domingo, 31 de julio de 2016

Cahors: el puente Valentré y la catedral de Saint-Etienne

Cahors está en el camino entre Rocamador, de donde han salido los viajeros, a Moissac, adonde se dirigen, pero, aunque no lo estuviera, bien merece una visita. Varios son sus atractivos, entre los que sobresalen los dos que han dado fama a este pueblo, situado a orillas del río Lot, capital de la antigua provincia de Quercy, etapa de la llamada vía Podiensis del Camino de Santiago: el puente Valentré y la catedral de Saint-Etienne.
Para compensar los errores de la jornada de Rocamadour, en esta ocasión los viajeros van tomando las sucesivas carreteras sin problema, lo que la viajera aprovecha para refrescar las notas de viaje. Este Cahors al que se dirigen es territorio Asterix: fue capital de los celtas cadurcos, una de las tribus galas que se enfrentarían a los romanos, que la llamaron Divona. La Civitas Cadorcorum, de donde deriva su topónimo, fue destruida en el siglo VI por los austrasianos y ocupada por visigodos y árabes hasta que el obispo San Didier la reconstruyó entre los años 636 a 655.
Los banqueros lombardos que se establecieron aquí en el siglo XIII transformaron el lugar en un importante centro financiero y comercial europeo, favorecido por el río Lot, convertido en vía de comunicación segura. En 1331, el papa Juan XXII, caorsín de nacimiento, le dotó de universidad. En el periodo comprendido entre 1316 y la Revolución Francesa el poder de Cahors era compartido por el obispo y el rey. La guerra de los Cien Años, en el siglo XIV, obligó a construir un sistema de defensas que incluye el Puente Valentré. Al término de la guerra, Cahors fue asignada a los ingleses, quienes la dejaron arruinada. A partir del siglo XIX inicia su recuperación, recobra el terreno de la curva del río y urbaniza el antiguo foso de las fortificaciones, convertido ahora en el bulevar Gambetta, en homenaje a León Gambetta, otro caorsino ilustre, abogado, político, periodista y diplomático.
Los viajeros llegan desde la carretera D-820 y toman la D-620 para entrar en Cahors. Descubren así que el Lot forma un meandro que convierte la ciudad casi en una península. Paran junto a un jardincillo desde el que se contempla el puente Valentré en todo su poderío. A la orilla del río, una sucesión de bares y terrazas ofrece frescura en esta jornada calurosa. Junto al puente, una bodega muestra los vinos de Cahors, de uva malvec y color oscuro, sobre los que abundan los carteles publicitarios en toda la zona.

El puente forma un arco escarpado, tiene una longitud de 138 metros, seis arcos góticos de 16,50 metros y tres torres almenadas de planta cuadrada con una altura de 40 metros. Fue iniciado en 1308 y concluido setenta años después. 
La prolongación del trabajo dio lugar a una leyenda según la cual el maestro de obras firmó un pacto con el diablo para que acabara la construcción a cambio de su alma. Arrepentido del acuerdo, cuando el puente estaba a punto de acabar, el maestro le pidió al diablo que llevara agua con un cedazo a los obreros que se encontraban al otro lado del río. Naturalmente, el diablo llegó sin agua a su destino y, para vengarse, cada noche volvía para quitar la última piedra de la torre central, por esta razón llamada Torre del Diablo, piedra que los obreros reponían al llegar el día. Cuando en 1879 se restauró el puente Valentré, en el hueco se colocó una piedra esculpida con la efigie del demonio que ya no desapareció pues, se cuenta, las garras del diablo habían quedado atrapadas en la piedra.
Los viajeros admiran la armonía y solidez del puente, la anchura y caudal del río, por el que transitan varias embarcaciones y se dirigen a la oficina de turismo, que se encuentra a la entrada. Allí aconsejan a los viajeros dejar el coche en el aparcamiento del Anfiteatro y recorrer a pie la ciudad medieval, consejo que ellos atienden y agradecen.
Antes de emprender el recorrido por Cahors, se sientan en el bistrot Gambetta, donde toman un café teniendo a la vista la estatua del prócer local y el bullicio del bulevar que lleva su nombre.
Al otro lado, la calle Mariscal Joffre conduce directamente a la fachada de la catedral de Saint-Etienne. Una enorme muralla de piedra, puerta de triple arquivolta, una galería, un rosetón y un campanario encuadrado por dos torres. ¿Esta es la famosa portada de Cahors? No, esta fachada monumental es obra de Guillaume de Labroue, que en el siglo XIV decidió trasladar la portada original a la fachada norte.
Rebobinemos. La catedral de Saint-Etienne fue construida entre 1080 y 1135, un edificio románico entre los más grandes de Francia, el primero en tener una cúpula sobre pechinas. Se levantó sobre un templo anterior del siglo VII. El interior es de una sola nave, sin transepto, de 20 metros de ancho, 44 de largo y 32 de altura, solo Santa Sofía de Estambul le supera en dimensiones, se ufanan los caorsinos. Tiene dos cúpulas sobre pechinas, de estilo bizantino. El ábside, de estilo gótico, sustituyó al románico anterior.
La portada norte data de 1135, con un tímpano de transición del románico al gótico, que representa la ascensión de Cristo, rodeado de ángeles y, en la base, los apóstoles y la Virgen. A los lados de los ángeles, la historia de Saint-Etienne, patrono de la catedral; por encima de la mandorla, cuatro ángeles que acompañan a Cristo en la ascensión. La arquivolta está adornada con personajes de caza, las virtudes y los vicios. En la misma fachada norte se pueden ver una serie de canecillos en buen estado de conservación.
El claustro es posterior a la iglesia, fue construido en 1504. Abundan las esculturas profanas: músicos, bebedores; una piedra labrada con dos peregrinos, uno de ellos con la venera.

Tanto la catedral de Saint-Etienne como el puente Valentré están declarados patrimonio de la humanidad como parte del Camino de Santiago francés. Para saborear la buena impresión de uno y otro, nada como callejear por el centro de la ciudad medieval, en la que se mezclan las construcciones en piedra con el ladrillo, callejuelas estrechas con jardines silenciosos y soportales. Lugares de una placidez que no parecen de aquí y ahora. 

viernes, 29 de julio de 2016

Rocamadour y sus leyendas

Los viajeros salen de Albi en dirección a Rocamadour por la carretera equivocada y, a partir de ahí, vuelven a equivocarse en Mautauban, en una sucesión de yerros que van alargando el viaje hasta que logran entrar en la autopista A-20 que corre por el Parque Natural de Causses de Quercy. Pero, entonces, el colega se pasa en la salida de Rocamadour, que está bien indicada, y los viajeros se enzarzan en una discusión sobre la conveniencia de atender a las indicaciones del copiloto y la utilidad de que el conductor lea las indicaciones de carretera. Así, hasta que, en una vuelta de la intrincada carretera, se quedan mudos: enfrente de ellos se encuentra la fachada de piedra que es Rocamadour: un pueblo colgado de una pared vertical de más de 100 metros de altura, en medio de un paisaje boscoso a una y otra orilla del pequeño río Alzou, que fluye en el fondo del valle. Tanto yerro para encontrar el camino adecuado.

Como en Conques, aquí también está prohibido el tráfico rodado así que, buscando un lugar donde aparcar, los viajeros acaban en la parte superior del pueblo, en L'Hospitalet, aparcan enfrente de la oficina de turismo, piden el plano correspondiente y se disponen a bajar andando por el llamado Camino Santo hasta el pueblo, dispuestos a callejear. En realidad, siguiendo el modelo de los pueblos del Camino de Santiago, en Rocamadour no hay más que una calle, de un kilómetro de longitud, pero única. Para más señas, una calle comercial pues raro es el bajo de la casa que no esté ocupado por una tienda: de souvenirs, de vino, de decoración, de foies, de las que entran y salen cientos de personas que a esas horas de la mañana han tomado el pueblo.
En ese momento, los viajeros se preguntan qué les ha llevado a un lugar así y recuerdan que este Rocamadour, Roc Amador o Rocamador fue uno de los hitos principales del Camino de Santiago. Un lugar cuajado de leyendas. La primera, la que supone que el Amador del que toma nombre es Zaqueo, un publicano rico de Jericó, casado con la Verónica del Envangelio, que llegó hasta aquí con su familia después de la muerte de Cristo, tomó el nombre de Amador y fundó un pequeño oratorio en la roca. La segunda, la que atribuye a San Amador, con la ayuda de San Lucas, la autoría de la Virgen Negra, por otra parte, una escultura del siglo XII. La tercera, que aquí está, clavada en la roca, la espada Durandal, que blandiera el mismísimo Roldán.

El primitivo oratorio se convirtió en iglesia dedicada al culto a la Virgen Negra hasta que en 1152 el Padre Géraud d'Escorailles quiso dar un impulso europeo al lugar e inició la construcción de las iglesias que habrían de acoger a los peregrinos. En el año 1162, los monjes benedictinos encontraron un cuerpo supuestamente incorrupto en el interior de la iglesia, y extendieron la versión de que se trataba del cuerpo de San Amador. Los milagros atribuidos a la Virgen Negra y a San Amador potenciaron aún más la llegada de peregrinos, de manera que fue preciso construir hasta cuatro hospederías para acogerlos. Por aquí pasaron todos los vip's del momento: los reyes Luis IX de Francia, Enrique II de Inglaterra o Alfonso II de Portugal, religiosos como Domingo de Guzmán o Antonio de Padua. Los peregrinos, que luego seguían itinerario hasta Santiago de Compostela, fueron sembrando el Camino de ermitas, templos y altares dedicados a la Virgen Negra de Rocamador.
En los momentos de expansión de Rocamadour llegó a tener siete iglesias, a las que los peregrinos accedían tras subir, muchos de ellos de rodillas, los 216 peldaños que separan los templos de la calle. Hoy, los visitantes pueden seguir utilizando estas escaleras u optar por el ascensor, que deja a las puertas del conjunto de iglesias, incluso un segundo que lleva junto a las murallas.
Lo que los viajeros encuentran nada tiene que ver con lo que debió ser Rocamador en el medievo, pues las guerras de religión del siglo XVI entre católicos y hugonotes devastaron el pueblo. En 1562, los caudillos Bessonie y Marchastel saquearon la ciudad y destruyeron el cuerpo de Amador. Decayeron también las peregrinaciones y, con ellas, Rocamadour, hasta que el impulso romántico del siglo XIX, el afán de intelectuales y artistas de la época de volver la mirada a la Edad Media, lo trajo de nuevo a la actualidad. Como viéramos en Carcasona, el arquitecto Violet le Duc, y los escritores Prosper Mérimée y Victor Hugo, reclamaron la recuperación de los monumentos arruinados. Y los recuperaron con arreglo a los criterios estéticos del momento.
Así que ahí están las iglesias de Rocamador, el palacio de los obispos, el castillo -de propiedad privada- y sus murallas, convertidos en construcciones que enorgullecerían a Walt Disney.
Los viajeros se consuelan contemplando el valle desde la terraza del restaurante que han elegido para comer, donde les ofrecen la comida propia de las plazas turísticas. El colega se queja de encontrar demasiado verde -una ensalada abundosa- en su plato pero la viajera descubre un queso blando elaborado con leche de cabra, que lleva el nombre del lugar y dispone de su propia denominación de origen, una variedad de cabecou, que le parece extraordinario.
Tras dejar el equipaje en el hotel, que está en Hospitalet, descienden de nuevo, esta vez siguiendo la senda del Vía Crucis y, luego, por la escalinata penitencial y comprueban que a las 7 de la tarde todas las tiendas están cerradas y no queda un alma en el lugar. A las 9,30 se acercan a un bar con el propósito de tomar un refresco y ver la iluminación del pueblo desde la parte superior pero, aunque está abierto, les indican que ya han cerrado. Algo parecido les ocurrirá al día siguiente, cuando acuden a una de las granjas donde se elabora y vende el queso Rocamadour y la persona encargada de la tienda les dirá que hasta las 10 no se abre. Ventajas e inconvenientes del horario europeo.
Aprovechan, pues, para dar un paseo nocturno por el lugar y disfrutar a solas de la vista del pequeño hospital de peregrinos y su Campo de Pobres, el viejo cementerio donde quedaron tantos peregrinos del Camino de Europa, lo más emocionante y auténtico que han encontrado en Rocamadour. 

martes, 26 de julio de 2016

Albi y su ciudad episcopal

La catedral de Albi me causó una impresión de la que aún no me he repuesto, les ha contado un amigo de confianza a los viajeros. Con esa advertencia, se plantan en la plaza de Santa Cecilia tan pronto como dejan el coche en el aparcamiento municipal y el equipaje en el hotel. El primer descubrimiento es que se trata de un edificio de ladrillo, enorme, pero ladrillo. El segundo, que por muy catedral que se llame, lo que los viajeros tienen a la vista es un castillo defensivo con todas las de la ley, con una torre campanario de 78 metros de altura.
Como los viajeros han llegado a la ciudad a media tarde, aprovechan para pasear por la ciudad pues todos los monumentos cierran en torno a las 18,30. Así, bordeando el palacio de la Berbie, que fue sede episcopal, llegan hasta el puente viejo, que pasa por ser uno de los más antiguos de Francia -fue construido en el 1040-, y fue y sigue siendo una de las vías de acceso a la ciudad, pues aún se mantiene en uso incluso para el tráfico rodado. Al otro lado del río Tarn, hasta donde se extiende la llamada Ciudad Episcopal, con el sol dando brillo a los muros rosas de sus monumentos, se aprecia el poderío del palacio y la catedral, capaces de amedrentar al más osado.
Albi fue fundada en tiempos del imperio romano, con el nombre de Albiga. En los siglos XII y XIII, es testigo del desarrollo de la secta religiosa conocida como los cátaros o albigenses -que nace en Toulouse-. La austeridad exterior de la catedral de Santa Cecilia sería la respuesta a las acusaciones de lujo e inmoralidad que los cátaros dirigen al clero.


 
Al día siguiente, los viajeros madrugan y se dirigen a la oficina de turismo, situada en una dependencia del palacio Berbie, en la plaza de Santa Cecilia, compran el Albi City Pass y se lanzan a descubrir los secretos de la ciudad, empezando por la catedral de Santa Cecilia, a la que se accede por la puerta Dominica de Florence, de finales del siglo XIV.
Vaya por delante que esta catedral no se parece a nada de lo que los viajeros conocen y que la suntuosidad interior contrarresta sobradamente la austeridad exterior. Todo es aquí superlativo: con sus 113 metros de largo y 35 de ancho, se trata de la mayor catedral de ladrillo del mundo; los frescos de la bóveda (1509-1512) son el mayor y más antiguo conjunto -97 metros de largo por 28 de ancho- de pinturas italianas realizadas en Francia; las pinturas bajo el órgano (1477-1484) constituyen el mayor Juicio Final del mundo; los órganos (siglo XVIII) son también los más grandes de Francia; un coro que es una iglesia dentro del recinto catedralicio y casi dos hectáreas de pinturas decorativas que cubren por completo el recinto sagrado. El color azul que cubre el techo del coro es conocido como azul de Francia o azul real y en su elaboración se utilizó lapislázuli y óxido de cobre, lo que explicaría su buen estado de conservación. Es el testimonio de la fe cristiana tras la herejía cátara. Una obra maestra del gótico meridional.
Los viajeros tienen en la mano un folleto en el que se indica que el horario de visita es de 9 a 18,30 horas pero a las 9 en punto, cuando pretenden acceder al coro, el vigilante les indica que él no abre hasta las 9,30. Pues aquí dice que a las 9, replica la viajera, mostrándole el folleto. Pues yo digo que a las 9,30, responde el buen hombre. La viajera tiene edad suficiente para saber que no vale la pena desperdiciar energías discutiendo con un hombre de uniforme así que deciden recorrer de nuevo la catedral y contemplar la réplica de la Santa Cecilia que admiraron en la basílica de Santa Cecilia en el Trastevere de Roma.
Cuando el hombre uniformado se decide a abrir los viajeros contemplan las dos salas del tesoro, con objetos de arte sacro, y se quedan boquiabiertos ante la exuberancia del coro, el ambón y el cercado del coro, obra de artistas franceses en el siglo XV, adornado con una estatuaria policromada. Los viajeros admiten que sobreponerse a la impresión que produce esta catedral lleva su tiempo.
El imponente palacio de la Berbie es otra muestra de arquitectura militar, aunque en su momento fuera palacio episcopal. Actualmente, está ocupado por el museo Toulouse Lautrec, albigense de nacimiento, la mayor colección de obras de este pintor. La visita al palacio se completa con un recorrido por las terrazas y el jardín, con magníficas vistas.
Los viajeros brujulean por la Ciudad Episcopal y se asombran ante la torre campanario de San Salvi, que es el contrapunto de la de Santa Cecilia. La iglesia de San Salvi se construyó entre los siglos X al XIII y es el resultado de una rara mezcolanza: piedra y ladrillo, románico y gótico. Desde el siglo XI está rodeado por un anillo de calles comerciales que se conoce como la Rueda de San Salvi. Del claustro, con su jardín de plantas medicinales y especias, apenas queda un ala, pero el conjunto tiene un gran encanto.
Allí, a la sombra de los muros de la vieja iglesia, los viajeros eligen "Le cloître" para comer. La viajera pide unos caracoles a la bourgiñona, que al colega no le gustan, y un confit de pato, realmente buenos. El colega sigue resarciéndose de su anterior y obligada dieta blanda con un entrecot, talla XL, con las inevitables patatas fritas y una ensalada.
Albi está incluida desde 2010 en la lista de la Unesco de bienes culturales patrimonio mundial, por su conjunto arquitectónico del siglo XIII, magníficamente preservado y representativo de ese tipo de desarrollo urbano en Europa, que va desde la Edad Media hasta la época contemporánea. Son sus señas de identidad, la huella urbana episcopal y el uso generalizado del ladrillo de la zona, que llaman brique foraine. En las estrechas calles de la ciudad medieval se encuentran muchas casas de ladrillo con el entramado de madera, en las casas nobles los marcos de puertas y ventanas son de piedra. En el número 1 de la calle Croix Blanche se levanta la Casa del Viejo Albi, modelo de este tipo de arquitectura tradicional.
En ese brujulear por las calles de la vieja ciudad, los viajeros pasan junto a la casa donde nació Henry de Toulouse Lautrec, omnipresente en la ciudad a través de sus frases que se ven en los escaparates del comercio local, y aprovechan la visita al mercado para comprar algunas delicatessen de la zona. 
Descubren también el Grand Théâtre des Cordeliers, obra del arquitecto y urbanista Dominique Perrault. El edificio está cubierto por una malla de aluminio de color cobre dorado. Los viajeros suben a la terraza, ocupada por un bar-restaurante, desde la que se contempla toda la ciudad, y se toman una copa. El lugar se llama "La part des Anges" (La parte de los Ángeles). No se les ocurre mejor manera de despedirse de Albi.