viernes, 28 de marzo de 2014

En modo maullido lastimero



Cuando llegó a casa todavía vivíamos en ella las dos herederas, el colega y yo. Era adulta, había sido castrada y tenía signos evidentes de haber sido maltratada: el más notorio en el cuello, como si la hubieran llevado atada, porque no quiero ni pensar que hubieran querido ahorcarla. De hecho, durante mucho tiempo, cuando hacíamos un movimiento brusco ella se acurrucaba como si temiera ser agredida. Procedía de la Protectora de Animales, era una gata negra de cien cruces que siempre tuvo una mirada triste a veces cruzada de mala leche, sólo a veces.
En realidad no era una gata familiar: fue un regalo de la Heredera mayor a la Heredera pequeña. Una Nochebuena sonó el timbre, abrí la puerta y allí estaba, en su cesta, mirando con expresión asustada y una tarjeta en la que indicaba quién era su dueña. Pero ella tuvo su propia opinión al respecto y siempre reconoció al colega como su jefe.
La Heredera pequeña la llamó Poe –en honor al escritor Edgar Allan- y cuando se independizó se la llevó consigo. Un día duró el traslado porque en la primera madrugada la gata se escapó por la ventana, fue a dar a un patio, de allí a la habitación del bajo y luego al armario del dormitorio, donde la encontraron cuando la Heredera fue buscando casa por casa. Entonces la envolvió en todas sus pertenencias, cogió un taxi y se fue a casa. Aquí os la dejo que conmigo no quiere estar, dijo.
Y en casa se quedó. No era cariñosa con nadie, excepto con el colega, a quien le ronroneaba con fervor, le miraba con arrobo y le seguía como su sombra. Nunca quiso saber nada con la Heredera pequeña, ignoró a la Heredera mayor y a mí me miraba con displicencia, como si me soportara resignadamente. Detestaba a las visitas, con la sola excepción de mi amiga Mari Rosi –que también tiene gata- y cuando venía alguien ella se escondía entre sus cojines hasta que de nuevo nos quedáramos solos.
Cuando llegó la Pubilla tuvimos un problema porque la bufaba constantemente, hasta que conseguimos que entendiera que aquel rebujillo que se movía en la cuna había llegado para quedarse y, para colmo, el colega tenía en ella sus complacencias. Le costó pero nunca le hizo daño. A veces, la Niña le hablaba: yo te quiero, no te hago daño, soy amiga tuya, te dejo mis juguetes… pero Poe era una rival impasible. Lo más que conseguimos es que la ignoraba solemnemente.
Cuando nos sentábamos en el sofá del salón ella se hacía un hueco entre las piernas del colega, nunca a mi lado. Sólo se me acercaba cuando creía percibir que entre nosotros había marejadilla, entonces venía a frotarse, ora en las piernas del colega, ora en las mías, nos maullaba quedamente, como diciendo: pelillos a la mar. En cuanto nos veía reir me olvidaba.
Al principio me mantuve firme en que la gata no se subiera a nuestra cama pero cuando se fue haciendo mayor no sólo admití que se subiera sino incluso que se metiera dentro. Siempre del lado del colega, naturalmente. Al final, se paseaba por cualquier lugar de la casa, como una sultana.
Cuando nos íbamos de viaje nos echaba unas broncas descomunales, con maullidos en una gama ilimitada. Y se tomaba su tiempo para perdonarnos la ausencia. A medida que fuimos alargando los viajes entendimos que Poe no podía quedarse sola o al cuidado de personas extrañas y la llevamos a la hermana del colega, que también tiene una edad, y se hicieron mutua compañía. Saludaba nuestras visitas pero se veía que estaba contenta en su residencia de la octava edad.  
Veinte años ha vivido con nosotros, una vida dilatada para un gato doméstico. Nos ha proporcionado alegría y nosotros la hemos correspondido con cariño pero hoy escribo en modo maullido lastimero.
Poe murió ayer y hoy la hemos enterrado en el pueblo del colega, bajo un pino, cerca de una ermita románica. Juraría que él se le han saltado las lágrimas pero no estoy muy segura porque yo tenía los ojos nublados.

martes, 25 de marzo de 2014

In-competentes, in-controlados


El sábado estuve en la Marcha por la Dignidad, que se desarrolló entre las plazas de Atocha y Colón. Fuimos con la Pubilla porque creo que tiene edad para ir aprendiendo lo que es la organización de la ciudadanía y porque tratamos de enseñarla que los derechos se conquistan porque nunca te los regalan.
En la marcha había cientos de familias con niños pequeños y muchos, muchos jóvenes. En lo que yo vi la manifestación se desarrolló en un ambiente festivo y reivindicativo. Aparte de las orquestinas que acompañaban el recorrido, los grupos entonaban canciones reivindicativas y al pasar por el Ministerio de Sanidad se multiplicaban los slogans contra la privatización del servicio público.
Observamos que había una hiper protección policial en puntos críticos como el propio Ministerio de Sanidad o la Carrera de San Jerónimo que conduce al Congreso pero ya conocíamos las declaraciones del presidente de la Comunidad colocando a las marchas que confluían en Madrid bajo sospecha y sabíamos que se habían traído efectivos policiales de otras provincias para reforzar el servicio.
Lo que hemos visto después en televisión se compadece malamente con lo que habíamos visto en vivo. Una vez más, un grupo de violentos incontrolados se desmarca de la masa para arrasar con cuanto les rodea y desacreditar a las organizaciones sociales críticas con la política del actual gobierno.
En las redes sociales se han visto imágenes de encapuchados esposando a manifestantes, lo que vendría a corroborar la tesis de que la policía tiene totalmente infiltrados algunos grupos sociales, extremo que la propia organización policial no ha desmentido. Pero se han visto también ataques salvajes a algunos policías que no tienen ninguna justificación, aún admitiendo que los antidisturbios en ocasiones hacen gala de una violencia no siempre justificada.
Ahora bien, si la Delegación de Gobierno de Madrid conocía la llegada de elementos extremistas de otros países, como asegura, si esta información le lleva a reforzar los efectivos locales, si además tiene elementos propios infiltrados, ¿por qué no es capaz de controlar y aislar a los violentos? ¿Es sólo por incompetencia o se trata, de paso, de criminalizar a los organizadores, de negarles la capacidad de reivindicación y de crítica? ¿A quién benefician esos incontrolados? No a las organizaciones sociales, eso seguro. A pesar de lo cual, la Delegación deGobierno ha abierto expediente contra los organizadores por los sucesos finales.
En fin, que como la Pubilla también ve la tele, hemos tenido que explicarle el significado de competencia e incompetencia –referida a funcionarios públicos, a sus jefes y a los responsables políticos- y también de las acepciones controlado e incontrolado. Y por extraño que parezca, la marcha nos ha obligado a hablar con ella de matemáticas, a propósito de asistentes y de la prensa.
Lástima que no se haya inventado ninguna aplicación para contar manifestantes pero, a riesgo de equivocarme, hubiera dicho que fue una de las marchas más numerosas que recuerdo –y recuerdo unas cuantas- a la altura de las concentraciones contra la guerra de 2003 o de la Jornada Mundial de Juventud en 2011. Que entonces se hablara de un millón de asistentes y ahora de 50.000 es uno de esos misterios de las matemáticas que quienes somos de letras no solemos comprender. Pero que El País, que suele hacer sus propios cálculos y explicar en base a qué obtiene sus resultados, aceptara el dato de la policía sin discusión es algo que tiene varios nombres y ninguno coincide con el periodismo.
Ni la Pubilla lo entiende ni nosotros hemos sido capaces de explicárselo.

domingo, 23 de marzo de 2014

An-obituario (en la muerte de Adolfo Suárez)



El periodismo es una profesión maravillosa. Te permite conocer cosas, lugares y a personas interesantes que, de otra forma, difícilmente conocerías. Te obliga a analizar en profundidad aspectos que en otra profesión pasarías por alto.
Al contrario de lo que suele creerse y afirmarse, los periodistas, los periodistas de a pie me refiero, suelen tener pocas presiones –yo no las conozco ni las he tenido nunca, al menos- para que escriban en una u otra dirección. Otra cosa son los directores o los jefes de redacción, pero se supone que esos malos ratos van incluidos en el salario y, por lo mismo, se supone que ellos sabrán lo que tienen que hacer frente a quien trate de presionar.
El periodismo es una profesión maravillosa a condición de que sepas las reglas del juego. Una de ellas es que has de dejar de lado tus gustos o tus inclinaciones en aras de la obligada imparcialidad. No es la única, pero esa es esencial.
Valga la exordio para confesar que, aparte de la información deportiva, siempre he detestado los obituarios: te obligan a hacer un panegírico de personas que, quizá, no te merecen ningún respeto. Me han tocado unos cuantos que, pese a mi fastidio, he redactado de la mejor manera que he sabido: una introducción con los datos biográficos del difunto y una conclusión con los méritos que hubieran hecho del finado la persona que merece un obituario en un periódico. Sólo en una ocasión me negué a escribir ni una palabra.
El difunto era un empresario ya mayor y muy conocido en la zona a quien la Parca le había sorprendido de vacaciones con su esposa. La familia decidió trasladar el cadáver al hogar familiar y, para ahorrarse los gastos que conlleva el transporte de un difunto o por alguna otra razón ignota, decidieron meterlo en el coche y así, sentado en la parte trasera, hizo varios cientos de kilómetros hasta su domicilio.
Como la llegada ocurrió de día, la odisea de sacar aquel cadáver del vehículo tuvo más testigos de los deseados por la familia y el suceso se convirtió en la comidilla del lugar. Así que cuando el director del periódico, que desconocía lo truculento de la historia, me encargó el obituario del empresario yo me negué. No me veo capaz de escribir nada serio. El director lo entendió y el periódico omitió cualquier referencia al difunto.
Lo he recordado a propósito de la muerte de Adolfo Suárez. Aunque veo que hay sobreabundancia de voluntarios, no quisiera haber tenido que escribir ese obituario. Hasta donde yo recuerdo, Suárez fue la herramienta que utilizaron quienes ostentaban el poder durante el franquismo para aplicar la máxima de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual. Que cambien las formas para que el poder permanezca. Por si teníamos dudas, ahora estamos comprobando quién manda realmente.
Si refresco más la memoria, recuerdo también que en los años de la transición tan sacralizada los muertos cayeron siempre del mismo lado –incluidos los obreros de Vitoria, los abogados de Atocha, Arturo Ruiz, Mariluz Nájera o Yolanda González- cuyos asesinos se fueron de rositas, que la inflación alcanzó el 20% y que la economía estaba al borde del crack cuando el PSOE llegó al poder. Para no mencionar que los peores enemigos de Suárez los tuvo en su propio grupo, cuyos cabecillas le apuñalaron los órganos vitales con saña y sin tregua, y en el Jefe del Estado, que le ninguneó y le menospreció cuando creyó que ya no le era útil, según ha relatado Javier Cercas en su libro Anatomía de un instante. 
Como ha escrito con justeza José Antonio Zarzalejos, Suárez fue un hombre instrumental que acabó creyéndose su papel y se revistió de una dignidad que redimió sus orígenes. Escuchar al Rey, al actual presidente del Gobierno y a algunos de los que entonces le acuchillaron canonizar al difunto, sin que ninguno de ellos haya explicado el por qué de su comportamiento antaño, es un ejemplo de la desvergüenza casi absoluta en la que ha devenido la política española. Qué difícil debe ser escribir hoy un obituario y no perder ni perderse el respeto.
No le voté nunca, no me gustó, no estoy de acuerdo con alguna de las cosas que hizo pero creo que supo irse, supo ver cuándo su tiempo había pasado y se ganó un respeto. Descanse en paz el primer presidente del Gobierno elegido democráticamente después de casi cuarenta años de dictadura, el hombre que se creyó el papel que otros escribieron para él: Adolfo Suárez González.

jueves, 20 de marzo de 2014

El Mirador de la Memoria en el Valle del Jerte

El Valle del Jerte es un lugar privilegiado que cada primavera sufre una invasión. Entre finales de marzo y comienzos de abril, miles de turistas recorren el curso del río para contemplar la floración de los dos millones de cerezos que crecen en el terreno aterrazado. La blancura de las flores y su abundancia transforman el valle en una pradera nívea, un espectáculo formidable.
En verdad, el valle es un espectáculo en cualquier época del año. Vale la pena parar en cualquiera de los numerosos miradores que ofrece el terreno para contemplar la perfección con que la Naturaleza se ha aplicado para encauzar al río Jerte desde su nacimiento en la altura de Tornavacas hasta la planicie de Plasencia. Un desnivel de 1.500 metros en medio centenar de kilómetros.    
Maravilloso es el mirador del puerto de Tornavacas, con las cumbres nevadas del Calvitero a la derecha, las infinitas terrazas que se multiplican a izquierda y derecha del río y, al fondo, el pantano del Jerte. Pero si hubiera un punto de observación obligado, éste sería el Mirador de la Memoria, situado en la carretera CCV-51 cerca de El Torno.
El visitante sube del Valle a El Torno y se encuentra al torcer una curva con unas siluetas que, así al pronto, le parecen personas desnudas. Y lo son, en efecto, cuatro figuras en escayola –una mujer y tres hombres- salidos del taller de Francisco Cadenilla Carrasco, de un realismo que parecen en movimiento.
No se mueven. Sus pies se posan sobre rocas que, probablemente, sirvieron de observatorio a los guerrilleros republicanos que se refugiaron en estos montes al término de la contienda. “A los olvidados de la guerra civil y la dictadura”, reza un letrero sobre la piedra. El mirador se inauguró en enero de 2009 a instancias de la Asociación de Jóvenes Comarca del Jerte y el respaldo del Ministerio de Presidencia –ocupado entonces por María Teresa Fernández de la Vega, no confundir con su actual titular Soraya Sáenz de Santamaría-.
“En estas sierras el olvido está lleno de memoria”, se puede leer en el cartel. Y tal aserto es una verdad a medias: las figuras masculinas fueron tiroteadas el mismo invierno del 2009. Aún pueden verse los agujeros de las balas. Setenta años habían transcurrido desde que se emitiera el último parte de guerra, aquél que mostraba al Ejército rojo “cautivo y desarmado” y a las tropas Nacionales habiendo alcanzado “sus últimos objetivos militares”.
Produce congoja observar los balazos. Congoja, por la persistencia del odio, del rencor, de la intolerancia. Congoja, por la insensatez de balear a unas figuras de escayola. Congoja, porque los disparos están hechos por la espalda.
Los maquis parecen disponerse a trepar por los riscos para huir de la persecución, del peligro, 75 años después.   
“Sierra y libertad”, concluye el cartel. Y paz, piedad y perdón, cabría añadir.   

martes, 18 de marzo de 2014

Los territorios de Manolita y de Almudena Grandes



 
Tenemos una memoria fragmentada, lo que hemos captado aquí y allá, lo que hemos oído a las abuelas, sus historias de la guerra, de la posguerra. Fragmentos de vida, a los que se refería mi querida Pilar en su blog Abalorios.
El mes que viene se cumplen 75 años del final de la guerra civil y los españoles aún no hemos conseguido un relato común de la confrontación. Ni siquiera de la República y eso que llegó por las urnas. Tenemos una visión cainita de nuestra historia y la utilizamos para agredirnos unos a otros. Ni en el Parlamento ha sido posible sacar adelante un rechazo común al pronunciamiento militar del 36, a la guerra, a la dictadura posterior. Seguimos dándonos de garrotazos, como nos vio Goya.
Por eso son tan necesarias historias como las que Almudena Grandes está elaborando en su serie “Episodios de una guerra interminable”, de la que lleva publicados tres volúmenes. En el último de ellos, “Las tres bodas de Manolita”, la escritora nos sitúa en el Madrid de la guerra y de la inmediata posguerra y va contando cómo era la vida en aquellos años difíciles para casi todos y trágicos para muchos.   
Es un escenario que me resulta especialmente grato y que, por mucho que creas conocer, a veces te depara sorpresas.
Empezar por la calle Santa Isabel, en cuyo número 19 vivió Manolita hasta que fue desahuciada, subir por la calle y toparte con esa barbería que bien pudieron utilizar los hombres de la familia Perales o la librería La Fugitiva, tan apropiada a la historia, hasta la Plaza de Antón Martín, por donde transitan los personajes de la novela, algunos de ellos comunistas, como los abogados que fueron asesinados aquí mismo el 24 de enero de 1977 cuando parecía que la guerra había acabado definitivamente.
Cruzar la calle Atocha y tomar la del León, donde estaba la panadería de Jero el hijo tonto de la panadera. No especifica la autora dónde se hallaba la panadería pero si el paseante quiere comprar pan en esta calle debe hacerlo en los pares –Panadería Cosmen&Keiless Pastelería-; en el 25 hay un bajo con el redundante letrero -La Integral, Pan caliente hornada de tarde, Pastelería- pero como ya advertirá en los escaparates, lo que aquí se vende es ropa.
Callejeando por el Barrio de las Letras se llega a la calle San Agustín, donde estaba la imprenta del abuelo de Silverio, de la que no se perciben señales, y de allí, por la Carrera San Jerónimo. En esta calle comienza la de Victoria, donde estaba el tablao en el que actuaba Eulalia, al lado mismo de la Puerta del Sol, donde se abre la de Preciados, en la que se sitúa la casa de los padres de Silverio.
El paseo es agradable, más aún en este ensayo de primavera madrileña. Da tiempo y oportunidad de pensar. En la herencia recibida de esas mujeres que se sobrepusieron a la tragedia nacional de una guerra civil y a sus propias tragedias personales, que sufrieron la pérdida de sus padres, sus maridos, sus hermanos, sus hijos y siguieron luchando; que fueron humilladas, despreciadas y explotadas y siguieron luchando; que vieron cómo el nuevo régimen desandaba el camino que el país había andado y siguieron luchando; que conocieron traiciones y deslealtades pero también la entrega, la generosidad, la solidaridad, el sentido práctico y la grandeza de quienes compartían fe política y credo personal.
Mientras vuelvo por el camino andado hasta Antón Martín, pienso en la importancia de la literatura para relatarnos nuestra historia, para mostrarnos como somos. En estas calles tan galdosianas, evoco a don Benito, que tan bien nos retrató en los Episodios Nacionales, y vuelvo a preguntarme qué más tendría que hacer Almudena Grandes para ser recibida en la Academia de Lengua.
En este recorrido, descubro que la lechería de Julián, en la calle Tres Peces, ha cerrado y se alquila el local. También descubro que en la calle Amor de Dios, hay una fontanería: “El manitas de Atocha”. El Manitas era el apodo de Silverio Aguado, amigo de Antonio el Guapo, de Julián el Lechero, de Vicente el Puñales y de Roberto el Orejas, aquellos chicos que correteaban por aquí ignorantes de lo que les deparaba el porvenir.
Roberto el Orejas es el trasunto de Roberto Conesa, que fue militante de izquierda en su juventud y acabó de policía torturador.  No es el único personaje real en la novela. De hecho, la habilidad de Grandes es que todo cuanto relata, incluida la ficción, es real. Tan real como nuestra propia historia.