Tenemos una
memoria fragmentada, lo que hemos captado aquí y allá, lo que hemos oído a las
abuelas, sus historias de la guerra, de la posguerra. Fragmentos de vida, a los que se refería mi querida Pilar en su blog Abalorios.
El mes que viene
se cumplen 75 años del final de la guerra civil y los españoles aún no hemos
conseguido un relato común de la confrontación. Ni siquiera de la República y
eso que llegó por las urnas. Tenemos una visión cainita de nuestra historia y
la utilizamos para agredirnos unos a otros. Ni en el Parlamento ha
sido posible sacar adelante un rechazo común al pronunciamiento militar del 36,
a la guerra, a la dictadura posterior. Seguimos dándonos de garrotazos, como
nos vio Goya.
Por eso son tan
necesarias historias como las que Almudena Grandes está elaborando en su serie “Episodios
de una guerra interminable”, de la que lleva publicados tres volúmenes. En el
último de ellos, “Las tres bodas de Manolita”, la escritora nos sitúa en el
Madrid de la guerra y de la inmediata posguerra y va contando cómo era la vida en
aquellos años difíciles para casi todos y trágicos para muchos.
Es un escenario
que me resulta especialmente grato y que, por mucho que creas conocer, a veces
te depara sorpresas.
Empezar por la
calle Santa Isabel, en cuyo número 19 vivió Manolita hasta que fue desahuciada,
subir por la calle y toparte con esa barbería que bien pudieron utilizar los
hombres de la familia Perales o la librería La Fugitiva, tan apropiada a la
historia, hasta la Plaza de Antón Martín, por donde transitan los personajes de
la novela, algunos de ellos comunistas, como los abogados que fueron asesinados
aquí mismo el 24 de enero de 1977 cuando parecía que la guerra había acabado
definitivamente.
Cruzar la calle
Atocha y tomar la del León, donde estaba la panadería de Jero el hijo tonto de
la panadera. No especifica la autora dónde se hallaba la panadería pero si el
paseante quiere comprar pan en esta calle debe hacerlo en los pares –Panadería Cosmen&Keiless
Pastelería-; en el 25 hay un bajo con el redundante letrero -La Integral, Pan
caliente hornada de tarde, Pastelería- pero como ya advertirá en los
escaparates, lo que aquí se vende es ropa.
Callejeando por
el Barrio de las Letras se llega a la calle San Agustín, donde estaba la
imprenta del abuelo de Silverio, de la que no se perciben señales, y de allí,
por la Carrera San Jerónimo. En esta calle comienza la de Victoria, donde
estaba el tablao en el que actuaba Eulalia, al lado mismo de la Puerta del Sol,
donde se abre la de Preciados, en la que se sitúa la casa de los padres de
Silverio.
El paseo es
agradable, más aún en este ensayo de primavera madrileña. Da tiempo y
oportunidad de pensar. En la herencia recibida de esas mujeres que se
sobrepusieron a la tragedia nacional de una guerra civil y a sus propias
tragedias personales, que sufrieron la pérdida de sus padres, sus maridos, sus
hermanos, sus hijos y siguieron luchando; que fueron humilladas, despreciadas y
explotadas y siguieron luchando; que vieron cómo el nuevo régimen desandaba el
camino que el país había andado y siguieron luchando; que conocieron traiciones
y deslealtades pero también la entrega, la generosidad, la solidaridad, el
sentido práctico y la grandeza de quienes compartían fe política y credo
personal.
Mientras vuelvo por
el camino andado hasta Antón Martín, pienso en la importancia de la
literatura para relatarnos nuestra historia, para mostrarnos como somos. En estas
calles tan galdosianas, evoco a don Benito, que tan bien nos retrató en los
Episodios Nacionales, y vuelvo a preguntarme qué más tendría que hacer Almudena
Grandes para ser recibida en la Academia de Lengua.
En este
recorrido, descubro que la lechería de Julián, en la calle Tres Peces, ha
cerrado y se alquila el local. También descubro que en la calle Amor de Dios,
hay una fontanería: “El manitas de Atocha”. El Manitas era el apodo de
Silverio Aguado, amigo de Antonio el Guapo, de Julián el Lechero, de Vicente el
Puñales y de Roberto el Orejas, aquellos chicos que correteaban por aquí ignorantes
de lo que les deparaba el porvenir.
Roberto el Orejas
es el trasunto de Roberto Conesa, que fue militante de izquierda en su juventud
y acabó de policía torturador. No es el
único personaje real en la novela. De hecho, la habilidad de Grandes es que
todo cuanto relata, incluida la ficción, es real. Tan real como nuestra
propia historia.
Otra de las cosas que no puedo dejar de agradecerle a Almudena Grandes es que consigue sacar de las mujeres a las que admiro, siempre un destello más.
ResponderEliminarUn paseo emocionante, gracias
En cuanto me lo lea, vendré aquí a este post a disfrutar nuevamente de tu paseo. Y me apuntaré en pendientes hacerlo real. Con Fortunata y Jacinta más o menos lo he hecho, y sólo ha pasado siglo y pico. Nunca es tarde!!!
ResponderEliminarBesos
De la trilogía me falta por leer este último que acaba de publicar, me imagino que estará en la línea de los otros dos, definiendo perfectamente a los personajes, contando una historia novelada con grandes signos de realidad y bien documentada.
ResponderEliminarSaludos
Lo estoy leyendo, me parece emocionante poder recorrer el escenario relatado y redescubrir sitios de tu ciudad, es de esos regalos que no tienen precio, sigo tomando nota.
ResponderEliminarBesos
Otro escenario que, desde provincias, nos encantaría ver retratado es el recorrido de Manolita con el huevo de chocolate. Me gusta Madrid.
ResponderEliminar