miércoles, 6 de julio de 2016

Nuestro tour de France: Carcasona, primera etapa

Acabamos de volver de un pequeño periplo por tierras del midi francés. Algo más de dos mil kilómetros en doce días, contando el salto primero, de Burgos a Carcasona, y el último, de Toulouse a Burgos. Un cansancio físico y una intensidad de emociones que nos llevará un tiempo reposar.
¿Cómo elegimos el itinerario? Hace tiempo que el colega quería ir a Moissac, aproximadamente el mismo que la viajera planeaba conocer Conques, ambos lugares vinculados al Camino de Santiago y, ambos también, referentes en el románico francés. Luego, sobre la marcha, el colega añadió una visita a los coliseos romanos de Nimes y Arles y, sobre el mapa, parecía razonable acercarnos a Avignon. Y, estando en Arles, no íbamos a irnos sin dar un paseo por la Camarga, otro capricho del colega, que es muy dado al mundo animal y vegetal. No como la viajera, que le dan alergia hasta los mosquitos domésticos y se atasca en un surco. Su apuesta era Toulouse, la capital del exilio español tras la guerra.
Como la excursión coincidía con la Eurocopa, no fue fácil encontrar hoteles -siete en total- que reunieran los requisitos que reclaman los viajeros, a saber, que sean céntricos, que tengan conexión a internet y aparcamiento para el coche y que sean mínimamente decentes. Si hay que optar, por el mismo precio preferimos un hotel de tres estrellas al lado de la plaza mayor del pueblo, que uno de cinco en las afueras. Casamos finalmente fechas y alojamientos, votamos por correo antes de salir y nos pusimos de viaje con la ilusión de dos adolescentes.
La primera etapa, Carcasona. Esta fue una incorporación de última hora para no hacer demasiado largo el viaje hasta “las aldeas galas” de Astérix y fue una decisión acertada porque la ciudad merece una visita. En realidad, la Cité propiamente dicha es la ciudadela medieval, el emplazamiento primitivo, constituida por el castillo y sus murallas. La puerta de Narbona, del siglo XIII, con dos torres contrafuertes, tiene acceso con vehículo, pero a la puerta de Aude, también del siglo XIII, solo se puede llegar por la cuesta desde la calle Barbacane. Los viajeros aparcan el coche junto al puente medieval y suben a pie en primer lugar por la puerta de Narbona para encontrar la ciudad tomada por un aluvión de turistas, que entran y salen en las innumerables tiendas que se abren en casi cada edificio de las calles principales que cruzan la cité.
Aunque la primera fortificación de este estratégico alto se atribuye a los romanos y pese a que por aquí pasaron los visigodos y los árabes, a los que expulsó Pipino el Breve, el santo y seña de Carcasona es el apellido Trancavel, vizconde de Albi y de Nimes, aliado y enemigo, sucesivamente, de los condes de Barcelona. Los Trancavel fueron amos y señores del lugar, llegaron a enfrentarse al rey de Francia y salieron perdedores en el trance.
Siguiendo la calle del Vizcomte Trencabel, que parte de la plaza del Chateau, los viajeros desembocan en la basílica de Saint Nazaire, la joya del casco antiguo, una mezcla de románico y gótico, con unas vidrieras que, dicen, son “las más preciosas del Midi”.
La ciudadela fue plaza fuerte de los cátaros, pero cuando, a comienzos del siglo XIII, el papa Inocencio III dictó la cruzada contra los albigenses, los herejes cátaros, el conde Simón de Montfort tomó la ciudad, hizo prisionero al Trencavel de turno y se nombró nuevo vizconde. Poco después, Luis IX, el San Luis de los franceses, la transformó en fortaleza real y cabeza del sistema defensivo en la frontera franco-española. En 1240, otro Trencavel intentó recuperar el poder pero fue derrotado de nuevo. Sometido el Trencavel, en 1247 el rey Luis IX, perdonó a los levantiscos y les permitió volver a Carcasona a condición de que permaneciesen en la orilla occidental del río, dando lugar a la fundación de la nueva ciudad, llamada ciudad baja o Bastida de San Luis, construida en forma de damero. En la Guerra de los Cien Años, Eduardo de Inglaterra, el Príncipe Negro no consiguió tomar la fortaleza, que se consideraba inexpugnable. A cambio, sus tropas saquearon la ciudad baja. En 1590, la ciudad fortificada no reconoció la autoridad de Enrique IV porque era hugonote. Sí lo hizo la Bastida, enfrentándose ambas en una demostración local de las guerras de religión que vivía Francia. Con el tratado de los Pirineos de 1659 la ciudad perdió su condición de puesto fronterizo y paulatinamente entró en decadencia, sobreviviendo con la producción de paños. En el siglo XIX la ciudadela se utilizó como cantera de piedra.
¿Por qué, entonces, luce tan esplendorosa la Cité? Porque, en verdad, estamos ante una reinterpretación de lo que fue o pudo ser. Llegado el romanticismo del siglo XIX, los intelectuales volvieron la vista a las ruinas de las glorias antiguas para reivindicar los esplendores pasados. El erudito local Jean Pier Cros-Mayrevielle y el mismísimo Prosper Mérimée, el de la Carmen de España, lanzaron una campaña por la recuperación de la ciudadela y el arquitecto Violet le Duc se aplicó en su restauración. Se aplicó tanto que la convirtió en un castillo ideal, más propio del norte galo que del mediodía. Así, los pináculos de las torres se cubrieron con teja de pizarra, material poco frecuente en la zona. En las últimas décadas, se está iniciando un proceso de adecuación a lo que se supone fue la realidad de la Cité, rebajando la altura de los pináculos y cubriéndolos con teja roja, propia de la construcción local. Los viajeros pueden contemplar versiones de una y otra interpretación.
El castillo está abierto a la visita turística pero, en opinión de los viajeros, lo mejor está en el exterior, en sus viejas casas, en sus callejas estrechas. Para no disputar el espacio con los turistas, los viajeros se van a la ciudad baja, la Carcasona donde vive y trabaja la gente. Y descubren lo que es una pequeña ciudad provinciana francesa. Visitan la iglesia de Sant Vicente, en la que destaca un campanario del siglo XV. Las antiguas campanas fueron fundidas y sustituidas por un carillon de 54 campanas que, dicen, es la gloria de la comarca. Otro motivo de orgullo ciudadano son sus baluartes, las murallas con las que se defendieron durante las guerras de religión.
Carcasona tiene apariencia de vieja dama que pasea con dignidad, un poco decadente, es verdad, sus viejas glorias. En torno a la plaza Carnot, con su fuente de Neptuno en el centro, los vecinos se mueven sin prisas aparentes y toman refrescos en los muchos veladores que se extienden por la plaza. Los viajeros se unen a ellos y seguramente compartirían esa sensación de placidez si no fuera porque al colega, que acaba de estrenar dientes, le ha salido un flemón que le está dando el día. En la misma plaza hay una farmacia a la que se dirigen en búsqueda de alivio. La farmacéutica le proporciona un antibiótico sin mayores problemas.
Por Carcasona pasa el Canal del Midi, en sus orígenes Canal Real del Languedoc, una vía navegable que desde Toulouse comunica el Garona con el Mediterráneo, por un ramal, y por otro, une Toulouse y Burdeos, de donde toma el nombre de Canal de los dos Mares y que es el canal navegable en funcionamiento más antiguo de Europa, declarado Patrimonio de la Humanidad. Parece que el tramo de Carcasona no pasa por sus mejores momentos debido a una plaga que afecta al arbolado de sus riberas, según contará a los viajeros un vecino con el que pegan la hebra.
Tras el paseo por la vieja ciudad moderna, los viajeros vuelven a la cité medieval al caer la tarde. Desalojada de turistas de urgencia, el castillo reune a los visitantes en las terrazas de sus plazoletas, donde no cabe un alma más. Son, se supone, los ocupantes de los hoteles que pueblan la Cité, convertida en parque temático turístico. 


Los viajeros buscan un lugar más tranquilo y, haciendo bueno el axioma de que los turistas buscan comer en las plazas y los viajeros en las calles, recalan en la Maison du Cassoulet, donde, como se infiere, el rey es el cassoulet, un guiso occitano de alubias blancas y carne de ave, generalmente pato y, en Carcasona, perdiz. A la sombra de las venerables piedras acariciadas por Violet le Duc, el colega da buena cuenta de su condumio. La viajera, buscando algo más ligero, pide un magret de pato con salsa de higos, simplemente bueno.
De vuelta al hotel, aún callejeamos un rato por la Cité y nos detenemos ante el pozo grande, el más antiguo de los dos que surtían de agua a la ciudad fortificada. Aseguran que su bordillo es del siglo XIV y sus columnas y herrajes, del Renacimiento. La leyenda afirmaba que el pozo escondía un tesoro y, racionalistas como son los franceses, en 1910 realizaron una excavación arqueológica en busca de las riquezas ocultas, con resultado negativo.
Como en Francia se cena pronto, cuando abandonamos el castillo por la puerta de Aude alcanzamos a disfrutar de una hermosa puesta de sol. Volvemos al puente medieval o puente viejo, que salva el curso del río Aude y comunicaba la Cité con la Bastida, actualmente solo peatonal. A pesar de la legión de mosquitos obesos que pululan por la orilla, resulta muy agradable el paseo por la ribera con la vista del puente y la ciudadela al fondo.   
El hotel de los viajeros está situado en la misma calle Barbacane. Al exterior, es un edificio sin atractivo, incluso un punto sombrío, pero tan pronto como se abre la puerta, muestra un lugar acogedor, muy confortable, con una piscina en el centro de un jardín que invita a quedarse. Desde el vestidor de nuestra habitación se alcanza a ver la silueta iluminada del castillo. Con esta imagen cerramos nuestra primera etapa por las rutas galas. 

1 comentario:

  1. Me apunto a este viaje, parte será recuerdo del que ya hicimos, el primero con los niños a quienes conquistó la Cité, y parte aperitivo del que tenemos en cartera ;)
    Me gusta volver con otra mirada

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