martes, 24 de noviembre de 2015

Foncebadón, una piedra en el Camino

Foncebadón es nombre rotundo, entre jaculatoria e imprecación. Foncebadón es un hito en el Camino de Santiago. Próximo a la Cruz de Ferro, a la sombre del monte Irago y con el Teleno al frente, Foncebadón se encuentra en el límite entre la Maragatería y el Bierzo, a orilla de la carretera LE-142, a 1.510 metros de altura. Tubo momentos de esplendor, en el siglo X fue sede de un concilio, el obispo Gaucelmo creó un hospital y albergue de peregrinos y, más recientemente, en la época de los arrieros que traían el pescado de Galicia y levantaban en el pueblo sus buenas casas de piedra. Pero desde la década de los 60 del pasado siglo, cuando se inició la emigración a las ciudades, Foncebadón, en realidad una pedanía de Santa Colomba de Somoza, fue perdiendo población hasta quedar únicamente María y, en ocasiones, su hijo.
María era un personaje de tragedia griega. Los viajeros la conocieron ya mayor, a principios de los años 90, y a pesar de su edad tenía coraje para enfrentarse a lo que se pusiera por delante. Así fuera el obispo o los elementos. Julio Llamazares relató en este magnifico artículo la defensa que María hizo de las campanas de la iglesia cuando el obispado quiso llevárselas ante el riesgo de ruina de la iglesia. Dos curas, seis obreros y cuatro guardias civiles no fueron capaces de vencer ni de convencer a la única vecina de Foncebadón para llevarse las campanas. Que las necesitaba para avisar a los pueblos cercanos si se producía un incendio o si un peregrino necesitaba ayuda, alegó. A pedradas y a denuestos les ganó María la partida. El hijo, presente en el intento, no intervino. Se limitó a advertir que “si alguien tocaba a su madre cogía la escopeta y le metía un tiro, que aquellas campanas tenían que tocar a muerto por ella y que luego hicieran con ellas lo que les diera la gana, incluso deshacerlas si querían”, relata Llamazares.
Los viajeros llegaron a hablar con María en una ocasión, un poco antes del incidente con el clero y la guardia civil. En las visitas siguientes, vimos como el pueblo se desmoronaba hasta quedar convertido en una sucesión de ruinas y sospechamos que la anciana María o había muerto o se había ido.
Hemos vuelto a comienzos de noviembre, en una tarde desapacible y lluviosa, y aún no nos hemos repuesto de la sorpresa. Algunas de las casas se han restaurado, se han levantado otras nuevas y hay varios alojamientos y albergues, tiendas: tres bares-restaurantes, cuatro albergues, un bar-tienda de ultramarinos y una pensión, informa su web. Un Benidorm de montaña en pequeño.
Esa tarde, vimos salir humo de varias de las casas, vimos ropa tendida y algunas personas en el interior de los establecimientos. La espadaña de la iglesia está rodeada de andamios: ahí siguen sus campanas. La nave del templo, que vimos antaño con la techumbre arruinada, hoy es un albergue restaurado con fondos americanos. Las asociaciones sostienen que es el Camino quien ha salvado a Foncebadón. Sin duda, mejor es así que la ruina anterior pero los viajeros sienten que algo indefinible, algo de la esencia de Foncebadón ha desaparecido, se ha ido con María.
El pueblo sigue el modelo de los del Camino: una población alargada, casas flanqueando la ruta. La carretera se desvía un poco después de la entrada y vuelve a confluir a la salida. Una cosa te digo, si entras a Foncebadón en coche ni se te ocurra seguir el camino; paséate cuanto quieras pero a la hora de conducir, date la vuelta y toma la carretera por donde has entrado. De lo contrario, te arriesgas a quedarte con el coche patas arriba, como Gregor Samsa tras la metamorfosis. Los viajeros estuvieron en un tris, con un grado de inclinación de al menos 45%. Sólo de recordarlo se me acelera el pulso.
Un poco más adelante, ya en la carretera LE-142, se encuentra la Cruz de Ferro. Sobre un montículo de piedras, un poste de madera de cinco metros de altura rematado por una cruz de hierro, réplica de la que se encuentra en el Museo de Astorga. Es tradición que quien pase por el lugar deposite una piedra traída de su lugar de procedencia. Varias son las explicaciones que justifican su existencia. Hay quien cree que es sólo una señal para orientación de los peregrinos en tiempo de grandes nevadas. Hay quien refiere que se trata de una herencia de la época romana, un hito de separación entre circunscripciones. Y los hay que aseguran que es un “monte de Mercurio”, con que los caminantes celtas señalaban los lugares estratégicos, costumbre que luego se cristianizó con las cruces. La Cruz de Ferro es otro de los puntos claves del Camino pero en la última visita más parecía un monte de escombros que de piedras. A un lado, la ermita de Santiago. Cuando llegamos, vemos a una peregrina que sigue su camino, sola, cubierta por un plástico para protegerse de la lluvia.
La tarde está oscura pero, un poco más abajo, se abren las nubes y aparece el sol en todo su esplendor. La escena tiene tintes de película bíblica, como cuando Moisés bajaba del Sinaí, en Los diez mandamientos. Nos quedamos paralizados al borde de la carretera, saboreando ese instante mágico. Y recordamos a María. Quizá los anclajes del pasado y momentos como este son los que la retendrían en la soledad de Foncebadón.

domingo, 22 de noviembre de 2015

A Guadalajara en el chacachá del tren

Hasta hace poco tiempo, cada vez que en nuestros viajes nos encontrábamos con grupos de la tercera edad, el colega y yo nos mirábamos con suficiencia. Observa la edad media, solía comentar yo. Y así se ha incorporado a nuestro vocabulario particular. Ya viene la edad media, nos decimos, cuando vemos llegar un autobús lleno de jubilados dinámicos y voluntariosos.
Si te fijas bien, la mayoría de visitantes de museos o lugares turísticos son jubilados, sobre todo en días laborables. Los jubilados ayudan a mantener abiertos no sólo los hoteles y restaurantes del programa del Imserso, sino muchos establecimientos del país.
Si eres jubilado y vives en Madrid, además de correr el riesgo de morir por asfixia a causa de la contaminación, puedes beneficiarte del abono para mayores que, por 12,30 euros te permite viajar durante un mes por cualquiera de los transportes públicos de la Comunidad sin ninguna limitación. Ello vale para autobuses, tranvías y metro y para los trenes de cercanías, una red excelente. Cuando el destino excede el ámbito de la Comunidad pagas la diferencia en el mismo tren o en la taquilla. Todo facilidades.
De esa manera, puedes visitar lugares interesantes cómodamente, sin tener que coger el coche. Así que, cuando nos entran las ganas cogemos el cercanías y nos vamos a El Escorial, Cercedilla, Ávila, Segovia, Alcalá de Henares -comer en el restaurante junto al patio de la Universidad es una delicia- o a Guadalajara, entre otras posibilidades.
La última salida ha sido a la capital alcarreña, aprovechando los últimos días de benignidad otoñal. Tomamos el tren en la estación de Atocha a las 10,20 de la mañana, sin madrugones, sin agobios, sacamos nuestros libros electrónicos y nos ponemos a leer. El vagón va medio lleno, cada quien a sus asuntos, unos leen, otros consultan sus móviles, todos en voz baja. En la estación de Vallecas suben dos jóvenes con mochila. Se sientan en la misma fila que nosotros, al otro lado del pasillo.
Ella lleva la voz cantante, casi en sentido literal. Nos enteramos de que estudia Derecho, que tiene un profesor “totalmente gilipollas” y otro que es un lumbreras; los demás son todos “tontos del culo”. El chico mete baza cuando puede, al principio en un tono discreto, luego va alzando la voz como ella. Solo se les oye a ellos -a ella, principalmente-, una conversación insulsa y vulgar que solo a ellos les atañe. Se apean en Alcalá y el vagón recupera la tranquilidad. Me imagino a la abogada in pectore presentando sus alegaciones ante el juez con ese tonillo hortera y ese lenguaje ordinario y me acuerdo de Wert y de los Wert que le han precedido en el Ministerio de Educación. Y no para bien, precisamente.
Llegamos a Guadalajara tras una hora de viaje. El día está soleado y suave. De la estación salen varios autobuses con parada en el centro. Nos apeamos en la estación de autobuses y nos dirigimos a la Oficina de Turismo -que aquí es Oficina de Gestión Turística Municipal- donde nos atienden muy profesional y amablemente y nos proporcionan el plano que buscamos, una guía gastronómica, con sus recetas locales, y una guía de transporte urbano.
La oficina está en la Glorieta de la Aviación Militar, tomamos la Avenida del Ejército en dirección a la Plaza de los Caídos de la Guerra Civil, donde se levanta el Palacio del Infantado, dejando a un lado el Torreón de Alvar Fáñez. Todo, en cien metros. Cuando llegamos al palacio coincidimos con un grupo de medio centenar de jubilados así que optamos por esperar un rato para hacer el recorrido a nuestro aire.
Enfrente del palacio hay un archivo militar. La puerta del recinto está abierta y entramos para fotografiar la iglesia de los Remedios, que se encuentra a un costado. Fotografío la iglesia, actualmente Escuela de Magisterio, y cuando me vuelvo, el colega está hablando con una señora. Que no se puede hacer fotos, dice. Es más, que ni siquiera se puede entrar allí. Esto es un establecimiento militar, nos informa. Pues nada, adiós muy buenas.
La primera vez que estuvimos en Guadalajara, hace más de veinte años, nos quedamos a pasar noche en un hotel situado en las afueras, del que apreciamos la tranquilidad que ofrecía. Llegamos a la caída de la tarde de un día de final de primavera. La noche se presentaba apacible. Al pronto, oímos el canto de una tórtola. Nos pareció que venía a poner una nota romántica. La tórtola cantarina debía tener una novia desdeñosa o sorda porque el pájaro se pasó la noche en un trino permanente, como un tuno de Veterinaria. La tórtola de Guadalajara se nos ha quedado como el paradigma del conquistador tenaz.
La ciudad ha cambiado mucho desde entonces y para bien. Aunque el centro sigue teniendo ese aire como de lugar sin terminar, ofrece espacios bien cuidados para pasear y una particularidad que estaría bien que cundiera: ha señalizado todos sus puntos de interés con indicación de la distancia que media.
En la calle del Teniente Figueroa, se encuentra la iglesia de Santiago, que en verdad es lo poco que queda del antiguo convento de las Clarisas. Después de que en 1912 las monjas se trasladaran a Valencia la familia Figueroa -uno de los apellidos ilustres de la ciudad- desmontó el claustro y la portada y se los llevó a una finca de su propiedad; el templo lo donó a la ciudad. El interior es gótico y mudéjar, con un artesonado también mudéjar.
En la misma calle, donde estuvo la judería, se levanta el convento de la Piedad, unido al Palacio de Antonio de Mendoza. Fue construido en el siglo XVI en estilo renacentista y reformado con elementos neoclásicos en el siglo XIX. A lo largo de su historia el palacio ha sido convento, sede de la diputación, museo, cárcel y, finalmente, instituto de educación secundaria.
Imagino que debe ser gratificante para los alumnos empezar la jornada pululando por el patio central -obra de Alonso de Covarrubias- y subir al piso superior por la magnífica escalera con pasamanos de piedra labrada y azulejería en las paredes. En el lateral norte se ha adosado un escudo imperial de Carlos V trasladado de la desparecida Puerta del Mercado.

Nos encaminamos a la concatedral pasando por el Palacio de la Cotilla, cuya estancia más valiosa es el salón de té, con pinturas chinas. La iglesia de Santa María fue construida en el siglo XIV sobre una mezquita del XIII. De estilo mudéjar, llaman la atención los arcos de herradura de sus puertas y los pórticos así como la torre, rematada en el siglo XVI. Cuando accedemos al interior, el sacerdote toca en el órgano una pieza que resulta muy agradable. Nos sentamos en un banco hasta que finaliza y entonces descubrimos en un lateral de la nave de la epístola una escultura orante de Juan Pablo II, tan realista que nos sobresalta.
En el folleto que nos han dado en turismo buscamos un sitio para comer y nos decidimos por Casa Palomo, que está cerca de la concatedral, a la vuelta de la Capilla de Luis de Lucena, en la Cuesta de San Miguel. Es un restaurante pequeño, con platos de la tierra, contundentes. Salimos pensando que para quemar las calorías que nos llevamos puestas deberíamos volver a Madrid a pie.
Alternativamente, nos dirigimos al Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo a través de los parques de San Francisco y de San Roque, lo que resulta un paseo muy agradable. El Panteón se levanta sobre un altozano y es un monumento de propiedad privada que administran las monjas adoratrices, cuya fundadora, Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, era tía de Diega Desmaissières y Sevillano, quien lo mandó construir en homenaje y reposo final de su familia.
Las obras se realizaron entre 1882 y 1916 según proyecto del arquitecto Ricardo Velázquez Bosco, restaurador de la mezquita de Córdoba y autor del Palacio de Cristal, del Palacio de Velázquez, ambos en el Parque del Retiro, y la Escuela de Ingenieros de Minas, todos ellos en Madrid. En su decoración exterior intervino Daniel Zuloaga, tío del pintor Ignacio Zuloaga.
El Panteón es una mezcla de estilos, neorrománico, mudéjar y bizantino. Se accede previo pago de tres euros y la visita es guiada. No se permite hacer fotos. Como la tarde es soleada, la luz que entra por las vidrieras da al interior un aire de irrealidad, al que contribuye no poco el tono hagiográfico de la guía.
Al salir, nos tomamos un café en el quiosco del parque de San Roque. La persona que lo gestiona nos informa de que él vivía en Madrid pero se ha trasladado a Guadalajara porque la vida es aquí más plácida y mejor. Nos lo creemos a pié juntillas.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Cuando murió Franco

Tenía 28 años y dos hijas de dos y tres años. Hacía un mes que estaba en Mallorca, en casa de mis padres, tratando de solucionar un asunto personal que aún tardé trece años en resolver. Mi padre era un anarquista superviviente acomodado a la cruda realidad, mi madre, una franquista convencida de que los españoles somos ingobernables por naturaleza, agradecida por tantos años de paz. Ocho años antes, mi madre me había castigado una semana sin salir de casa por haber dicho, delante de sus amigas, que lo mejor que podía hacer el general era morirse de una vez.
En Mallorca las noticias llegaban con sordina pero llegaban. Cada noche escuchábamos el parte médico habitual pero, a fuerza de repetirse y a fuerza de perpetuarse en el poder, habíamos llegado a creer que, efectivamente, nunca se moriría. Mi padre había advertido unos días antes: A éste lo tienen congelado hasta el día 20 para hacerlo coincidir con el aniversario de José Antonio.
El 20 de noviembre, que era jueves, mi padre se fue a trabajar como todos los días. Cuando nos levantamos las chicas enseguida percibimos que en la calle había un bullicio inusual: los niños jugaban en la plazuela cercana. No había clase. Pusimos la radio y certificamos la sospecha. Franco había muerto.
La sensación que recuerdo era de incredulidad. ¡Era mortal! Leo ahora comentarios irónicos sobre quienes aseguran que desfilaron ante el féretro en el Palacio Real para comprobar que, efectivamente, estaba muerto pero estoy segura de que si yo hubiera estado en Madrid también hubiera ido. Para cerciorarme. Para ser testigo del instante. Si he ido a ver a Lola Flores, a Sara Montiel, a Fernán Gómez o a López Vázquez, no iba a ir a ver a Franco.
En el pueblo de mis padres se organizó un funeral oficial en memoria del difunto dictador. Mi madre se empeñó en que deberíamos ir. Yo dije que no y ella entendió que no iba a ir se pusiera como se pusiera así que empezó a trabajarse a mi padre quien, sobre ser anarquista no era creyente. Él, en principio, lo tomó a broma pero la discusión fue in crescendo y acabó en morros. Le salvó que estaba yo allí, de lo contrario estoy convencida que hubiera acabado acompañándola. Total, que se enfadó y tampoco ella fue. Durante meses nos guardó la afrenta. Vergüenza debería daros, nos reprochaba cada vez que salía la conversación.
El día 22, que era domingo, fuimos a una cafetería con la excusa del vermú y, de paso, ver el entierro en una televisión en color pues la de mis padres aún era en blanco y negro. Nos enfrascamos en la retransmisión y dejamos que las niñas jugaran en el local. De pronto, se oyó un ruido sordo, como un petardo, y todos dimos un respingo. Tal era el temor que nos habían inculcado de que después de Franco nos esperaba otra contienda que todos pensamos en un disparo. Cuando nos volvimos descubrimos en un rincón a mis dos herederas. La pequeña se había subido a una silla de respaldo alto y metálico que había volcado provocando un pequeño estropicio. Recuerdo como si fuera hoy a las dos niñas mirándonos asustadas sin entender a qué venía tanto sobresalto. Tan asustadas, que la heredera pequeña no derramó ni una lágrima.
La proclamación del rey, el grito de Rodríguez de Valcárcel y el sermón del cardenal Vicente Enrique y Tarancón también lo vimos en color. Luego, para el nombramiento de los senadores reales, el cese de Arias Navarro, el nombramiento de Suárez, los muertos de la transición, la vuelta de los exiliados -Pasionaria, Carrillo, Alberti, María Teresa León-, la salida de la cárcel de los presos políticos, volvimos al blanco y negro.
Fueron tiempos de miedo generalizado. Esa es la obra del franquismo. Inculcó en la sociedad española un miedo profundo, atávico, que ha mantenido callados a los españoles durante toda la vida. Nunca sabremos qué hubiera podido ocurrir, como hubiera sido una transición en un país sin temor, en una sociedad que se creyera realmente dueña de su futuro.
Han pasado cuarenta años de la muerte de Franco y setenta y nueve desde el levantamiento militar contra el gobierno de la República. Aún hay cadáveres en las cunetas y todavía no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo sobre un relato común de nuestro último siglo de historia. A veces pienso que quizá sea cierto que somos un pueblo cainita. Para mi nieta Franco es quien gobernaba en España durante la segunda guerra mundial. Vista nuestra incapacidad de entendimiento, habrá que confiar en las nuevas generaciones.  

lunes, 16 de noviembre de 2015

Premios Mujeres Progresistas

La del 13 de noviembre había sido una tarde feliz: habían premiado a una amiga muy querida, me había reencontrado con otras, había charlado con Sol Gallego-Díaz, una periodista a la que admiro, había escuchado propuestas interesantes, una tarde completa.
La Federación de Mujeres Progresistas entregaba ese día sus premios, un reconocimiento anual a personas y entidades que se destacan en la construcción de un mundo más justo y equilibrado, y entre las premiadas, en la categoría Nuestras mujeres, estaba Leonisa Ull, que fue la primera alcaldesa de mi pueblo y abrió camino a las mujeres en muchas otras veredas. Si hay un reconocimiento merecido, ese es el que se haga a Ull, una vida dedicada a la docencia, a la política y a mejorar el mundo que recibió y de la que hablaré en otra ocasión. Como lo creo así, estaba feliz por ella y por todas las mujeres a las que ha ayudado.
La FMP concedió una mención especial al centro de Madrid de la empresa PSA Peugeot Citroën por su política de integración y conciliación; un premio en la categoría nacional al Máster y Doctorado de Estudios Interdisciplinares de Género de la Universidad de Salamanca; otro, en la categoría Cultura-Medios, a Sol Gallego-Díaz y un último premio Hombre Progresista a Federico Mayor Zaragoza.
La Federación de Mujeres Progresistas es una organización feminista creada bajo la inspiración del espíritu socialista a finales de los años 80 y actualmente está presidida por Yolanda Besteiro, sobrina de Julián Besteiro.
La presidenta recordó que el feminismo es un movimiento liberalizador: salir a la calle, conducir, votar, abrir una cuenta, son conquistas del feminismo. Lamentó que desde algunos sectores se invoque la libertad de las mujeres para tapar la precariedad laborar al decir que prefieren quedarse en casa. O se atribuya a la mujer lo que no es sino carencias: culpabilizamos a la víctima porque no denuncia en vez de culpar al compañero que la maltrata y la mata. Hay mucho que celebrar pero mucho por hacer; vamos despacio pero vamos lejos, concluyó, en la presentación de los premios.
Carmen Montón, secretaria general de Igualdad del PSOE, se preguntó qué les pasa a los hombres, que la mayoría no considera que la violencia machista va con ellos mientras que las mujeres nos sentimos concernidas por cada muerta. Ella fue la encargada de entregar el premio a Soledad Gallego-Díaz.
La periodista declaró que a lo largo de su vida había intentado pelear por lo que merecía la pena, convencida de que todo lo que puede ir a peor va a peor, salvo que se haga lo necesario para que no vaya, y recordó que lo que se ha conseguido en materia de derechos es porque se ha peleado. Reclamó la necesidad de que se pierda el miedo a la palabra feminismo porque ha sido esencial para llegar donde estamos. Constató que las mujeres están sufriendo la crisis más que los hombres. Es injusto que las mujeres tengan que defender derechos elementales como igualdad de salario; para luchar por los derechos de la mujer no debería ser necesario ser mujer, debería bastar con creer en los derechos humanos, finalizó.
Federico Mayor Zaragoza, que había sido presentado como un hombre cómplice de las mujeres, pronunció un hermoso discurso acerca de la necesidad de levantar la voz ante las injusticias cotidianas. No puede ser que hoy morirán 20.000 personas de hambre mientras se habrán invertido 3.000 millones en armas. Recordó el “Nosotros, los pueblos” de la introducción de la Carta de las Naciones Unidas, que nos convierte en ciudadanos del mundo. En poco tiempo tendremos que ser los pueblos quienes digamos basta al punto de no retorno en que estamos llevando al mundo, poniendo en peligro el legado de las generaciones futuras. Hay que aprender no solo el diagnóstico sino actuar a tiempo. Tendremos que levantar la voz. Nosotros, los pueblos, queremos otra forma de actuar, con las mujeres, compañeras de un mismo sueño compartido.
Había sido una tarde feliz. Nos habíamos reído, nos habíamos abrazado, con los viejos amigos, habíamos comprado lotería de la FMP con un número que por sí sólo es signo de fortuna: 11031. El 1 de octubre de 1931, fecha de la aprobación en las Cortes el voto femenino. Nos costó despedirnos y abandonar la Fundación Julián Besteiro, donde se había celebrado el acto.
Llegamos a casa pasadas las 21,30. Hace 23 años, que también era viernes, estábamos cenando con Nani D'aolio y otros amigos cuando nos dieron la noticia de que habían matado a Lucrecia Pérez. No habíamos terminado de cenar cuando twitter empieza a chorrear noticias de París. Son instantes de desaliento pero yo quiero recordar las palabras, el ejemplo, la lucha conjunta de tantas personas de buena voluntad a la hora de conjurar los malos augurios, de alejar el derramamiento de sangre. Nosotros, los pueblos, tenemos que decir basta.

domingo, 15 de noviembre de 2015

París y Palestina: todas las rejas son iguales

Cada vez que se produce un atentado con víctimas occidentales nos estremecemos como si nos hubieran herido a cada uno de nosotros. No importa que a diario se produzcan atentados mortales en otras partes del mundo, incluso geográficamente próximas; lo que nos aturde es la proximidad étnica: el color, la cultura, la religión, el europeismo.
Los informativos proporcionan a diario imágenes cruentas de Gaza, de Beirut, de Damasco. Atentados provocados por los mismos grupos o primos hermanos de quienes han atentado el viernes en París. Cientos, miles de muertos, que apenas nos conmueven.
En cambio, desde la noche del viernes estamos estremecidos por lo ocurrido en París. Nos sentimos impelidos a expresar nuestra repulsa, nuestro dolor, nuestra protesta.
Las televisiones generalistas, que en la noche del viernes no interrumpieron sus emisiones, han enviado a París a sus rostros más conocidos que conexión tras conexión nos muestran los menudillos del drama: rastros de sangre, retirada de los heridos, altares improvisados. Hasta el momento, nadie se ha parado a analizar y explicar a la audiencia de dónde surgen estos grupos extremistas, quién los financia, quién los arma, quién los protege, quién los alienta. Vivimos el periodismo/espectáculo, no el periodismo/información.
También los ciudadanos de a pie nos dejamos llevar por la ola de sentimiento que nos invade. El sábado, el Ayuntamiento de Madrid convocó un minuto de silencio en la puerta de Cibeles. El domingo ha secundado la convocatoria realizada por la Federación de Municipios y Provincias de cinco minutos de silencio. La alcaldesa Manuela Carmena reitera sus expresiones de repulsa; los concejales buscan un hueco entre los medios.
No lejos de Cibeles, en la calle Salustiano Olózaga donde se levanta la Embajada de Francia, se amontonan los ramos de flores, las velas, los mensajes. El redactor de Telemadrid intenta infructuosamente obtener declaraciones de las personas que se han acercado a la sede diplomática. Hay emoción contenida en el silencio.
Algunos vienen con cámaras y hacen fotos, otros usan los móviles. Utilizo el mío para capturar algunas imágenes. Las velas, los mensajes... Me llama la atención una flor depositada en la verja de acceso al jardín de la Embajada. Enfoco la imagen y siento un escalofrío. La verja me recuerda a la de otra foto tomada el 21 de julio de 2008 en el campo de refugiados de Qalandia, próximo a Ramallah, en tierra palestina.
Hay algo simbólico y aleccionador en esas fotos del niño condenado al extrañamiento y al olvido y la flor en memoria de los víctimas. Es verdad, todas las rejas se parecen pero también lo es que Oriente Medio es un polvorín cuya dinamita ocasionalmente explota lejos de donde se elabora. 
El colega se extraña de que recuerde con tanta viveza la foto tomada hace siete años. Pienso mucho en los pobres palestinos, abandonados a su suerte, le digo. En realidad, raro es el día que no recuerdo a aquellos niños, sonrientes, juguetones como todos los niños. Cada vez que se produce un atentado me pregunto qué ocurriría si alguna vez llegara la paz en Oriente Medio. También me pregunto qué será de los niños palestinos que me miraban con extrañeza preguntándose, acaso, qué hacía yo allí.  

viernes, 13 de noviembre de 2015

París, je t'aime

Nada es igual después de una noche como la vivida el 13 de noviemore en París.
Todos estamos de luto. 
A todos nos han atacado en París. 


jueves, 12 de noviembre de 2015

Julio Anguita: Atraco a la memoria

Julio Anguita es un animal político, un profeta de la cosa pública. Empezó su actividad en la vida política en la alcaldía de Córdoba. Le recuerdo de aquella época. Llegó a Aranda en 1984 a recibir el premio Polluelo, que entregaba la Asociación Antonio Machado, y volvió un año después a entregárselo a Enrique Tierno Galván. Ya entonces tenía propensión a hablar en titulares pero trató a la periodista de provincias como si fuera la presentadora del telediario: con atención y respeto. Declaró entonces que apostaba “por la alegría y por la vida, que es lo más revolucionario”. Luego, moderé una conferencia que pronunció en la Facultad de Derecho de Burgos, entonces ya diputado por Izquierda Unida. Siempre le he oído el mismo discurso, el de la revolución pendiente.
Ahora se presenta un libro, resultado de las conversaciones mantenidas con Juan Andrade: Atraco a la memoria. El acto es en una de las salas pequeñas del Círculo de Bellas Artes, que se llena con poco más de un centenar de personas. Llega acompañado de Alberto Garzón, el nuevo y joven líder de IU.

En la presentación, dicen de él que es un referente en la izquierda, más venerado que seguido. Andrade enumera las líneas de la concepción política de Anguita: la utopía como seña de identidad de la izquierda; el programa como elemento central de cambio; el comunismo como identidad fuerte e inclusiva con otras entidades; la comunicación política como forma de pedagogía; la valentía y el arrojo: aspiración a reunir el máximo de adhesiones pero no tener miedo a quedar en minoría.
Anguita asegura que esta es una noche especial, de rendir cuentas y de proponer para hoy con la mirada en el ayer. Enseguida entra en materia. Sostiene que vivimos un momento político gravísimo, que hay que hablar menos de la segunda república y empezar a ver cómo va a ser la tercera y que el comunismo sigue vivo pero los partidos comunistas, no.
Analiza luego lo que está pasando que, asegura, tiene su raíz en la década prodigiosa -los ochenta-, cuando “España sufrió abducción”. Como es habitual en él, echa pestes de Maastricht y desliza la sospecha de que el PSOE es culpable de la mitad de los males que padece la izquierda. La otra mitad es culpa del grupo Prisa. Ya no nos sirven ni los partidos ni las organizaciones del pasado, necesitamos formas nuevas, otro lenguaje, nuevas estrategias, acción, reflexión.
Se declara filosóficamente comunista y a la hora de señalar al enemigo enumera: la Unión Europea, el euro y la deuda. Habla de elaborar el “discurso profético”, de preparar el 21 de diciembre y, sin mencionar a nadie en concreto, advierte de la necesidad de superar las siglas. Lo vamos a aprender con dolor la noche del 20-D, añade.
Hemos perdido la guerra los herederos de las cuatro internacionales, pero también los de la Ilustración, los de las Luces, los de la Razón. Cuando un ministro le pone una medalla a la Virgen es que hemos llegado a antes de la Revolución Francesa, concluye.
Están ustedes ante un combatiente, de tercera fila, pero combatiente, dice de sí mismo Julio Anguita. Sin duda, tiene razón pero, de momento, también es la voz que clama en el desierto.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Las Médulas: el fracking romano

Las Médulas es una especie de Cañón del Colorado pero en pequeño. Situado en la comarca del Bierzo, a unos kilómetros de Ponferrada, el paisaje es el resultado de las maniobras realizadas por los romanos para extraer el oro adherido a estas tierras. Los restos del fracking romano. Extraído el oro mediante la inyección de agua traída de los ríos Sil y Cabo mediante canalización, los romanos abandonaron la extracción cuando dejaron de considerarla rentable. Y ahí se quedaron los surcos, las heridas en la tierra rojiza: la mayor mina de oro a cielo abierto del imperio. Pináculos de formas caprichosas que parecen sostenerse de milagro y que se levantan entre montes castaños y robles.
El conjunto es un parque, declarado Bien de Interés Cultural en 1996, Patrimonio de la Humanidad en 1997 y Monumento Natural en 2002. Vamos, que no puedes perdértelo.
Los viajeros estuvieron por aquí hace años, de vuelta de un viaje a Galicia en el que coincidieron con la caída de un meteorito que atravesó la Península Ibérica, de cuyo paso dio cuenta la prensa de todos los colores. Llegados al mirador de Orellán, al que entonces se llegaba en coche y ahora hay que ir andando, hicieron una parada para reponerse del sobresalto de ver cómo una bola de fuego se había paseado por encima de sus cabezas y he aquí que la Naturaleza les tenía preparada una nueva sorpresa. En el mirador lucía un sol espléndido pero por debajo de ese nivel se habían asentado unas nubes algodonosas que impedían ver el valle de entre las que emergían unos picos rojizos que brillaban al sol mañanero. Los viajeros, solos en el lugar a una hora temprana, llegaron a pensar si estarían en un paisaje extraterrestre y guardan del lugar y del momento un recuerdo imborrable.
Luego bajaron a tierra, al lugar de Las Médulas, y tuvieron que moverse entre brumas, en medio de una niebla húmeda y densa que no levantó en las horas que permanecieron allí. Se fueron, pues, con la intención de volver en otro momento para conocer el lugar con sol.
Hemos vuelto la semana pasada, aprovechando el veranillo de San Martín, ese santo que ajusta cuentas con todo cerdo vivo. Llegamos desde Astorga a Ponferrada por la carretera LE-142 que sigue el Camino de Santiago francés. Al llegar a Ponferrada pusimos el GPS, aplicación útil sin duda, excepto cuando decide pensar por su cuenta. El GPS estaba inspirado ese día, se puso creativo y nos condujo poco menos que campo a través, a través en todo caso de caminos casi impracticables. En consecuencia, llegamos a Orellán cuando ya caía el sol y las siluetas de Las Médulas asemejaban fantasmas entre sombras. La noche está tan agradable y templada que recorremos tranquilamente el camino entre el Mirador y el pueblo disfrutando los olores del monte en otoño y posponiendo las fotos para el día siguiente, ya con sol.
Nos alojamos en el mismo Orellán, poblado de tradición metalúrgica ya en la época romana, en un hotel rural donde nos cuidan como si fuéramos de la familia: mantienen el calor de la chimenea, nos ofrecen variedad de opciones para cenar, nos miman con verdadera hospitalidad. Al amanecer, desde la balconada de la habitación se contempla el valle por donde se posan nubes dispersas aquí y allá en un silencio solo interrumpido por el canto de los gallos y el ladrido de los perros.

Isabel, la propietaria del hotelito, se interesa por nuestros gustos y apetencias para el desayuno, nos ofrece unas excelentes mermeladas de fabricación casera y nos obsequia con unas manzanas de la tierra que huelen a lo que son: frutas recién cogidas del árbol.
Mientras Isabel explica al colega la peculiaridad de la techumbre en las casas del Bierzo, de madera y pizarra, yo echo un vistazo a las noticias del día. La prensa habla de la propuesta de ruptura con España del nuevo Parlamento catalán, de la elaboración de las listas electorales del PP, de las encuestas del CIS... Todo ello, visto desde la paz berciana, suena a chapucilla, a engañifa, a timo de la estampita, frente a la diligencia y la profesionalidad de tantas personas anónimas que cada día se levantan para hacer su trabajo y hacerlo bien.  
Pero no hay dicha completa. El día se va tornando lluvioso y nublado, una capa de niebla lentamente se apodera del pueblo, primero, y de toda la comarca, después. Los viajeros recorren Las Médulas, que en estos años se ha convertido en un auténtico parque temático, con restaurantes por doquier y remedos de tabernas romanas. En el pueblo está prohibida la circulación rodada de vehículos foráneos pero en los aparcamientos próximos se alinean turismos y autobuses cuyos ocupantes se extienden por las calles como en procesión. La mayoría de establecimientos están cerrados, sea por la lluvia, sea por tratarse de un día entre semana.
Volvemos a Orellán y recorremos una vez más el camino hasta el Mirador, ahora bajo la lluvia. Es raro que llueva y haga niebla a la vez, nos dicen los jóvenes que atienden el acceso a las galerías subterráneos. Será raro pero ese día nos hizo una demostración. Recorremos las galerías excavadas por los romanos y nos asomamos al balcón sobre el valle, ahora oculto por la niebla.
Para volver a Ponferrada dejamos el GPS tranquilo y en Carucedo, donde subsiste el lago formado por los desagües de las galerías abiertas por los romanos, tomamos la N-536 y luego la A-6. Ahora que nos sabemos el camino tenemos que volver a contemplar los resultados del fracking romano. A ver si sale el sol de una vez.