Cahors
está en el camino entre Rocamador, de donde han salido los viajeros,
a Moissac, adonde se dirigen, pero, aunque no lo estuviera, bien
merece una visita. Varios son sus atractivos, entre los que
sobresalen los dos que han dado fama a este pueblo, situado a orillas
del río Lot, capital de la antigua provincia de Quercy, etapa de la
llamada vía Podiensis del Camino de Santiago: el puente Valentré y
la catedral de Saint-Etienne.
Para
compensar los errores de la jornada de Rocamadour, en esta ocasión
los viajeros van tomando las sucesivas carreteras sin problema, lo
que la viajera aprovecha para refrescar las notas de viaje. Este
Cahors al que se dirigen es territorio Asterix: fue capital de los celtas cadurcos, una de
las tribus galas que se enfrentarían a los romanos, que la llamaron
Divona. La Civitas
Cadorcorum, de donde deriva su
topónimo, fue destruida en el siglo VI por los austrasianos y
ocupada por visigodos y árabes hasta que el obispo San Didier la
reconstruyó entre los años 636 a 655.
Los
banqueros lombardos que se establecieron aquí en el siglo XIII
transformaron el lugar en un importante centro financiero y comercial
europeo, favorecido por el río Lot, convertido en vía de
comunicación segura. En 1331, el papa Juan XXII, caorsín de
nacimiento, le dotó de universidad. En el periodo comprendido entre
1316 y la Revolución Francesa el poder de Cahors era compartido por
el obispo y el rey. La guerra de los Cien Años, en el siglo XIV,
obligó a construir un sistema de defensas que incluye el Puente
Valentré. Al término de la guerra, Cahors fue asignada a los
ingleses, quienes la dejaron arruinada. A partir del siglo XIX inicia
su recuperación, recobra el terreno de la curva del río y urbaniza
el antiguo foso de las fortificaciones, convertido ahora en el
bulevar Gambetta, en homenaje a León Gambetta, otro caorsino ilustre,
abogado, político, periodista y diplomático.
Los
viajeros llegan desde la carretera D-820 y toman la D-620 para entrar
en Cahors. Descubren así que el Lot forma un meandro que
convierte la ciudad casi en una península. Paran junto a un
jardincillo desde el que se contempla el puente Valentré en todo su
poderío. A la orilla del río, una sucesión de bares y terrazas
ofrece frescura en esta jornada calurosa. Junto al puente, una bodega
muestra los vinos de Cahors, de uva malvec y color oscuro, sobre los
que abundan los carteles publicitarios en toda la zona.
El puente forma un arco escarpado, tiene una longitud de 138 metros, seis arcos góticos de 16,50 metros y tres torres almenadas de planta cuadrada con una altura de 40 metros. Fue iniciado en 1308 y concluido setenta años después.
La prolongación del trabajo dio
lugar a una leyenda según la cual el maestro de obras firmó un
pacto con el diablo para que acabara la construcción a cambio de su
alma. Arrepentido del acuerdo, cuando el puente estaba a punto de
acabar, el maestro le pidió al diablo que llevara agua con un cedazo
a los obreros que se encontraban al otro lado del río. Naturalmente,
el diablo llegó sin agua a su destino y, para vengarse, cada noche
volvía para quitar la última piedra de la torre central, por esta
razón llamada Torre del Diablo, piedra que los obreros reponían al
llegar el día. Cuando en 1879 se restauró el puente Valentré, en
el hueco se colocó una piedra esculpida con la efigie del demonio
que ya no desapareció pues, se cuenta, las garras del diablo habían
quedado atrapadas en la piedra.
Los
viajeros admiran la armonía y solidez del puente, la anchura y
caudal del río, por el que transitan varias embarcaciones y se
dirigen a la oficina de turismo, que se encuentra a la entrada. Allí aconsejan a los viajeros dejar el coche en el aparcamiento del
Anfiteatro y recorrer a pie la ciudad medieval, consejo que ellos
atienden y agradecen.
Antes
de emprender el recorrido por Cahors, se
sientan en el bistrot Gambetta, donde toman un café teniendo a la
vista la estatua del prócer local y el bullicio del bulevar que
lleva su nombre.
Al otro lado, la
calle Mariscal Joffre conduce directamente a la fachada de la
catedral de Saint-Etienne. Una enorme muralla de piedra, puerta de
triple arquivolta, una galería, un rosetón y un campanario
encuadrado por dos torres. ¿Esta es la famosa portada de Cahors?
No, esta fachada monumental es obra de Guillaume de Labroue, que en
el siglo XIV decidió trasladar la portada original a la fachada
norte.
Rebobinemos.
La catedral de Saint-Etienne fue construida entre 1080 y 1135, un
edificio románico entre los más grandes de Francia, el primero en
tener una cúpula sobre pechinas. Se levantó sobre un templo
anterior del siglo VII. El interior es de una sola nave, sin
transepto, de 20 metros de ancho, 44 de largo y 32 de altura, solo
Santa Sofía de Estambul le supera en dimensiones, se ufanan los caorsinos. Tiene dos cúpulas
sobre pechinas, de estilo bizantino. El ábside, de estilo gótico,
sustituyó al románico anterior.
La
portada norte data de 1135, con un tímpano de transición del
románico al gótico, que representa la ascensión de Cristo, rodeado de ángeles y,
en la base, los apóstoles y la Virgen. A los lados de los ángeles,
la historia de Saint-Etienne, patrono de la catedral; por encima de
la mandorla, cuatro ángeles que acompañan a Cristo en la ascensión.
La arquivolta está adornada con personajes de caza, las virtudes y
los vicios. En la misma fachada norte se pueden ver una serie de
canecillos en buen estado de conservación.
El
claustro es posterior a la iglesia, fue
construido en 1504. Abundan las esculturas profanas: músicos,
bebedores; una piedra labrada con dos peregrinos, uno de ellos con la
venera.
Tanto
la catedral de Saint-Etienne como el puente Valentré están
declarados patrimonio de la humanidad como parte del Camino de
Santiago francés. Para saborear la buena impresión de uno y otro,
nada como callejear por el centro de la ciudad medieval, en la que se
mezclan las construcciones en piedra con el ladrillo, callejuelas
estrechas con jardines silenciosos y soportales. Lugares de una
placidez que no parecen de aquí y ahora.
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