lunes, 28 de noviembre de 2016

Manolo Arandilla, mientras cae la tarde


Manolo es un ser fuera de serie. Inteligente, divertido, educado, buena persona, sensible, poeta, buen conversador y buen oidor. Buen cantante de tangos. Y guapo como no veas. Todo esto, en vida. Y no de ahora, desde hace muchos años. Manolo es un ser privilegiado, que ha sabido convertir la amistad en un privilegio de quienes pueden llamarse sus amigos. Que son, somos, muchos. Porque otra de sus virtudes es la de hacerse querer.  

Recuerdo a Manolo de niño, yendo a clase de la señorita Conchita. Él de los pequeños, yo de las mayores (debía de tener ocho años y él cinco) y ya era un príncipe. Un príncipe que se reconocía como tal. ¿Habéis visto ese retrato del niño Guidobaldo da Montefeltro de Piero della Francesca que cuelga en el museo Thyssen? Pues lo mismo, pero menos rubio. Un príncipe del Renacimiento, al que cuidaban y protegían sus padres, especialmente su madre, y sus hermanos, especialmente su hermana, Pinita. 

Para hacer más honor a su imagen se fue a estudiar a Lovaina, lo que daría ocasión a no poco pitorreo entre sus amigos, especialmente Toni, que le recordaba su título de "Laboina", con el propósito de mortificarlo. Toni y Manolo, tan disímiles y tan parecidos, esas dos figuras imprescindibles en la función de Aranda, trajeados como buenos burgueses el día de la Virgen. 

Cuidado, que con Manolo se corre el riesgo de perderse por las ramas de lo anecdótico, tantas son sus peripecias, sus lances y chascarrillos. Pero yo, que he pagado un dineral en caramelos para compensar la demora de mis herederas en devolver los libros y que durante años tuve siempre en la nevera de mi casa morcilla, huevos y croquetas por si acaso venía a cenar a horas intempestivas, -con la esperanza, nunca cumplida, de que me dedicara alguno de sus versos- quiero ceñirme a su vertiente seria, fecunda y generosa. A su condición de ciudadano honorable.

Manolo pudo haber elegido asentarse en cualquier lugar para vivir pero escogió volver al pueblo donde había nacido, Aranda de Duero. Y no siempre lo tuvo fácil. Unas veces fue utilizado como escudo, otras como punta de lanza. Le veo, treinta o cuarenta años atrás, diciéndole ¿por qué no te vas a comerte el mundo?, mientras él me explicaba pacientemente la diferencia entre localismo y localizado. Se puede trabajar desde cualquier punto de la tierra y ser universal, ecuménico, me repetía, cuando nadie hablaba de globalización y ni siquiera se había inventado internet. Te vas a quemar o, peor aún, te vas a adocenar, no te lo van a agradecer, le decía yo, tratando de estimularle en momentos complicados. No se trata de que te agradezcan, ni siquiera de que te reconozcan, se trata de tener algo que decir y algo que hacer.

Encontró su tarea en la biblioteca. La Biblioteca de Aranda, que es, gracias a él y al equipo que ha sabido reunir a su alrededor, una de las mejores de España. Primero, catalogó los fondos que andaban desperdigados y en riesgo de perderse. Los fondos propios y los que se habían adquirido al Salón de Recreo de Burgos, con ese mobiliario que te traslada sin dificultad a cualquier siglo anterior, y esos volúmenes que nadie sabía hasta donde llegaban. Trabajo ímprobo el de la catalogación, que él asumió. Luego, aprobó la oposición para el puesto de director. Y pasó de ser el joven príncipe de Piero de la Francesca a un noble renacentista como el retratado por Antonello da Messina. 

Desde la biblioteca ha dinamizado la vida local de una manera impensable. Inculcó en los niños la afición -no la obligación, la afición- a leer, enseñó a muchos de ellos a pensar, a elegir... Los aconsejaba, los introducía en el mundo literario y, si se demoraban en devolver los libros, los penalizaba a razón de un caramelo por día de retraso, sus primeras lecciones de responsabilidad. De todos los reconocimientos que ha tenido y pueda tener creo que el más importante, el que a él más le importa, es el cariño de varias generaciones de niños -muchos ya mujeres y hombres adultos- a los que abrió mundos insospechados a través de los libros.

Tuvo además, hace ya treinta años, el acierto de fundar y dirigir una serie de publicaciones, todas con el título genérico de Biblioteca, a razón de una por año, dedicadas al estudio de la comarca ribereña desde múltiples puntos de vista. Han pasado desde entonces, varios alcaldes por la villa y otros tantos concejales de Cultura. A todos ellos los ha ido convenciendo con su verbo florido, de la conveniencia de seguir financiando una publicación que, sin duda, será cara, porque es muy buena. Una obra que da la medida de lo que es una ciudad persuadida de su propia valía, de su historia y de sus posibilidades de futuro. Una obra que por sí sola justifica una vida. 


Todo ello no diré que sin despeinarse porque no sería verdad. Se ha despeinado mucho, a veces, más de lo debido. Pero como ya se lo he dicho a él, no es cuestión de repetirlo. Todo ello, digo, mientras hurtaba tiempo a lo que de verdad le gusta: escribir, escribir poesía. Así han ido naciendo Al ritmo de tus pasos, Tiempo de vendimia, El abrazo, El Hombre baldío, El escondite cuántico, Un milagro apenas percibido... Hablé de él y de sus versos y de esa manera de describir poéticamente nuestros recuerdos, en este post sobre las tiendas de ultramarinos

Pues bien, Manolo Arandilla se jubila. Sus amigos le van, vamos, a acompañar en esa despedida, que en realidad es un hasta siempre. Como está viviendo una fase fervorosa dice que lo primero que va a hacer es retirarse un mes al monasterio de Valvanera con sus cuadernos y sus archiperres a meditar y a escribir. Con suerte, subirá a su blog alguno de sus poemas. Como ese que habla de la tarde que cae...

Ahora que cae la tarde
y los pájaros
descansan de su vuelo, 
me adentro
en el crepúsculo gozoso
de la meditación sincera.

Ha transcurrido el día 
y he vivido.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Machistas, fuera de aquí

Si en estos momentos estuviera en activo no firmaría este post. Si fuera una periodista en activo no podría, no debería firmar esto. No se debe escribir mientras te hierve la sangre, mientras se te revuelven las tripas, cuando deseas que haya justicia divina y caiga un rascacielos sobre tanto machista que hay suelto, cuando esperas que haya justicia, aunque sea humana. No se debe escribir cuando sientes la náusea y la impotencia y sabes lo que sientes pero no sabes qué más puedes hacer.  

Esta noche han asesinado a otra mujer. Una gota más en ese chorreo constante que cada año acaba con más de medio centenar de mujeres asesinadas por sus parejas o ex parejas o ex novios o ex lo que sean. Mujeres asesinadas por haber dicho hasta aquí hemos llegado, por negarse a mantener una relación, por negarse a seguir vinculadas a quienes no quieren. Mujeres asesinadas por defender su libertad, su derecho a elegir, a ser libre, a estar solas o acompañadas, como ellas quieran. Mujeres asesinadas por quienes creen ser dueños de ellas, quienes no entienden que una mujer no es propiedad de nadie, que no aceptan en sus parejas los derechos que reclaman para sí mismos. Mujeres asesinadas por hombres cobardes, que matan a quienes creen inferiores, pero que nunca levantarían la voz a un policía, a un bombero, a un jefe. Mujeres asesinadas por ser mujeres, únicamente por eso. 

La víctima de esta noche era como las otras que le han precedido, como las que, desgraciadamente, le seguirán. Una mujer que trabajaba para sacar adelante a su hija, para salir adelante ella misma. Esta vivía en Burgos y era periodista. Una periodista que escribía, por ejemplo, sobre la necesidad de educar en igualdad para prevenir la violencia machista.

Como va siendo habitual, tan pronto como se ha conocido la noticia las autoridades locales han convocado un acto de repulsa contra la violencia machista. Allá que nos hemos ido el colega y yo. Encuentro a personas a quienes hace años que no veo. ¡Qué mal momento!, saludo a un antiguo conocido. Sí, ya ves, responde él. Esto no se arregla hasta que los chicos no os deis por aludidos, digo, que las mujeres ponemos las muertas pero vosotros ponéis los asesinos. Qué cosas dices en un momento tan delicado como este, contesta él, ofendido. Por eso lo digo, porque cada año cae medio centenar de mujeres y parece que no os importa, contesto y noto que me voy recalentando. ¿Tú no descansas nunca?, me dice. En esta materia, nunca, respondo. Pues díselo a quien le haga falta, concluye él, se da media vuelta y se va. 

No se dan por aludidos. No va con ellos. No identifican los comportamientos machistas. Creen que están hechos así por la gracia divina y todo gira en torno a ellos. Ese antiguo concejal al que tantas veces he oído decir que por qué no me voy a fregar en vez de estar tocando las narices a la corporación municipal; ese mismo que decía a su santa esposa: tú cállate, guapita, que de esto no entiendes. Ese que prometía -y concedía- contratos a chicas de buen ver a cambio de favores personales. Ese que está atrincherado en un puesto público sin mayores méritos que pertenecer a un partido que le protege no es capaz de identificar que su comportamiento es típicamente machista. 

Cuando llega el momento de silencio, se forma la representación oficial y allá están ellos, la muchachada macho en primera fila, con cara afligida. Esos que racanean a la hora de presupuestar para prevenir la violencia machista; esos que dicen que las mujeres se quejan por nada; esos que califican a las mujeres de feminazis; esos que hacen bromas sobre las habilidades sexuales de los hombres; esos que se saben todos los chistes sobre los hombres machos y las mujeres rendidas; esos, como aquel alcalde de un pueblo serrano que cuando el PSOE incorporó las listas paritarias preguntó, ¡tan gracioso él!, si tendría que ponerse tetas para que le hicieran candidato. También esos que pagan menos a las mujeres por el mismo trabajo; los que despiden a las mujeres por quedarse embarazadas. Esos que tapan cualquier posibilidad de ascenso de ellas porque creen que los puestos de dirección, de representación, el mando, el poder, les corresponde en exclusiva. Esos que, como buena parte del clero, reprochan a las mujeres no ser lo bastante dóciles, los que las acusan de soliviantar a sus maridos, los que utilizan los púlpitos para culpabilizar a las mujeres que reclaman sus derechos. Esos, clérigos o laicos, que actúan con total impunidad y luego se apresuran a poner cara compungida ante las cámaras.   

Tendría que haber esperado para ponerme a escribir. Si estuviera en activo, lo haría. Pero soy una periodista jubilada y quiero aprovechar el tiempo que me queda para insistir tantas veces como sean necesarias que la culpa de que sigan muriendo tantas mujeres asesinadas por hombres que creen ser sus amos no es de las víctimas sino de quienes defienden que los derechos de ciudadanía son de los machos, que las mujeres son parte de la costilla de los hombres, que solo ellos pueden elegir con quien emparejarse. Quiero decir que la solidaridad con las mujeres no es quedarse quietos y callados como pasmarotes en las plazas cada vez que una mujer es asesinada sino respetarnos como iguales y respetar nuestras decisiones. 

Pienso en Yolanda, la periodista asesinada esta noche, y en su hija y se me revuelve el estómago y me hierve la sangre. Pienso también que se necesita cuajo para ponerse ahí, seriecito y formal, protestando contra la violencia machista siendo uno mismo machista redomado. Quizá tendríamos que ir pensando en establecer el derecho de admisión y, llegado el caso, empezar a expurgar entre los aficionados a salir en la foto. Si no eres capaz de demostrar que estás por la igualdad, fuera de aquí. Vete a la Asociación La Rueda o a cualquiera otra que trabajan con mujeres maltratadas y que te den un cursillo.