Lisboa, esta ciudad moderna que pisan los viajeros, capital de la República Portuguesa, que despide al Tajo cuando éste se une a la mar océana y se mira en el agua desde la majestuosa Plaza del Comercio, es un lugar rodeado de leyendas. La primera de ellas se refiere a su origen, que dice haber sido fundada por Ulises, de vuelta a Ítaca tras la guerra de Troya.
Se sabe, por los restos hallados, que aquí hubo un asentamiento fenicio hacia el 1200 antes de la era cristiana. En el 205 a.c. El lugar se encontraba bajo la dominación de los romanos. A la caída del imperio romano, en el 409 de nuestra era, la ciudad es conquistada por los alanos, una de las tribus bárbaras que invaden Portugal. A los alanos les suceden los suevos y a éstos los visigodos, hasta que, en el 711, los musulmanes invaden la península y ocupan también Lisboa, donde permanecen 450 años convirtiendo la ciudad en un importante núcleo comercial. Rastros de esta época pueden encontrarse en el Castillo de San Jorge y en el barrio de Alfama.
Los musulmanes fueron expulsados en 1147 por el primer rey de Portugal, Alfonso I Enríquez, y en 1256, Alfonso III hizo a Lisboa capital del país. Don Denis la convirtió en un foco cultural y en 1290 se creó la primera universidad. A la ampliación de don Denis corresponde el barrio de la Baixa. En 1373, Enrique II de Castilla entró en la ciudad y la saqueó, por lo que Fernando I de Portugal mandó amurallarla para defender a sus 40.000 habitantes, por otro lado, víctimas frecuentes de la peste negra.
En 1479, Vasco de Gama se embarcaba en Belém camino de la India, abriendo así la ruta de las especias, que hizo de Lisboa un emporio mercantil europeo. En prueba de gratitud a la protección divina en los descubrimientos, Manuel I mandó construir la Torre de Belén y el Monasterio de los Jerónimos: como tantos otros monumentos lusos, un gótico tardío aderezado con esculturas con motivos exóticos, frecuentemente de temas marítimos que toma el nombre de manuelino en honor del monarca .
La riqueza que el comercio trajo a la ciudad impulsó su expansión urbanística. Así, surgió en el siglo XVI el Barrio Alto y el Terreiro do Paço o plaza del palacio, actualmente Plaza del Comercio, escenario del esplendor lisboeta y entonces también de las ejecuciones de la Inquisición: herejes, judíos y sospechosos de cualquier desvío.
En 1578, muere en Alcazarquivir el joven rey Sebastián I cuando intentaba conquistar Marruecos. Ante la falta de herederos, Felipe II invadió Portugal en 1580 pero rehusó hacer de Lisboa la capital de su reino. Craso error que aún estamos pagando pues hubiera suplido la carencia de Madrid, donde, como es bien sabido, no hay playa, y, seguramente, hubiera consolidado la unidad ibérica con el mutuo enriquecimiento de españoles y portugueses. Los españoles fueron expulsados de Portugal en 1640 y la casa de Braganza ascendió al trono con Juan IV.
El descubrimiento de oro en Brasil, en 1697, vino a reforzar la prosperidad portuguesa y el florecimiento de Lisboa que vivió en el siglo XVIII una fase de expansión y modernización, ejemplo del cual sería el acueducto que traía el agua desde el valle de Alcántara, derruido tras el terremoto de 1755.
No sólo el acueducto fue víctima del famoso terremoto –cuyas consecuencias se hicieron sentir muy lejos de aquí, incluso en la iglesia de Villasirga en Palencia- sino que la ciudad entera quedó reducida a ruinas. El marqués de Pombal, jefe de gobierno de José I, diseñó un modelo de ciudad moderna con un eje norte-sur centrado en la Baixa, que sólo se quedó a medio hacer pues la familia real huyó a Brasil cuando Napoleón invadió la península ibérica.
La industrialización de mediados del siglo XIX trajo una nueva revitalización de la ciudad: se instaló el alcantarillado, se levantó un muro de contención del río, se construyeron carreteras, líneas de ferrocarril y se introdujo el tranvía como transporte urbano. En 1910 un alzamiento derrocó al rey Manuel II y con él a la monarquía, proclamándose la República. Oliveira Salazar (1932-1968) mantuvo una dictadura que se prolongó hasta el 25 de abril de 1974, cuando los capitanes del ejército protagonizaron la Revolución de los Claveles que devolvió la democracia al país.
Portugal entró en la Comunidad Económica Europea en 1986, al mismo tiempo que España. La incidencia de los fondos europeos es apreciable en la red viaria del país, convertida hoy en una nación moderna a la altura de cualquier otra europea. Lisboa, que atravesó un momento difícil con el retorno de ciudadanos empujados por la descolonización de sus posesiones en África: Angola, Mozambique, Guinea-Bisau, Santo Tomé y Príncipe, Timor, ha cambiado de rostro en las últimas décadas por la fuerza de los hechos. En 1988, el barrio del Chiado ardió casi totalmente; su reconstrucción fue encomendada al arquitecto Álvaro Siza Vieira, que ha hecho el milagro de hacer surgir un nuevo barrio, que a la viajera le gusta especialmente. La capitalidad cultural de 1994 y la Exposición Universal de 1998 han hecho el resto.
Los viajeros llegan hoy a una ciudad luminosa y abierta, tomada por miriadas de turistas que se amontonan en los mismos lugares, se apretujan para tomar esa foto que aparece en todas las guías y salen corriendo para cumplir con el horario y la ruta establecidos por la agencia de viajes.
Los viajeros desembarcan en la Plaza del Comercio, se maravillan una vez más de su grandeza y comprenden la admiración de quienes llegaban a la ciudad por barco y ponían el pie en tierra firme en esta ensenada de piedra conocida por los portugueses como Terreiro do Pazo o Plaza del Palacio porque aquí estuvo durante cuatro siglos el palacio real.
Las escalinatas del embarcadero están ahora ocupadas por decenas de personas, jóvenes en su mayoría, que toman refrescos o simplemente miran el discurrir del río Tajo -aquí Tejo- en su camino irremediable hacia el mar. Se oyen conversaciones en idiomas conocidos e ignotos. Lisboa está de moda una vez más.
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