Dejamos
atrás Grândola con la sensación de haber cumplido una ilusión
juvenil y la pretensión de haber rendido homenaje a Zeca Afonso. Contentos,
enfilamos el sur, hacia el Algarve, siguiendo la carretera de la
costa. Esta parte del Alentejo, -allende el Tajo- entre Odeceixe y
Burgau, forma parte del Parque Natural del Suroeste Alentejano y
Costa Vicentina. Los folletos turísticos la definen como un algarve
salvaje. Ciento diez kilómetros de costa bañada por un Atlántico
que por aquí se muestra con toda bravura. Sines, Porto Covo, Vila Nova de Milfontes, Zambujeira do Mar, Arrifana, son algunas de sus playas.
Aunque
las autovías portuguesas son excelentes y llevan casi a cualquier
punto, esta vez optamos por carreteras secundarias para aproximarnos al
máximo a la costa. Tenemos en mente un territorio salvaje y
bucólico, ambientalmente protegido, cuando llegamos a Sines y a poco
nos da el parasiempre. ¿Qué son esas torres?
Esas torres, muchas y muy altas, corresponden a un puerto industrial en el que se asienta una refinería, industrias petroquímicas y de construcción de contenedores. Varios buques esperan su turno para descargar en los enormes pantalanes portuarios. Todo ello en tamaño XXL. Bien empezamos, nos decimos con sorpresa.
Si
los viajeros dan la espalda el centro logístico, Sines es una
ciudad blanca y luminosa, como todas las del litoral, cuna del navegante Vasco
de Gama. Su excelente emplazamiento ya fue apreciado por los romanos,
los visigodos y los vándalos. En el siglo XII la zona fue
conquistada por los árabes pero un siglo después fue encomendada a
la Orden de Santiago. De aquellas glorias le quedan los restos de un
castillo. De aquí partió al exilio el rey Miguel I en 1834, que se
había enfrentado a su hermano Pedro, el fundador del reino
brasileño. El macropuerto data de los años setenta del pasado siglo
y, a simple vista, parece pujante.
Los
viajeros pasan por Sines mirando de reojo a las altas torres
metálicas, de las que salen unos humos poco alentadores, y siguen
camino. Seguro que este tipo de industria es necesaria y que los
sinienses estarán contentos con ella pero, a ojos de viajero, el
paisaje el poco alentador.
La
carretera costera conduce enseguida a Porto Novo, freguesía de
Sines, que es la otra cara de la moneda. Desde aquí, mirando a la
derecha, aún se ven las chimeneas de la petroquímica pero a la
izquierda el paisaje es impresionante. Unos acantilados que se
desploman en vertical sobre las aguas batientes, entre los que se
resguardan unas playas blancas de arena finísima. Dunas, marismas,
arrecifes -en Carrapateira hay uno de coral-, islotes, barrancos,
bosquecillos, prados.
Ese
es el paisaje de la Costa Vicentina. Entre Sines y Aljezur hay algún
poblado, reforzado con construcciones turísticas, pero distantes de
las playas de manera que quien quiera bañarse en ellas ha de
recorrer un buen trecho a pie.
La
viajera se embelesa ante tamaña demostración de la Naturaleza y se
pone a disparar fotos como los pistoleros del Oeste, tac, tac, tac. Ahí abajo hay
una playa protegida de todos los vientos, en la que toman el sol o
pasean apenas una docena de personas. Ten cuidado, que puedes
molestar a alguien, advierte el colega. ¿A quien voy a molestar aquí?,
pregunto. A los nudistas que toman el sol, por ejemplo, me indica. En
efecto, la playa idílica que he fotografiado con fruición resulta
ser anti textil. Pero no creo que a nadie le interese mucho esa
minucia dado lo abrumador del entorno.
Un
poco más adelante los viajeros hacen un alto para refrescarse. Una
veintena de coches han encontrado aparcamiento alrededor del
chiringuito en el que, además de refrescos, ofrecen comida sencilla.
Varios jubilados y familias con niños toman el sol en la playa
cercana. Cerca, un grupo de jóvenes surfean las olas. Esa es la clientela habitual de la zona, nos dice el camarero. Aunque vienen muchos viajeros de Sevilla, que está ahí al lado, porque aquí las playas son igual de buenas que en Andalucía pero con menos gente, nos explica.
El
plan inicial de viaje es bordear toda la costa, doblar el Cabo de San
Vicente y llegar a Lagos, el destino final. Pero en un cruce de
caminos aparece un indicador que llama la atención de la viajera: Aljezur.
Aljezur,
qué nombre tan bonito para una ciudad, digo. Por aquí han pasado
los árabes, corrobora el colega. Podemos acercanos a verlo y
atajamos hacia Lagos, propone, tiempo tendremos de ir al Cabo. Y así
hacemos. Todavía lo estamos celebrando.
Por
dondequiera que llegue el viajero a Aljezur encontrará un camino
bordeado de montes bien cuidados, espesos, hermosos, que conducen a
una población dividida en dos áreas: el casco antiguo, coronado por
las ruinas del castillo, y la zona nueva, casas blancas en ambas.
Entre
paradas, fotos y desvíos se ha hecho la hora de comer así que los
viajeros se encaminan directamente a la parte antigua en busca de un restaurante.
Atravesamos un puente medieval, torcemos a la derecha y nos
encontramos con lo que parece una tasca de pueblo: Pont'a pé, reza
el rótulo. Y dice verdad porque el edificio linda con otro puente
que deja justo frente al mercado del pueblo.
Entramos
en la supuesta tasca y, ¡oh, sorpresa!, encontramos un local muy
bien acondicionado donde se nos han adelantado varios comensales. Las
raciones en Portugal suelen ser abundantes y aquí hacen honor de
ello. La comida resulta exquisita. Una pareja española que come a
nuestro lado, pide de postre el pastel de higos y almendra. La
herencia árabe, le digo al colega. Preguntamos al joven que nos
atiende por el pastel de marras y nos explica que es la especialidad
de la casa pero que puede servirnos un surtido de tartas, a ver qué
nos parecen. Para que puedan degustarlo bien les voy a traer una
ginginha y un licor de madroño, añade.
Creedme,
no hay palabras -o la viajera no las conoce- para expresar la
exquisitez de esos pasteles de receta antigua. Se elaboran con
boniato, higos, almendras y, contra lo que pudiera parecer, resultan
ligeros, suaves y riquísimos. Especialmente, el de higos.
Aparte de la calidad de la comida, el lugar resulta muy agradable por la amabilidad del personal que nos atiende. Se está tan bien a la mesa y es tan amena la conversación que cuesta emprender el recorrido por el pueblo.
El castillo es una fortaleza defensiva del siglo X, levantado por los árabes y tomado por los cristianos en el XIII, época de la que que data el fuero de Aljezur. Fue el último castillo en ser reconquistado en el Algarve. El terremoto de Lisboa de 1755 lo dejó tan malparado como se ve pero aún se mantienen en pie la cerca y dos torres que permiten imaginar lo que fue la fortaleza.
Los viajeros pueden contemplar desde este punto la privilegiada comarca que se extiende en derredor: el Cerro de Mós, las sierras de Espinhaço de Cao y Monchique. Y allá, en lontananza, el mar.
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