Cuando
yo era pequeña, mediados del siglo pasado, los niños éramos
multiuso. Las niñas, más. Aparte de poner la mesa y hacer la cama,
tareas que por entonces se creía que causaban infección en las gónadas y, por
tanto, estaban reservadas a las niñas, que, como está acreditado,
tienen ovarios a prueba de ese tipo de riesgos, todos, niños y
niñas, éramos los chicos de los recados.
La
niña que fue la sesentera que soy tenía, entre otras, dos tareas
indeludibles: subir el agua fresca de la fuente al terminar la siesta
y comprar el vino antes de la comida.
En
mi familia venimos programados de serie para la siesta en verano. O, al menos, esa era la teoría de mi abuela. Así que tan pronto
terminábamos de comer, niños y adultos cumplíamos con nuestra
predestinación genética. De igual manera, cuando mi abuela
consideraba cumplido el rito debía tener dispuesto el botijo de agua
fresca. No cualquier agua, agua de la fuente de Santo Domingo que entonces procedía de algún manantial derivado de La Nava aún no canalizada y que,
según opinión familiar generalizada, era fresca y fina.
La
niña que fue cogía el botijo cada tarde, cruzaba la calle y se
encaminaba a Santo Domingo, ponía el botijo bajo el caño y esperaba
que el agua rebosara por el pitorro para volver a casa con la carga.
Más de una y más de dos veces no atinaba del todo en la
dirección adecuada y el botijo acababa tropezando con la piedra de
la fuente y la niña se quedaba con el asa en la mano, con la
consiguiente regañina. Como nadie había descubierto aún los
traumas infantiles -o si se habían descubierto aquí no se había
enterado nadie- si la hacías te la cargabas. Lo más suave que oías
era eso de no sé que le pasa a esta niña, que cada día es más
tonta. Hipótesis que mi abuela solía repetir en el primer día de mercado siguiente ante la cacharrería
de la señora Caya -que sentaba sus reales en la Plaza, en el arco
que corresponde a Foto Díaz-. Dame otro botijo, Caya, que mi nieta
tiene manos de cazo y me ha roto otro. Es que estos chicos tienen la cabeza
a pájaros, corroboraba la señora Caya.
Cuando
no se te rompía el botijo volvías a casa con el agua fresquita y
se la entregabas a los mayores, que bebían de ella por orden de
edad, dignidad y gobierno. O sea, que más te valía volver bebida.
La
segunda de las tareas de la niña que fue era proveer del vino
diario. A pesar de que, entonces como ahora, Aranda estaba en el
corazón de la Ribera, no había llegado aún el invento de la
Denominación de Origen, ni nadie se planteaba el embotellado, para
qué hablar de catas, del color o de los aromas del vino.
Lo
que se bebía era el clarete, una cosa de color más o menos rojo,
que la niña que fue compraba en la Cantina La Cadena,
establecimiento que estaba en la esquina del puente con la carretera
de Valladolid, en el callejero Avenida de Ruperta Baraya. La Cadena
era una cantina de hombres; en verdad, todas lo eran, las mujeres
sólo entraban, o bien acompañadas de un varón de la familia o bien a
buscarlo cuando éste no encontraba el camino de vuelta a casa. La
niña -de una timidez enfermiza- entraba con su botella, llegaba
hasta el mostrador y, roja hasta las pestañas, pedía a Basilio
Bayo: Un cuartillo de vino.
Cuando
aún había pregonero -los más veteranos recordarán al tío
Pitorro- éste se encargaba de anunciar dónde “se echaba” el
vino. Echarse el vino, para los avisados, era ponerse a la venta el
vino de la temporada -la añada, dirían los entendidos- en la bodega
correspondiente. Una rama en la puerta identificaba el lugar donde
se estaba “echando” el vino.
No
sólo se podía comprar a granel, también se consumía como en
cualquier taberna, chato a chato. El puesto de venta consistía en
una rudimentaria mesa, sobre la que se disponían los vasos, un
barreño con agua, donde éstos se enjuagaban después de cada
uso, y uno o varios cántaros donde se guardaba el clarete para el suministro.
Como
la cantina, la bodega era un lugar de reunión para hombres aunque
más flexible. La niña que fue recuerda haber visto a Eloína, que
vivía en la Plaza de Santa María, hacer tertulia en la bodega de la
calle la Miel.
Cuando
no quedaba demasiado lejos de la casa familiar, la niña que fue iba
a comprar vino a la bodega en vez de a La Cadena. Casi siempre tenía que hacer cola porque, como no había televisión ni centros sociales, los
arandinos gustaban de reunirse en estos puntos de encuentro coyunturales. Llegaba con su botella y
pedía: Un cuartillo. De aquellos días le ha quedado a la niña que
fue en la memoria pituitaria un olor definido: el olor a vendimia, a
cuba, a vino guardado, ...
La
sesentera acercó la copa a la nariz, según aprendió en su momento
de los popes del vino, y a poco se desmaya. Ahí estaba el olor de las
bodegas de la niña que fue. El vino es un tinto joven, bueno para
acompañar un lechazo asado, pero sin mayores pretensiones. El colega
lo prueba y le reprocha saber a rioja, que es casi lo peor que puede
decir de un ribera, pero a estas alturas la sesentera ha decidido
llevarse ese olor y, tras la visita, hace acopio de varias botellas.
“Potente
aroma a fruta fresca que recuerda a grosellas y frambuesas acompañado
de notas florales y sutiles especiados. En boca es fresco, elegante y
expresivo, con un marcado carácter frutal que nos aporta un final
largo y persistente”, informa la contraetiqueta.
La
niña que iba a comprar un cuartillo en la bodega en la que echaban
vino nunca hubiera sido capaz de expresar tal catálogo de
sensaciones. La periodista que vio nacer contra viento y marea la Denominación de Origen
Ribera del Duero no hubiera sido capaz de adivinar semejante
esplendor. Qué sorpresas tan agradables te depara a veces la vida.
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