imperio romano, con el nombre de Albiga.
En los siglos XII y XIII, es testigo del desarrollo de la secta
religiosa conocida como los cátaros o albigenses -que nace en Toulouse-. La austeridad exterior de la catedral de
Santa Cecilia sería la respuesta a las acusaciones de lujo e
inmoralidad que los cátaros dirigen al clero.
Al día siguiente, los viajeros madrugan y se dirigen a la oficina de turismo, situada en una dependencia del palacio Berbie, en la plaza de Santa Cecilia, compran el Albi City Pass y se lanzan a descubrir los secretos de la ciudad, empezando por la catedral de Santa Cecilia, a la que se accede por la puerta Dominica de Florence, de finales del siglo XIV.
Vaya
por delante que esta catedral no se parece a nada de lo que los
viajeros conocen y que la suntuosidad interior contrarresta sobradamente la austeridad exterior. Todo es aquí superlativo: con sus 113
metros de largo y 35 de ancho, se trata de la mayor catedral de
ladrillo del mundo; los frescos de la bóveda (1509-1512) son el
mayor y más antiguo conjunto -97 metros de largo por 28 de ancho- de pinturas italianas realizadas en Francia; las
pinturas bajo el órgano (1477-1484) constituyen el mayor Juicio
Final del mundo; los órganos (siglo XVIII) son también los más
grandes de Francia; un coro que es una iglesia dentro del recinto
catedralicio y casi dos hectáreas de pinturas decorativas que cubren
por completo el recinto sagrado. El color azul que cubre el techo del coro es
conocido como azul de Francia o azul real y en su elaboración se
utilizó lapislázuli y óxido de cobre, lo que explicaría su buen
estado de conservación. Es el testimonio de la fe cristiana tras la
herejía cátara. Una obra maestra del gótico meridional.
Los
viajeros tienen en la mano un folleto en el que se indica que el
horario de visita es de 9 a 18,30 horas pero a las 9 en punto, cuando
pretenden acceder al coro, el vigilante les indica que él no abre
hasta las 9,30. Pues aquí dice que a las 9, replica la viajera,
mostrándole el folleto. Pues yo digo que a las 9,30, responde el
buen hombre. La viajera tiene edad suficiente para saber que no vale
la pena desperdiciar energías discutiendo con un hombre de uniforme
así que deciden recorrer de nuevo la catedral y contemplar la
réplica de la Santa Cecilia que admiraron en la
basílica de Santa Cecilia en el Trastevere de Roma.
Cuando
el hombre uniformado se decide a abrir los viajeros contemplan las
dos salas del tesoro, con objetos de arte sacro, y se quedan
boquiabiertos ante la exuberancia del coro, el ambón y el cercado
del coro, obra de artistas franceses en el siglo XV, adornado con una
estatuaria policromada. Los viajeros admiten que sobreponerse a la
impresión que produce esta catedral lleva su tiempo.
El
imponente palacio de la Berbie es otra muestra de
arquitectura militar, aunque en su momento fuera palacio episcopal.
Actualmente, está ocupado por el museo Toulouse Lautrec, albigense
de nacimiento, la mayor colección de obras de este pintor. La visita
al palacio se completa con un recorrido por las terrazas y el jardín,
con magníficas vistas.
Los
viajeros brujulean por la Ciudad Episcopal y se asombran ante la
torre campanario de San Salvi, que es el contrapunto de la de Santa
Cecilia. La iglesia de San Salvi se construyó entre los siglos X al
XIII y es el resultado de una rara mezcolanza: piedra y ladrillo,
románico y gótico. Desde el siglo XI está rodeado por un anillo de
calles comerciales que se conoce como la Rueda de San Salvi. Del
claustro, con su jardín de plantas medicinales y especias, apenas
queda un ala, pero el conjunto tiene un gran encanto.
Allí, a la sombra de los muros de la vieja iglesia, los viajeros
eligen "Le cloître" para comer. La viajera pide unos
caracoles a la bourgiñona, que al colega no le gustan, y un confit
de pato, realmente buenos. El colega sigue resarciéndose de su anterior y obligada dieta blanda con un entrecot, talla XL, con las inevitables patatas fritas y una ensalada.
Albi
está incluida desde 2010 en la lista de la Unesco de bienes
culturales patrimonio mundial, por su conjunto arquitectónico del
siglo XIII, magníficamente preservado y representativo de ese tipo
de desarrollo urbano en Europa, que va desde la Edad Media hasta la
época contemporánea. Son sus señas de identidad, la huella urbana
episcopal y el uso generalizado del ladrillo de la zona, que llaman
brique foraine. En las estrechas calles de la ciudad medieval
se encuentran muchas casas de ladrillo con el entramado de madera, en
las casas nobles los marcos de puertas y ventanas son de piedra. En
el número 1 de la calle Croix Blanche se levanta la Casa del Viejo
Albi, modelo de este tipo de arquitectura tradicional.
En
ese brujulear por las calles de la vieja ciudad, los viajeros pasan
junto a la casa donde nació Henry de Toulouse Lautrec, omnipresente
en la ciudad a través de sus frases que se ven en los escaparates
del comercio local, y aprovechan la visita al mercado para comprar
algunas delicatessen de la zona.
Descubren también el Grand Théâtre
des Cordeliers, obra del arquitecto y urbanista Dominique Perrault.
El edificio está cubierto por una malla de aluminio de color cobre
dorado. Los viajeros suben a la terraza, ocupada por un
bar-restaurante, desde la que se contempla toda la ciudad, y se toman
una copa. El lugar se llama "La part des Anges" (La parte
de los Ángeles). No se les ocurre mejor manera de despedirse de
Albi.
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