Lo que se conoce como el Castillo de Praga es un conjunto que contiene, además del propio castillo, un palacio, tres iglesias y un monasterio, además de otros edificios y el llamado callejón dorado.
Conviene ir temprano si se desea gozar de alguna tranquilidad porque éste es lugar obligado para todo turista que se precie y durante el día entero el interior del recinto amurallado es recorrido por una legión de visitantes de toda procedencia, edad y condición, muchos de ellos armados con ipads y otros artilugios similares que colocan a manera de pantalla ante cualquier motivo de interés.
Praga es una ciudad que puede recorrerse a pie de un extremo a otro sin demasiado esfuerzo. Este principio ha de someterse a ligera revisión en el caso del acceso al castillo que está cerca, ciertamente, pero al final de una empinada cuesta. Por si acaso, optamos por el transporte público que, en general, es muy bueno en la ciudad y sobre el que volveré en otro momento. Tomamos, pues, el tranvía 22 que bordea la ciudad y tiene una parada en la misma puerta del complejo religioso-militar.
Lo primero que se observa al acercarse a la muralla es la Torre de Dalibor, nombre que toma de un preso que tocaba su violín a cambio de comida. Salvado este sombrío recuerdo, el viajero se da de bruces con una sucesión de patios amplios y luminosos a través de los que accede a la catedral de San Vito.
He dicho que la catedral corresponde al periodo gótico pero esta afirmación hay que matizarla. Fue el propio San Wenceslao quien en 926 manda construir la rotonda. En 1060 se inicia la construcción de las tres naves de la iglesia y en 1344 cuando se empiezan las obras de la catedral gótica que se terminará entre los siglos XIX y XX. De este tiempo son sus vidrieras, alguna de ella debida al artista Alfons Mucha, el artista checo considerado uno de los creadores del art nouveau, y también la portada principal en la fachada oeste, ante la que se extasían muchos visitantes. Fue consagrada como catedral en 1929 y los praguenses se muestran orgullosos de ella.
El recorrido de sus amplias naves y su tracería gótica es un repaso al último milenio de historia checa, desde la capilla de San Wenceslao, el mausoleo real, la tumba de plata de San Juan Nepomuceno, el relieve de la huida de Federico del Palatinado, o los tímpanos que ornan los altares. Los personajes de algunos de éstos visten atuendos modernos, con corbata o pajarita.
Torre de la Campana y pórtico dorado
Vale la pena un recorrido tranquilo del exterior de la catedral. Desde la fachada sur se puede apreciar la torre de la Campana, de donde cuelga la campana más grande del país. Se puede acceder al mirador si se está dispuesta a subir 287 escalones; a cambio, si el día está claro, podrá disfrutar de una visión panorámica de Praga.
Junto a la torre se encuentra el pórtico dorado, con sus tres arcadas y su ornamentación en oro. Ésta fue la puerta principal hasta que se construyó la fachada oeste y aún se utiliza en ocasiones especiales.
Antes de seguir la visita por el castillo, una ojeada a las gárgolas, hay algunas formidables.
El palacio real ha seguido una peripecia de construcción y reconstrucción similar a la de la catedral. Sobre un palacio románico, construido en el siglo XII, cada rey ha ido añadiendo su propio palacio. Fue sede de la corona ya con los príncipes bohemios, con los Habsburgo acogió las oficinas del gobierno y de la Dieta o parlamento. Fue restaurado en 1924 y desde 1918 es sede del gobierno de la República. Coincidiendo con las horas se produce el cambio de guardia con la vistosidad propia del ceremonial.
Próximo al palacio real se encuentra el callejón de oro o callejón dorado. La pomposidad del nombre no se debe a sus dimensiones, se trata de un callejón estrecho y no muy largo, cuya vertiente izquierda está ocupada por una serie de casitas construidas en los arcos de la muralla, pintadas en vivos colores. Se construyeron a finales del siglo XVI por orden de Rodolfo II para alojar a los guardias del castillo; luego fueron ocupadas por los orfebres. En el número 22 vivió Franz Kafka con su hermana durante unos meses en 1916. Hoy, todas las viviendas están ocupadas por tiendas de productos nacionales en las que los turistas se amontonan y ante las cuales se fotografían con fruición.
Como no podía ser menos, el callejón es el eje de una serie de leyendas. Alguna de ellas habla de la búsqueda de la piedra filosofal. Otra, más reciente, refiere que una de las casas estaba ocupada por un filósofo que dedicó su dinero a comprar libros de magia y su tiempo a experimentar en su laboratorio. El año 1831 se produjo en esta casa una gran detonación, tras lo cual se halló al filósofo muerto con una piedra en la mano, piedra que resultó ser de oro, sin que nadie haya acertado a explicar su procedencia.
Cerca de la entrada principal del palacio hay una empinada escalera que lleva al barrio de Mala Strana. Descendiendo esta escalinata se comprueba lo acertado de haber subido en tranvía. Nos cruzamos con grupos de jóvenes que ascendía con harto esfuerzo. Conviene bajar con calma también para disfrutar de las hermosas vistas que ofrece la ciudad y para no perderse ningún detalle del caserío que se desparrama hacia el barrio pequeño, que eso es lo que significa Mala Strana.
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