Ni
de cerca ni de lejos el Cabo de San Vicente es un accidente
geográfico cualquiera. Si lo miras sobre el mapa, el entrante es
la barbilla de ese rostro imaginario que forma la Península Ibérica
en su vertiente atlántica. De cerca, asemeja una mole de piedra que
parece a punto de echarse a navegar por la mar océana hacia el
infinito. Los romanos lo llamaron Promontorium Sacrum y lo dedicaron
al culto del dios Saturno. Estrabón lo vio como el punto más
occidental del mundo habitado.
Al
Cabo de San Vicente hay que ir provisto de ropa de abrigo porque en
este punto se cruzan todos los vientos y no todos son cálidos. Bien
abrigado, podrá buscar acomodo sobre estas rocas y ver el paso de
los barcos que se dirigen al norte de Europa o echar volar la
imaginación para evocar la cruenta batalla naval que aquí se
desarrolló el 14 de febrero de 1797 entre las flotas española e
inglesa que se saldó con una vergonzosa derrota hispana.
Los
españoles se vieron abocados a la contienda por su alianza con
Francia -Tratado de San Ildefonso- que le obligaba a enfrentarse a
Inglaterra. España llegaba con 27 navíos de línea, once fragatas y
un bergantín, un total de 2.638 cañones, incluidos los 136 del
Santísima Trinidad, el mayor buque de guerra del mundo, al mando de
José de Córdoba. Por el lado inglés, 15 navíos de línea, cuatro
fragatas, dos balandros y un cúter, con un total de 1.430 cañones,
al mando de John Jervis.
Pese
a la inferioridad numérica, la disciplina, el entrenamiento y la
táctica británicas se impusieron y humillaron a la flota hispana,
que perdió 250 hombres y varios barcos. Los gaditanos recibieron con
escarnio a los restos de la flota, que prácticamente no había
llegado a entrar en batalla. José de Córdoba fue sometido a consejo
de guerra y degradado. Alguno de los contendientes en esta
confrontación -Cayetano Valdés y Horacio Nelson- volverían a
encontrarse en 1805 en aguas próximas, en la fatídica batalla de
Trafalgar, donde la flota española perdió el prestigio y Nelson, la
vida.
Si
lo que desea el viajero es contemplar una puesta de sol sin
interferencias tendrá que acudir con tiempo porque en este punto se
dan cita en verano cientos de personas para despedir al astro rey. Parece que también se dan cita las nubes porque en las dos jornadas que
acudieron los viajeros el sol -radiante a pocos kilómetros- se empecinó en jugar
al escondite y se negó a ofrecer el espectáculo que esperaban unas
decenas de personas.
El
desaire solar no merma un ápice la salvaje belleza del lugar que
explica por sí sola la admiración y el temor reverencial que ha
inspirado a lo largo de la historia. La explanada de piedra que se
levanta sobre las aguas embravecidas del Atlántico se asemeja a la
disposición del Cabo Norte en el Círculo Polar, excepto que aquí
el espacio de la esfera armilar lo ocupa un faro colorista en el que
los viajeros se refugian de los vientos.
Los
amantes de la biología hallarán aquí raras plantas endémicas,
algunas de ellas recuperadas después de haberse considerado
extinguidas.
Otro
magnífico mirador del Cabo es la fortaleza de Sagres, un pueblo muy
apreciado por campistas y surfistas de toda Europa, que disfrutan de
sus magníficas playas.
Observado desde este punto, el Cabo de San Vicente parece realmente el horizonte del fin del mundo.
Mirando lejos, quizás sea el único modo de ajustar la vista a lo que nos rodea.
ResponderEliminarMe encanta viajar contigo,