Cualquier juicio previo pierde valor, sin embargo, cuando se llega a Praga, cuando se patean sus calles, se habla con sus habitantes, se recorren sus monumentos, se revisa su historia más reciente. Hay algo imperceptible pero evidente que hace de Praga una ciudad especial, tan parisina y romántica.
Lo primero que me llamó la atención es que estábamos en una ciudad moderna: coches de última hornada, edificios de diseño vanguardista en perfecta armonía con las edificaciones del siglo XIX, equipamientos de alta gama. Luego, su refinamiento.
Praga es una ciudad culta habitada por una sociedad que ama la cultura. Ello es evidente no ya en la proliferación de monumentos, en la abundancia de oferta cultural, en la proliferación de conciertos en cualquiera de sus iglesias y en muchas de sus calles, sino en la exquisitez de detalles que muestran los edificios comunes.
Bien, vayamos por partes. Llegas al aeropuerto, no demasiado grande, nada llamativo, y encuentras rápidamente comunicación con la ciudad. Llegas al hotel y sientes que el calendario ha retrocedido un siglo, te sientes viajera de antes de la primera Gran Guerra. El sentimiento se afianza cuando miras por la ventana y aparece el Hotel París, un edificio modernista que fue paradigma del gran lujo.
Todo en derredor es armonía, nada desentona: la torre de la Pólvora, la Casa Municipal, con sus salones modernistas, sus pinturas de Alfons Mucha, su pianista. Lo chocante es que no tiene aire decadente, se diría que han arrastrado el pasado para conjugarlo sabiamente en presente.
Comer en esto salones o en su terraza también es un lujo asequible al viajero actual. Apenas dos horas después de aterrizar y mi primer descubrimiento resulta ser un excelente slivovice (coñac de ciruelas). Otros licores nacionales son el horocicka (licor de endrinas) o el hecherovka (licor de hierbas).
Como no he viajado a Praga para darme a los alcoholes, rápidamente nos encaminamos a la Plaza de la Ciudad Vieja. Al contrario que los viajeros de hace un siglo, hoy cualquiera ha visto en cientos de imágenes, de vídeos, de películas, los lugares que visita. No importa, la impresión cuando se llega a esta inmensa plaza es de idéntico asombro.
Llegar a la Plaza de la Ciudad Vieja - Staroměstské náměstí - es como desembarcar en una ensoñación. La Torre del Reloj enfrentada a la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, ambas flanqueadas por edificios a cuál más hermoso y en el centro el monumento a Jan Hus.
La Torre del Reloj forma parte del ayuntamiento de la Ciudad Vieja y ha sido cuidadosamente restaurada después de los daños sufridos por los nazis en el levantamiento de Praga en 1945. Desde su mirador (69,5 metros de altura) se puede contemplar la ciudad y obtener hermosas imágenes de su caserío. De entre las distintas torres de Praga ésta es la única a la que se puede acceder en ascensor. La entrada se encuentra en el edificio donde se ubica la información turística.
Anejo a la torre se encuentra la sala del Consejo, donde se celebran los enlaces matrimoniales por lo que, a los ya abundantes visitantes que desean fotografiarse junto al famoso reloj hay que añadir los novios que encuentran aquí un verdadero marco incomparable.
El Reloj Astronómico es una de las atracciones de Praga y un testigo de la Europa medieval. Ocupa la fachada sur de la torre del ayuntamiento y raro es el momento en que no se encuentra rodeado de una multitud expectante tratando de descifrar el significado de sus esferas o a la espera de ver el mecanismo que se desencadena coincidiendo con las horas. El Reloj fue construido en 1410 por el relojero Mikulas Kadan con la ayuda de Jan Ondrejuv, profesor de matemáticas y astronomía de la universidad Carolina de Praga, y reconstruído 80 años después por el maestro Hanus. La leyenda asegura que el ayuntamiento ordenó cegar a Hanus para evitar que pudiera construir otro reloj más grande que el de Praga y añade que el maestro maldijo al reloj de manera que quienes trataran de repararlo morirían o se volverían locos. 600 años después, el reloj funciona perfectamente.
Cuando la esfera señala la hora exacta, la calavera situada a la derecha hace sonar una campanilla recordando que el tiempo de la vida es breve. Las otras figuras que flanquean el reloj: la vanidad, la lujuria, la avaricia, señalan las tentaciones del mundo mientras por las ventanas situadas inmediatamente encima de la esfera desfilan los doce apóstoles. Finalmente, el gallo dorado que culmina la escena aletea y canta la llegada del nuevo día poniendo una nota de esperanza. El tiempo pasa, en efecto, pero la vida se renueva.
Recientemente se ha incorporado un nuevo ritual entre las 9 de la mañana y las 9 de la tarde: desde lo alto de la torre un músico, vestido a la manera de los guardianes de las torres, toca una melodía con una trompeta.
La Plaza es el corazón de la ciudad, de donde parten o adonde llegan siete calles. Conviene recorrer cualquiera de ellas al menos una vez. En todo caso, es imprescindible pasear por la Pariská, que conduce al barrio judío, por la Celetna, que concluye en la Torre de la Pólvora, y por la calle en la que se alza el reloj astronómico, que desemboca en la calle Karlova y ésta en el Puente de Carlos.
Si la Staroměstské náměstí es el corazón de Praga, el Puente de Carlos es su arteria principal. Todo lo que ocurra en la ciudad pasa por aquí y no hay viajero que no se deleite en este paso, transitándolo varias veces en su estancia. El Puente de Carlos tiene vida propia, es como un mundo dentro del universo especial que es Praga. Está flanqueado por dos torres, una por la entrada desde la ciudad vieja y otra por Mala Strana, ésta acompañada por otra del antiguo Puente de Judit.
A uno y otro lado de los muros de piedra de sus 516 metros de longitud se ha asentado toda una sucursal del santoral: San Antonio de Padua, San Vicente Ferrer, Santa Ana, Santo Domingo, Santo Tomás, San Vito, San Norberto, San Wenceslao, San Segismundo o San Juan Nepomuceno, éste con leyenda propia.
Quiere la tradición que quién pone los dedos de la mano sobre cada una de las cinco estrellas de la cruz arzobispal sobre el muro de la derecha (en dirección de Mala Strana) verá cumplido el deseo que pida. Parece que los paseantes quieren garantizarse el cumplimiento de sus deseos porque no sólo la cruz sino otras placas de latón relacionadas con el milagro de San Juan Nepomuceno lucen brillantes del roce permanente. Confieso que toqué todas ellas, no sólo por seguir la tradición sino por compartir los impulsos de millones de viajeros que habrán hecho lo mismo.
No es ésta la única leyenda que esconde el Puente. A mí me gusta sobremanera la que sostiene que en las noches que queda en soledad y logra alejar a praguenses, viajeros y turistas las estatuas recuperan vitalidad, se apean de sus pedestales y departen entre ellos. En este caso, quizá lo prodigioso sea que el puente consiga estar alguna vez vacío.
Además de santos, paseantes y prodigios, el Puente de Carlos acoge multitud de artistas: pintores, caricaturistas, músicos, artesanos. Las ofertas de unos y otros y el Moldava que discurre bajo sus arcos reclaman del viajero más de una visita. Moldava significa “agua salvaje” y durante siglos ha hecho honor a su nombre, con dos riadas ordinarias por año y algunas extraordinarias: la última de ellas en 2002 obligó a evacuar a 50.000 personas.
Al Moldava, que corre bajo el puente, dedicó el compositor Bedřich Smetana una de sus sinfonías. En compensación, los praguenses han dedicado uno de los edificios junto al río a museo de Smetana. Una estatua del músico contempla el paso del agua desde un mirador próximo al puente. El lugar es emplazamiento ideal para contemplar la caída del sol con el Castillo de Praga al fondo.
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