martes, 29 de julio de 2014

Palestina en el corazón




Las personas tenemos una rara percepción de la realidad. Apenas nos sentimos rozados si un avión con trescientos pasajeros revienta sobre el desierto de Gobi pero nos conmovemos hasta las lágrimas si el vecino del séptimo se cae de la moto y se rompe la crisma. Así somos.

En lo que me corresponde, apenas he prestado atención a las víctimas del avión abatido por un misil presumiblemente ruso, cualquiera que sea la nacionalidad del autor del disparo, a pesar de que en la aeronave viajaba un equipo de científicos expertos en sida y su muerte supone una pérdida irremediable para la humanidad y una previsible demora en la curación de la enfermedad.

Sin embargo, siento cada disparo sobre Gaza como si estuvieran cayendo en el patio de mi casa. Porque conozco Israel y Palestina, que recorrí en un viaje que no podría olvidar ni en diez vidas que tuviera. El pasado fin de semana, los palestinos de Cisjordania se manifestaron en Kalandia en protesta por el ataque de Israel a un hospital de Gaza. Y no hay defensa posible frente al dolor del recuerdo.

En Kalandia vivía aquella mujer de más de 60 años, presidenta de una cooperativa de mujeres, que me contó que en toda su vida no había conocido un día de paz. En el campo de refugiados cercano se paseaban niños cuyos padres ya habían nacido en ese campo, niños sin ningún futuro y con un presente precario. Todos están a merced de la voluntad israelí. Si cierra el checkpoint –y lo hace a discreción- los niños no pueden ir al colegio. Los mayores han de esperar horas hasta que a los soldados israelíes que abren y cierran los rastrillos les place dejarlos pasar. 

Eso, cuando las cosas están mejor. Porque puede ocurrir que Israel decida entrar en los territorios ocupados con sus tanques y disparar a los manifestantes: ocurrió el pasado fin de semana, con el balance de al menos dos muertos. En el muro de Kalandia alguien ha pintado una niña levantando el vuelo ayudada por un globo. Es la plasmación de un sueño colectivo.

Sobre Israel y Palestina se ha escrito tanto que poco nuevo se puede añadir. La periodista Olga Rodríguez ha colgado un atinado relato en el periódico digital elmundo.es, que puedes leer pinchando aquí. Pero yo tengo grabado en el corazón la definición que oí a un diplomático español, una tarde de julio, sobre una hermosa vista de Jerusalén: En Israel lo que hay es una crisis de derechos humanos. Coincide con lo que vi sobre el terreno tanto en las ciudades israelíes como en los llamados territorios ocupados: Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este. Es lo mismo que vienen denunciando también desde dentro algunos israelíes comprometidos pero minoritarios.

Una crisis de derechos humanos. Víctimas de este fracaso son los palestinos, que carecen de cualquier derecho, pero también los beduinos, que se mueven en tierra de nadie, olvidados y condenados a la pobreza y al expolio. Israel es una nación judía, de judíos y para judíos, donde rige el apparheid igual que existió en Sudáfrica, con la salvedad de que en Israel cuentan con la protección de los Estados Unidos, que es su primo de Zumosol, y con la complicidad de otros países, que temen enfrentarse a los poderosos lobbys sionistas.  

 

El por qué un pueblo que ha sido secularmente perseguido y acosado se convierte en exterminador de su vecino es uno de los misterios de la naturaleza humana. Quizá sea cierto que se tiende a repetir los modelos aprendidos, como ocurre con algunas víctimas del maltrato doméstico.  

 

Como les ocurrió a los judíos en la primera mitad del siglo XX, los palestinos son un pueblo olvidado por todos, incluidos sus hermanos, los árabes ricos que deberían defenderlos aunque sólo fuera ante Naciones Unidas. Como los judíos entonces, se diría que alguien espera que el problema acabe por consunción: cuando las armas israelíes maten al último palestino. Armas que, dicho sea de paso, financian los Estados Unidos y son un buen negocio para muchos países.   


Reviso aquellas fotos, las del checkpoint de Kalandia y las de los niños palestinos: de Ramalla, de Kalandia, de Hebrón, de Rahat, de Jerusalén. ¿Cuántos de esos niños habrán caído a estas horas bajo las bombas israelíes? ¿Cuántos habrán sido encarcelados sin proceso? ¿Cuántos habrán de morir víctimas de la insensatez y el olvido antes de que quienes hacen negocio con la venta de armas, quienes tienen interés en que Palestina desaparezca, los Estados Unidos que sostienen económicamente a Israel y el resto de países que callan se den cuenta de que son cómplices del genocidio de un pueblo?

Genocidio es el exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, religión o de política. Eso es, exactamente, lo que está ocurriendo. Como ocurrió en la Alemania nazi. Y, como entonces, todos miramos hacia otro lado. Luego, cuando sea irremediable, quizá nos preguntaremos qué pudimos hacer y no hicimos. 

Miro las fotos de esos niños, a alguno de los que toqué, hablé y besé, esos niños abandonados y masacrados, y me pregunto cómo se lo explicaré a mi nieta.  

lunes, 28 de julio de 2014

Guimaraes, cuna de Portugal


Enfilamos el camino a Guimaraes por la misma autovía que el día anterior nos condujo a Chaves, admirados aún por el encanto flaviense y por el magnífico trazado viario que ha transformado totalmente las comunicaciones de Portugal. ¿Quién dijo que el país era el hermano pobre de la península ibérica?
En Guimaraes se distinguen fácilmente los distintos estratos históricos: el castillo fundacional en lo alto, la ciudad medieval en la ladera y la ciudad moderna en el ensanche del valle. La ciudad corresponde al distrito de Braga, a la subregión del Ave y a la región del Norte. El núcleo urbano tiene una población de unos 50.000 habitantes, y unos 160.000 el municipio, con sus 69 freguesias. 
Se atribuye su fundación a Vimara Pérez, vasallo del rey Alfonso III, impulsor de la repoblación de su reino, de quien tomaría el nombre original de Vimaraes y de donde procede el gentilicio más común de vimaranenses de sus habitantes (más raramente, guimaranenses). Pero fue la condesa Muniadona Díaz, viuda de Hermenegildo Mendes (o González), quien le dio vidilla al entonces villorrio, al construir un monasterio en un terreno de su propiedad. Conviene recordar que los monasterios eran en la época una especie de polo de desarrollo pues requerían de trabajadores que a su vez fijaban la población del entorno. El monasterio se convirtió luego en colegiata, un escalón por encima en el nivel vip de aquellos siglos. También los nobles y monarcas le cogieron gusto al lugar porque colmaron de privilegios al convento y el camino que unía los dos polos de atracción, el castillo y el monasterio, la Rua de Santa María, devino en la “Main Street” del poblado. Aún ahora, la rúa merece un paseo. El conde don Henrique concedió a la ciudad el primer fuero nacional, se cree que en 1096. 
Los viajeros empezamos el reconocimiento de Guimaraes siguiendo el ejemplo de los repobladores: de arriba abajo. El castillo es una mole imponente que parece brotar del puro risco: una insurgencia pétrea. La torre del Homenaje data del siglo X y tiene una altura de 28 metros, a la que rodean siete torres cuadradas, levantadas en el siglo XV. En el interior encontramos un cetrero y varios alcones, en plan ambientación interactiva. En un lienzo de la muralla, una placa recuerda las vinculaciones lingüísticas luso galaicas, con frases de Pessoa y Castelao.
A un tiro de piedra del castillo se levanta una pequeña iglesia románica dedicada a San Miguel, del siglo XII. En su interior se conserva una pila bautismal en la que, según la tradición, fue bautizado Alfonso Henríquez, primer rey portugués.
 
Cerca de la iglesia y del castillo se encuentra el palacio de los Duques de Braganza, construido por el primer duque en el siglo XVI. La construcción, con sus 39 chimeneas, evoca la imagen de los palacios centroeuropeos. Fue rehabilitado en la etapa salazarista como residencia presidencial y actualmente guarda tapices, alfombras y mobiliario portugués; puede ser visitado. 
 
Los viajeros descienden al centro histórico por el camino que dejó trazado doña Muniadona: la Rua de Santa María, una vía plagada de pequeñas y exquisitas tiendas, flanqueada de hermosos edificios, entre los que destaca el antiguo convento de Santa Clara, que es el actual ayuntamiento, y que desemboca en la Plaza de Santiago y el Largo de Oliveira. La Plaza de Santiago es un espacio irregular, amplio y colorista, bordeada de casas antiguas, con balconadas de madera. La Plaza de Santiago comunica con el Largo de Oliveira por unos arcos que forman parte de una vieja casona de piedra, del siglo XVI, otrora Palacio del Concejo.
Es atravesar esos arcos y sentir que entras en un tiempo distinto. El Largo de Oliveira toma el nombre de la iglesia que se levanta a un costado, sobre el monasterio fundado por la condesa Muniadona. Fue el rey Juan I quien  mandó edificar la iglesia en el siglo XIV, en agradecimiento a la Virgen por su protección en la batalla de Aljubarrota, ganada por los lusos frente a las tropas de Castilla. Los viajeros pasan por alto la parcialidad de la Virgen y se dedican a admirar la torre cuadrada, de tres niveles, construida en el siglo XVI.
Frente a la iglesia de Nuestra Señora de Oliveira llama la atención un edículo gótico, que llaman el Padrao del Salado. Data del siglo XIV y conmemora la Batalla del Salado donde las tropas cristianas de los reinos de Castilla, Aragón y Portugal derrotaron a los benimerines de la zona musulmana. El crucero fue donado por un comerciante local.
Los viajeros se sientan a disfrutar tranquilamente de tanta hermosura en uno de los cafés de la plazoleta sin percatarse de que un equipo de televisión está rodando en la mesa de al lado. El ruido que hacemos con las sillas obliga a interrumpir la grabación. Pedimos disculpas pero el protagonista del rodaje nos responde con suma amabilidad. La culpa es mía por invadir su espacio, nos dice. Lo nunca visto en materia de cortesía. Luego observaremos varias interrupciones más sin que nadie del equipo pierda la sonrisa. La viajera tiene la sospecha de que los españoles hemos perdido mucho más de lo que creíamos con la secesión del reino portugués.
Nada en Guimaraes es grandioso o espectacular pero el conjunto está tan bien cuidado –quizá porque en 2012 fue Ciudad Europea de la Cultura- que resulta sumamente placentero callejear por su centro histórico, que no en balde es Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 2001.
En ese deambular callejero llegarán los viajeros a un vértice de avenidas: a la izquierda, la de Alberto Sampaio –artista que da nombre a uno de los museos de la ciudad- de frente, el Largo de la República de Brasil, un bulevar ajardinado que permite admirar la iglesia de San Gualter, con una fachada abombada neobarroca del siglo XVIII y unas esbeltas torres del XIX, y a la derecha, la Alameda de San Dámaso que conduce suavemente a la ciudad moderna.    
La condesa Muniadona sigue siendo recordada en Guimaraes, no sólo porque lleva su nombre una de las plazas principales, en la que se alza su efigie, sino, más popularmente, porque son bastantes los bares y lugares públicos bautizados en su memoria.
Cerca de la iglesia de San Gualter puede tomarse un teleférico que dejará a los viajeros en el santuario de la Peña, un alto desde el que se divisa la ciudad que se reclama la cuna de la nación portuguesa.  
Los viajeros se alejan de Guimaraes con el deseo de volver para permanecer más tiempo, con el recuerdo de doña Muniadona y, en alguna medida, hechizados por la hermosura de su ciudad.

jueves, 24 de julio de 2014

Chaves, de Aquae Flaviae y el presunto ahumado



Salimos de Bragança camino de Chaves con la intención de seguir la vieja carretera por la que transita Llamazares en su libro sobre Tras os Montes pero cuando nos damos cuenta estamos en plena autovía. Ésta sigue un itinerario casi paralelo al sur de la que pretendíamos y es mucho más larga. Sin embargo, a la vista de lo poco que se asemeja la descripción literaria con la realidad que hemos visto, optamos por seguir por la autovía, que no resulta más breve pero sí más cómoda.
El itinerario alterna pequeños valles con altozanos y sierras en los que abundan viñedos y olivos, bosques y un caserío prácticamente remozado. Vamos dejando atrás Mirandela, y en Vila Real tomamos el ramal que nos conducirá a Chaves, ciudad que administrativamente pertenece a la región de Tras os Montes y Alto Duero. El camino es ya una sucesión de valles hasta la entrada a Chaves. Cerca de la carretera, una mole gris se identifica como el hotel casino local. Quien llegue desde España no tiene pérdida: una estupenda autovía le acerca desde Verin, a un paso de cinco kilómetros. 
En cualquier caso, el viajero tiene la sensación de adentrarse en una ciudad tranquila, con avenidas bordeadas de arbolado y un caserío bien conservado y cuidado. Una ciudad risueña que se extiende por un cerro entre las sierras de Moros y Bruneiro, con una población de unos 20.000 habitantes, si bien el municipio, con sus 51 freguesias (parroquias), ronda los 50.000.
Esta Chaves ante la que nos encontramos es ciudad vieja. Los romanos llegaron hasta aquí en el año 78 de la era cristiana a explotar las minas de oro de la Sierra de Pradela y eligieron el lugar por los beneficios de sus aguas termales. Fue el emperador Flavio Vespasiano quien bautizó el asentamiento como Aquae Flaviae. A los romanos deben los naturales de Chaves no sólo el gentilicio –flavienses- sino un magnífico puente sobre el río Támega, mandado construir por Trajano. Construido entre los años 98 a 104, tiene una longitud de 104 metros y conserva doce ojos de los dieciocho que tuvo. En el centro, a un lado y otro de la calzada, se conservan dos columnas con inscripciones alusivas. Columnas y puente son los monumentos iconográficos de una ciudad bien dotada en patrimonio cultural.
Las caldas, situadas en las inmediaciones del casco urbano, siguen siendo uno de los centros termales más importantes de Portugal y sus aguas se consideran las más calientes de Europa, por encima de 70º en su nacimiento.
Los romanos permanecieron aquí hasta el siglo III, les siguieron los suevos, alanos y visigodos y, en el siglo VIII, los árabes. A partir de la reconquista por las huestes cristianas de Alfonso III de León se inició su reconstrucción y amurallado. Alfonso X concedió a Chaves sus primeros fueros en 1258 y don Denís la fortificó en el siglo XIV. En el siglo XVII continuó la fortificación con la construcción de los fuertes de San Francisco y de Neutel. En 1929 fue declarada ciudad.
Desde el puente romano el visitante hará bien en acercarse a la iglesia de la Magdalena, que se levanta a la otra orilla del río. Una construcción barroca del siglo XVII de una sola nave, decorada en su interior con azulejos azules y blancos.
El casco antiguo de Chaves merece un paseo con toda la calma que le sea posible al viajero. Cerca del mismo puente se abre la Rua Direita que conduce al Largo del Pelourinho y de ahí, torciendo a la izquierda, se encontrará en la Plaza de Camoens, verdadero corazón de la ciudad. 
En ese punto de acceso, el viajero tiene a su izquierda la Iglesia Matriz, mandada construir en el 1100 por la reina doña Teresa, madre del primer rey de Portugal. De aquella época data su portada románica, el resto corresponde a la restauración acometida en el siglo XVI. Mira a la primitiva portada una estatua de don Alfonso, primer duque de Braganza, que aquí creó una de las primeras bibliotecas de Europa. A un lado de la plaza, en el antiguo palacio de los Duques de Aveiro se ha instalado el Museo de la Región Flaviense, que guarda tesoros locales del neolítico al barroco. Otros edificios de esta plaza son la iglesia de la Magdalena y la capilla de la Santa Cabeza. Todo ello conforma un conjunto magníficamente conservado. 
La plaza de Camoens es lugar de reunión de los flavienses pero cuando nosotros la recorremos durante un momento nos quedamos solos, lo que nos produce una sensación de privilegio difícil de olvidar. 
 
A un paso en dirección norte se levanta el castillo, construido por don Denís, y del que se conserva la Torre del Homenaje y una parte de la muralla. La zona ha sido ajardinada y en ella se levanta un enorme moral que en verano tiñe el suelo de moras maduras, que desprenden un fuerte olor al jugo fermentado. Hay que andar con cuidado porque la mancha de mora es difícil de eliminar. La explanada del castillo es un extraordinario mirador de la vega y de las sierras que rodean la ciudad.  
La Rua Direita y la de San Antonio conforman la zona comercial de la ciudad con hermosas y coloristas casas señoriales. Las Ruas do Sol y dos Gatos, estrechas y silenciosas, conservan casas medievales típicas con balconadas de madera.
Fernando de Magallanes, uno de los trasmontinos de pro, da nombre al instituto de secundaria que se levanta en un edificio noble sobre una amplia plaza- Largo General Silveira- a un costado de la calle de San Antonio. Los viajeros se sientan en una terraza de esta plaza a descansar del paseo por la ciudad justo en el momento en que el grupo musical Enraizarte, una gloria local, ensaya su actuación de la noche. Hemos llegado la víspera del día de la ciudad, fiesta mayor de Chaves. Enraizarte es lo que los sesenteros llamamos un grupo folk y resultanser realmente buenos; nos sentimos como si actuaran para nosotros solos y los aplaudimos con fervor.
Además de por su patrimonio histórico y artístico, Chaves es famoso por su vino tinto y por su jamón ahumado. Dispuestos a comprobar si el jamón –en portugués, presunto- flaviense hace justicia a su fama, entramos en una carnicería pero el carnicero, con la amabilidad que es nota característica del portugués, nos dice que él no trabaja el ahumado sino en fresco y nos conduce a una tienda próxima a la suya donde, en efecto, nos surtimos a placer. La Boitique de Carnes está en la Rua 1 de Dezembro-Terreiro da Cavalaria y el viajero más exigente encontrará sin duda lo que busca en materia de carnes y legumbres. La viajera, al menos, salió realmente complacida de su expedición y, en lo que le es dado apreciar, sostiene que el presunto ahumado que allí compró está a la altura de su fama. 
Los fuertes de Neutes y de San Francisco se encuentran en la parte alta de la ciudad, la colina de Pedisgueira. El de San Francisco fue cuartel de las tropas francesas durante la invasión napoleónica de 1808 que los españoles llamamos guerra de la Independencia y los portugueses guerra Peninsular, donde tuvo una actuación destacada el General Silveira, cuya efigie sigue guardando la muralla desde el monumento que fue levantado con ocasión del bicentenario de dicha contienda. El Fuerte de San Francisco ha sido acondicionado como hotel. Los viajeros lo habían elegido para alojarse un poco al azar y se congratulan de la elección. Resulta algo chocante aparcar el coche en el patio de armas y cruzar el foso y el puente levadizo para salir a la ciudad. El fuerte acoge también el viejo convento franciscano, donde hasta 1942 reposaron los restos del fundador de la Casa de Braganza. Parte de sus dependencias se han habilitado como salones de reunión y comedor. Se conjuga en ellas la sencillez conventual con el confort de un hotel de cuatro estrellas, unido a un servicio muy profesional. Los viajeros cenan a cuerpo de rey. Un verdadero lujo para el espíritu. 
Abandonamos Chaves con pesar, hubiéramos querido permanecer más tiempo, aunque nos llevamos provisiones para rememorar los buenos recuerdos con los que partimos.
Si volvemos a Tras os Montes, seguiremos los pasos de Julio Llamazares aunque sólo sea para contemplar la pedra de bolideira (la piedra que baila) que él encontró a cinco leguas de Lebuçao, por donde no pasa la autovía.