El periodismo es
una profesión maravillosa. Te permite conocer cosas, lugares y a personas
interesantes que, de otra forma, difícilmente conocerías. Te obliga a analizar
en profundidad aspectos que en otra profesión pasarías por alto.
Al contrario de
lo que suele creerse y afirmarse, los periodistas, los periodistas de a pie me
refiero, suelen tener pocas presiones –yo no las conozco ni las he tenido
nunca, al menos- para que escriban en una u otra dirección. Otra cosa son los
directores o los jefes de redacción, pero se supone que esos malos ratos van
incluidos en el salario y, por lo mismo, se supone que ellos sabrán lo que
tienen que hacer frente a quien trate de presionar.
El periodismo es
una profesión maravillosa a condición de que sepas las reglas del juego. Una de
ellas es que has de dejar de lado tus gustos o tus inclinaciones en
aras de la obligada imparcialidad. No es la única, pero esa es esencial.
Valga la exordio para
confesar que, aparte de la información deportiva, siempre he detestado los
obituarios: te obligan a hacer un panegírico de personas que, quizá, no te merecen ningún respeto. Me han tocado unos cuantos que, pese a mi fastidio, he redactado
de la mejor manera que he sabido: una introducción con los datos biográficos
del difunto y una conclusión con los méritos que hubieran hecho del finado la
persona que merece un obituario en un periódico. Sólo en una ocasión me negué a escribir ni una palabra.
El difunto era un
empresario ya mayor y muy conocido en la zona a quien la Parca le había sorprendido
de vacaciones con su esposa. La familia decidió trasladar el cadáver al hogar
familiar y, para ahorrarse los gastos que conlleva el transporte de un difunto
o por alguna otra razón ignota, decidieron meterlo en el coche y así, sentado
en la parte trasera, hizo varios cientos de kilómetros hasta su domicilio.
Como la llegada
ocurrió de día, la odisea de sacar aquel cadáver del vehículo tuvo más testigos
de los deseados por la familia y el suceso se convirtió en la comidilla del
lugar. Así que cuando el director del periódico, que desconocía lo truculento
de la historia, me encargó el obituario del empresario yo me negué. No me veo
capaz de escribir nada serio. El director lo entendió y el periódico omitió cualquier
referencia al difunto.
Lo he recordado a
propósito de la muerte de Adolfo Suárez. Aunque veo que hay sobreabundancia de
voluntarios, no quisiera haber tenido que escribir ese obituario. Hasta donde
yo recuerdo, Suárez fue la herramienta que utilizaron quienes ostentaban el
poder durante el franquismo para aplicar la máxima de Lampedusa: que todo
cambie para que todo siga igual. Que cambien las formas para que el poder
permanezca. Por si teníamos dudas, ahora estamos comprobando quién manda realmente.
Si refresco más
la memoria, recuerdo también que en los años de la transición tan sacralizada los
muertos cayeron siempre del mismo lado –incluidos los obreros de Vitoria, los
abogados de Atocha, Arturo Ruiz, Mariluz Nájera o Yolanda González- cuyos
asesinos se fueron de rositas, que la inflación alcanzó el 20% y que la
economía estaba al borde del crack cuando el PSOE llegó al poder. Para no
mencionar que los peores enemigos de Suárez los tuvo en su propio grupo, cuyos cabecillas
le apuñalaron los órganos vitales con saña y sin tregua, y en el Jefe del
Estado, que le ninguneó y le menospreció cuando creyó que ya no le era útil, según
ha relatado Javier Cercas en su libro Anatomía de un instante.
Como ha escrito con
justeza José Antonio Zarzalejos, Suárez fue un hombre instrumental que acabó
creyéndose su papel y se revistió de una dignidad que redimió sus orígenes. Escuchar
al Rey, al actual presidente del Gobierno y a algunos de los que entonces le
acuchillaron canonizar al difunto, sin que ninguno de ellos haya explicado el
por qué de su comportamiento antaño, es un ejemplo de la desvergüenza casi absoluta en
la que ha devenido la política española. Qué difícil debe ser escribir hoy un
obituario y no perder ni perderse el respeto.
No le voté nunca,
no me gustó, no estoy de acuerdo con alguna de las cosas que hizo pero creo que
supo irse, supo ver cuándo su tiempo había pasado y se ganó un respeto. Descanse
en paz el primer presidente del Gobierno elegido democráticamente después de casi
cuarenta años de dictadura, el hombre que se creyó el papel que otros
escribieron para él: Adolfo Suárez González.
Participo punto por punto de todo lo que dices en tu entrada, salvo una, "que los periodistas de a pie me refiero, suelen tener pocas presiones", sinceramente creo que en la actualidad, el periodista de a pié no es necesario presionarle, se autocensura, tal y como está la profesión no es cosa de contradecir al director o no seguir la linea editorial del diario en el que trabaja por un salario de 600 € , recuerda que es una de las profesiones donde el índice de paro es mayor.
ResponderEliminarPor lo demás, has plasmado lo que pienso de to esto que se ha montado, olvidamos que estos lodos vienen de aquellos barros.
Saludos
Comedido y sutil....
ResponderEliminarNo puedo evitar la sensación de que Suarez murió hace tiempo, tan malito tantos años. Todo ha sido tan preparadito y tan bonito, y tan laureado, que extraña que tuviera que irse, eso sí, dignamente como no sabe ninguno de éstos de ahora, y extraña que no volviera a confiar en él el mismo pueblo que hoy le llora.
ResponderEliminarEn cuanto a los periodistas y su cobertura, he tenido que oir como los de Cebreros estábamos consternados, y sin aliento, exagerando lo inexistente, y vendiendo algo que no es real. No todo se trata de llenar minutos, ni páginas, pero se hace. A toda costa.
Besos