domingo, 28 de septiembre de 2014

Tito, señor de Úbeda

La tradición alfarera de Úbeda hunde sus raíces en su etapa andalusí pero se ha mantenido viva a lo largo de los siglos hasta el punto de que los alfareros tienen su propio barrio, al este de la ciudad. Es la ubetense una alfarería fácilmente reconocible por sus verdes y sus azules vidriados y sus filigranas como encaje, que en la memoria colectiva remiten indefectiblemente a un nombre mítico: Tito.

Aunque Úbeda es una ciudad que está bien dotada de personajes ilustres -Joaquín Sabina y Antonio Muñoz Molina entre ellos- y aunque al pasear por sus calles los viajeros se encontrarán con frecuencia con el nombre de Tito, para la viajera, el Tito por excelencia es Juan pero el patriarca de la saga fue Pablo Martínez Padilla, su padre, un artista que gozó de enorme popularidad y que murió a punto de cumplir los noventa, antes de agotarse el siglo XX. Pablo, y también otros maestros alfareros de Úbeda como el Músico (Francisco Ortega) y el Guindilla (Salvador Góngora), enseñaron el oficio a Juan, Juan Martínez Villacañas, y, aunque otros alfareros llevan el apelativo familiar, la viajera sólo quiere subrayar que Juan, el Tito al que tanto admira, es Premio Nacional de Artesanía (2006), en su primera edición.

La innovación y la tradición son valores que en esta casa se heredan con el apellido, a lo que parece. De hecho, esa conjugación es lo que salvó a Tito y a su alfar cuando la introducción en el mercado de nuevos materiales –plásticos, aceros- desterró los cacharros de barro y llevó a la ruina y a la desaparición a muchos talleres en toda España. Juan, para quien la alfarería es un “reducto donde sobreviven valores y costumbres de un mundo más austero pero también más humano”, apostó entonces por la recuperación de formas y técnicas olvidadas y por repensar la utilización de las piezas tradicionales. 

Las piezas del alfar de Tito conservan las formas ancestrales que ya moldearon los griegos y luego los árabes con los dibujos y colores que durante siglos dieron fama a la artesanía ubetense y las texturas antiguas y modernas. Algunas tienen un uso específico –para guardar ajos, la sal, fruteros, botijos- pero otros tienen la única función de embellecer el lugar que ocupan. La alfarería, conviene no olvidarlo, es un arte en el que confluyen los cuatro elementos de la Naturaleza: la tierra, el fuego, el agua y el aire.  
     
Del alfar de Tito han salido no pocas de las piezas que se exhiben en algunas de las películas de época, incluidas las más de 300 que se elaboraron expresamente para la película Alatriste, dirigida por Agustín Díaz Yanes y protagonizada por Viggo Mortensen, que tuvo en Úbeda también muchas de sus localizaciones.

La viajera confiesa sin rubor que conoció a Tito hace más de tres décadas –el alfarero, con mejor memoria, puntualizará año, lugar y compañías- y que se acerca al alfar de la Plaza del Ayuntamiento, 12, con el temor de hallar a su amigo retirado del oficio. Para su alegría, lo encuentra con su blanca melena leonada a lo Rafael Alberti, jubilado aunque plenamente activo, alegre y dicharachero como siempre y con una memoria prodigiosa. Será él quien repase la lista de los amigos comunes, algunos, como Juan Abad y José María Kaydeda, desaparecidos ya. Y tú, ¿qué haces?, pregunta a la viajera, para reprocharle veladamente la respuesta: Una periodista no se jubila nunca. Del periodismo no, pero de ir a trabajar, sí. Ah, bueno, dice, poco convencido.

Los viajeros salen de la casa de Tito con un botijo con vidriado azul y una campana que añadir a su colección, regalo de su amigo. Pero sobre todo, sale con la emoción de tanta belleza junta y la alegría de conocer que al frente del alfar se encuentra ya la tercera generación: Juan Pablo Martínez, hijo de Juan y nieto de Pablo, que en 2012 ha recibido el Premio Nacional de Artesanía en la modalidad Innova.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Úbeda, el Renacimiento en los Cerros




Úbeda es conocida por sus cerros y la descripción, con ser exacta, no le hace justicia en absoluto. Úbeda es un ejemplo de ciudad renacentista por sus monumentos, que son muchos y espléndidos, pero es sobre todo una muestra de esplendidez y de preponderancia de la sociedad civil, también de utilización racional de su patrimonio.  
Lo de los cerros tiene una explicación geográfica y otra legendaria. La primera está clara: la ciudad se asienta en el valle que forma el Guadalquivir, bajo los picos de Sierra Mágina, y es la capital de la comarca de La Loma, pues lomas son los montes que la protegen. La segunda bascula entre la literatura y la leyenda: se cuenta que en una de las frecuentas contiendas que en la conquista de esta tierra sostuvieron árabes y cristianos –unos lo sitúan en tiempos de Alfonso VI y otros de Fernando III- uno de los capitanes desapareció justo antes de entrar en batalla y no apareció hasta haber sido conquistada la plaza. Cuando el rey le preguntó por su ausencia, el capitán respondió con la pobre excusa de que se había perdido “por los cerros de Úbeda”. Perderse por los cerros de Úbeda quedó como sinónimo de cobardía en el campo de batalla y de andarse en divagaciones en el campo dialéctico.

Que Úbeda es algo más que sus cerros lo comprende el viajero tan pronto como llega a ella. Ostenta la ciudad el muy disputado título de la más antigua del mundo occidental y sea o no la más antigua, por aquí han pasado oretanos, visigodos, naturalmente los romanos, que la llamarán La Betula, godos y los vándalos, que hacen honor a su fama y destruyen el poblado. Hasta que llegan los árabes y refundan una ciudad a la que llaman Ubbada. 

En el siglo XI se la disputarán los reinos de Almería, Granada, Sevilla y Toledo y acabará siendo conquistada por los almorávides. Esta ciudad musulmana refuerza su amurallamiento y se convierte en un núcleo pujante por su artesanía y su comercio. Los siglos XI y XII vivirá en una sucesión ininterrumpida de conquistas y reconquistas, ora musulmana, ora cristiana. Los Alfonsos VI y VII la rindieron y el VIII la asoló en 1212, tras la batalla de las Navas de Tolosa, hasta que en 1233, tras largo asedio, Úbeda capituló ante Fernando III quien la hizo ciudad realenga con arciprestazgo, que era el no va más en materia de dignidades del momento. La capitulación evitó ser arrasada de nuevo y permitió la coexistencia de las tres culturas radicadas en la ciudad: árabes, judíos y cristianos. 

Finalizada la reconquista, se abrió para Úbeda una época de pujanza económica, social y cultural que culmina en el siglo XVI, su edad de oro. Los cachorros de los linajes locales alcanzan puestos principales en la corte: Ruy López será Condestable de Castilla con Enrique III y Beltrán de la Cueva, valido de Enrique IV; también el clero y las órdenes militares mejoran sus privilegios. Simultáneamente, vecinos, la mayoría judíos o muladíes, que prosperan en sus profesiones, como boticarios, escribanos, médicos o mercaderes, conforman una incipiente burguesía. Ganaderos, labradores, pastores y militares completaban el espectro social de una ciudad que acogía a más de 18.000 habitantes. 
Es en este caldo de cultivo cuando coinciden en el tiempo y el espacio Francisco de los Cobos, secretario de Carlos V y hombre de gran influencia en la corte imperial, y Pedro de Vandelvira. De los Cobos acumuló a lo largo de su vida cargos y prebendas en grado superlativo, era Comendador Mayor de la Orden de Santiago, titular de la explotación salinera de Nicaragua y ensayador mayor de los metales preciosos de la Casa de Contratación de las Indias, entre otros muchos, que le hicieron inmensamente rico. Una parte de esta fortuna la empleó en acumular obras de arte. 

Como secretario real, había tenido que acompañar a Carlos I en sus viajes a Italia, lo que resultó providencial para Úbeda. Allí descubriría el movimiento renacentista y encontraría a Vandelvira, un cantero que estaba estudiando la obra de Miguel Ángel, convenciéndole de volver a España. Francisco de los Cobos sembró el gusto por el arte entre sus pares ubetenses y a Pedro de Vandelvira le sucederá su hijo Andrés, hombre de gran cultura y preparación técnica, y unos y otros se dedican a sembrar las corrientes humanísticas del Renacimiento y a levantar palacios a cuál más espléndido hasta hacer de Úbeda la ciudad –Patrimonio de la Humanidad- que podemos admirar. En 1526 Carlos V juró aquí mismo guardar los privilegios, fueros y donaciones que le habían sido concedidas a la ciudad.

A la colaboración de Pedro de Vandelvira con De los Cobos debe Úbeda una perla arquitectónica que es la Capilla del Salvador, proyectada como panteón de la familia del secretario real, que habría de acabar su viuda, María de Mendoza y Sarmiento. No sólo los Vandelvira padre e hijo trabajaron en el Salvador, también Gil de Siloé, Alonso de Berruguete, Esteban Jamete y Francisco de Villalpando dejaron aquí su huella. 

La Capilla del Salvador preside la Plaza Vázquez de Molina, el epicentro monumental de la ciudad. Situarse en cualquier punto de este lugar es sentir el vértigo de la belleza absoluta, el equilibrio del Renacimiento, la armonía del horizonte, con la Sierra Mágina y los olivares infinitos como telón de fondo.

A Úbeda hay que llegar sin prisa, pasear despacio y pararse a mirar mucho. Los viajeros empezaron por esta Plaza de Vázquez de Molina porque es aquí donde se alojaron: en el Palacio del Deán Ortega, convertido en Parador. Hay que llegar avisados porque la zona es peatonal y aquí no caben despistes pues enfrente del Parador se levanta el Antiguo Pósito, donde tiene su sede la Policía. A pocos metros del hotel –en la Redonda de Miradores- hay un aparcamiento que además de ser gratuito ofrece unas magníficas vistas del valle, de los olivares y de los cerros.

Situados, pues, en la Plaza Vázquez de Molina los viajeros tienen frente a sí la Capilla del Salvador; a la derecha, primero el Antiguo Pósito, luego el Palacio del Marqués de Mancera, la Cárcel del Obispo, sede de los Juzgados, y, finalmente, la iglesia de Santa María de los Reales Alcázares. Por la izquierda, además del Palacio del Deán Ortega, el Palacio de las Cadenas, hoy sede municipal. Observan los viajeros que, salvo la de Santa María, todos los edificios son civiles y, aunque goza Úbeda de otros templos, sus señas de identidad son aquéllos.

Sólo por contemplar las edificaciones de esta gran plaza, que es una lección viva del renacimiento hispano, valdría el esfuerzo de llegar a Úbeda. Los viajeros pueden sentarse en ella y admirar el juego de volúmenes, la ornamentación de los palacios… y el sentido práctico de los ubetenses que han protegido su patrimonio monumental dándole una utilidad práctica a cada edificio. La viajera, que ha podido comprobar ya lo bien que se come y se duerme en el Palacio del Deán Ortega, observa los coches policiales aparcados junto al Antiguo Pósito e imagina la emoción de los funcionarios al trabajar en las vetustas dependencias, o la de los ciudadanos que acudan a hacer cualquier gestión municipal en el Palacio de las Cadenas. Y se pregunta si las leyendas de emparedamientos que envuelven a la Cárcel del Obispo tendrán alguna influencia en las decisiones judiciales.

El espacio entre la iglesia de los Reales Alcázares y la muralla estuvo ocupado por la judería. Sus callejuelas estrechas invitan al paseo pero lo que habla de la importancia e influencia que debió tener la población judía es la Sinagoga del Agua y está situada más arriba, cerca de la iglesia de San Pablo. En ésta, como en la capilla del Salvador y la iglesia de los Reales Alcázares, la visita es de pago. Se puede contratar también la visita completa a la ciudad.    

La iglesia de San Pablo, que se levanta en la Plaza del 1º de Mayo, otra hermosa explanada situada al norte de la de Vázquez Molina, es una mezcla de estilos –románico, gótico y renacentista-. La visita es gratis pero hay que esperar al horario de culto. A diario, la iglesia se abre hacia las 7 de la tarde para la misa a las 7,30.

De la esquina sur de la misma plaza surgen los ecos de distintos instrumentos musicales. Es el Ayuntamiento viejo, convertido hoy en Conservatorio. En el centro de la plaza se ha erigido un monumento en memoria de San Juan de la Cruz, que aquí vino a morir en 1591 y al que la ciudad le ha dedicado un museo, cerca de esta misma plaza.

Estamos en el cogollo de la ciudad amurallada, un cinturón de piedra en el que se abren varias puertas, todas con su pequeña historia. La más conocida es la puerta de Granada, por la que dicen salió Isabel la Católica camino de Baza, donde dijo aquello de que no habría de cambiarse de camisa hasta no conquistar Granada.     

No lejos de esta puerta los viajeros se topan con otro edificio singular: la Casa de las Torres o Palacio de Dávila, hoy Escuela de Arte, mandado construir en el siglo XVI por el alcalde y comendador Andrés de Dávalos de la Cueva. La profusión de conchas que adornan la fachada remite a la condición de caballero de Santiago del regidor. La viajera sospecha que estudiar en un lugar como éste, hacer el recreo en su esbelto patio interior ha de ser un plus añadido a los planes docentes.  

En la calle Real los viajeros visitan varias tiendas donde se venden productos tradicionales y se sorprenden al hallar aceite kosher, lo que indica la querencia judía por Úbeda. Kosher o no, llevarse aceite no es mala idea pues ésta es la comarca aceitunera por excelencia.

La calle Real conduce a la Plaza de Andalucía. En sus inmediaciones se encuentran la Torre del Reloj y las iglesias de la Trinidad y de San Isidoro. En ese punto estaban los viajeros, con el plano de la ciudad en las manos, intentando orientarse hacia el Hospital de Santiago cuando un hombre les saluda confianzudamente. ¿Qué, ya sabemos dónde ir?  La viajera bucea en su disco duro tratando de identificar al interlocutor, pues no es la primera vez que se encuentran con un conocido en los puntos más dispares. Pero no, no es un conocido, es un ubetense de adopción que se presta a ayudar. Nos indica el camino, nos cuenta su nostalgia madrileña y detalles de su familia y se despide amigablemente. Gracias por venir a conocer la ciudad, nos dice.

El Hospital de Santiago se encuentra algo alejado del centro histórico pero no desmerece la tradición. Situado al final de la calle Obispo Cobos, también conocida como la de las tiendas, es otra de las joyas renacentistas debidas a los Vandelvira, padre e hijo. Fue mandado construir por el Obispo Cobos para servir de hospital para pobres, iglesia, panteón y palacio. Tiene un patio central porticado con doble arcada, sustentada por columnas de mármol de Carrara. A un lado del patio se abre la escalera imperial desde la que se puede admirar una bóveda con pinturas al fresco. Las estancias del viejo hospital tienen un uso cultural: biblioteca, etc. Ah, el sentido práctico de los ubetenses.

La visita de un lugar nunca es completa si el viajero no cata los platos locales. En Úbeda, hay dos guisos que destacan: los andrajos y la perdiz escabechada. La viajera cree que con justa fama. La provincia de Jaén cultiva la costumbre del tapeo. Con cada bebida se acompaña una tapa sustanciosa. Con dos tapas, cenas; con tres haces una comida ligera; con cuatro vas bien servido. Los viajeros conocen la tradición pero no la cuantía cuando llegan a La Sacristía, taberna con marcas históricas en la Baja del Salvador. ¿Qué pedir?, se preguntan. Mientras estudian la carta, el camarero deja en la mesa de al lado un plato con dos chapatas cubiertas con algo que no identifican. ¿Qué es lo que ha servido a esos señores?, pregunta la viajera. Esa es la tapa que les voy a traer ahora mismo para acompañar a su cerveza. La tapa es una tortillita de camarones.

Los viajeros han oído hablar de la taberna Misa de 12, que está en la Plaza 1º de Mayo y se disponen a ir a cenar de tapas. El local está cerrado. Un grupo de jóvenes remolonea a la puerta del Instituto próximo. Úbeda debe ser la única ciudad en la que a las nueve y cuarto de una noche suave de septiembre esté cerrada la taberna y abierto el instituto de enseñanza media.

lunes, 8 de septiembre de 2014

El paño, el arca y el Cristo de Palacios de Benaver



Burgos es una provincia extensa que encierra un amplio y muy rico patrimonio cultural pero el castellano en general y el burgalés en particular cree que el buen paño en el arca se vende. Y así como en otros lugares abundan los indicadores que informan de la existencia de puntos de interés, por estos lares no es raro que haya que buscar mediante coordenadas y GPS lo que se quiera conocer por importante que sea. Aunque en los últimos tiempos se aprecia algún intento de ponerse al día, como el programa de apertura de monumentos, iniciativa de la Junta de Castilla y León. Porque podía ocurrir que después de mucho buscar los viajeros llegaran al lugar y lo hallasen cerrado.

Los viajeros se encaminan a Palacios de Benaver con mala conciencia. El lugar se encuentra a un tiro de piedra de Burgos –por la N-120, tras pasar Tardajos y Las Quintanillas, tomando el desvío indicado- y a pesar de su reconocida condición zascandil han tardado años en visitarlo. No sólo los indicadores, también las publicaciones son cicateras con el monasterio que nos proponemos visitar. En su libro “Burgos. Guía completa de las Tierras del Cid”, quien fuera cronista oficial de la provincia, el siempre pomposo Fray Valentín de la Cruz, lo despacha en cinco líneas: “En Palacios de Benaver hay un convento de monjas benedictinas cuya antigüedad se pierde en lo más alto del Medievo. En su iglesia hay un Cristo románico, hieráticamente doloroso. Las religiosas, poseedoras del secreto de unas deliciosas rosquillas, enseñan una bonita talla de marfil de Nuestra Señora de la Aparecida (s. XVI)”.

Con esa escueta información se presentan los viajeros a media mañana de un domingo de agosto en Palacios de Benaver. El pueblo luce sus galas estivales que, como en casi todos los pueblos de la provincia, vienen a consistir en triplicar su población y multiplicar por cinco su parque móvil. O viceversa. Un rudimentario cartel conduce a las puertas abiertas del monasterio. Desde el exterior, la iglesia es una mezcla de distintas épocas y estilos sobre un plano general gótico del siglo XIII. El ábside semicircular es obra del XVIII y lo que se aprecia del monasterio corresponde al XVII.

El patio que se atisba desde el exterior descubre una fachada armónica con preciosa rejería. En el portalón de acceso al monasterio un cartel indica las horas de visita, que son aquellas que no coincidan con el horario de rezos de la comunidad. Los viajeros comprueban que están en tiempo y con la osadía que proporciona la ignorancia tocan la campana; al poco, aparece una monja entrada en años: Queríamos ver el monasterio, piden. La monja los mira con extrañeza. Estaba yo trabajando…, dice en un primer momento, pero luego, parece reconsiderarlo y les indica la puerta de acceso al jardín. Ahora les abro, concluye.

La puerta se abre a un espacio bien cuidado que se abre a otro espacio más amplio con sendas de paseo y bancos para el descanso. La monja les informa también de que el monasterio propiamente dicho no se visita pero que, seguramente, lo que los viajeros pretenden ver será la iglesia y el Cristo. Vayan por el exterior y ya les abro, indica.

La mañana ha regalado un sol brillantemente agosteño y los viajeros entran en la iglesia con los ojos aún cegados por la luminosidad exterior. En la oscuridad del templo apenas alcanzan a distinguir unas esculturas funerarias y, un poco a la derecha, un altar barroco. A la espalda, una rejería separa el coro donde la comunidad hace sus rezos. La monja va encendiendo luces al tiempo que se extiende en explicaciones sobre la historia del monasterio y de la comunidad hasta que señala a nuestra espalda: Ese es el Cristo.   

La sorpresa deja mudos a los visitantes. ¿Podemos hacer fotos?, pregunta la viajera impenitente, temerosa de la consabida negativa. Las que ustedes quieran, responde la religiosa. Así que los viajeros se ponen a disparar las cámaras como posesos, convencidos de que no van a encontrar palabras para expresar la maravilla que tienen ante sus ojos.

El Cristo de Palacios de Benaver es una talla románica única en la provincia y rarísima en Castilla y León. Los viajeros sólo conocen ejemplares similares en Cataluña. Una cruz de 2,75 de altura por 2,25 de anchura, que sostiene a un crucificado solemne, vivo, no doliente sino resucitado, de rostro grave, expresivo, con barba, bigote, los ojos abiertos que parecen mirar más allá del tiempo. Un Cristo en disposición frontal, sujeto a la cruz mediante cuatro clavos, uno en cada extremidad. El Cristo de los ojos grandes, le llaman. La talla se había datado en el siglo XII pero cuando la Fundación del Patrimonio Histórico de Castilla y León acometió en 2007 su restauración descubrió detalles de su policromía tanto en el anverso como en el reverso de la cruz que adelantan la datación en un siglo.

La imagen había sufrido modificaciones según los gustos de cada época, le habían cerrado los ojos, se los habían dejado entreabiertos, le habían puesto peluca, incluso le habían serrado algún dedo para adaptar la Cruz al hueco que le destinaban… La restauración le ha devuelto su apariencia original que muestra una obra prodigiosa, “de tal forma que lo que hubiera sido una simple imagen del románico se ha convertido en un icono”, según conclusión de la propia Fundación del Patrimonio Histórico de Castilla y León.

El monasterio y su Cristo están rodeados de un halo legendario. Se cree que es el convento de mujeres más antiguo de España pero no se conoce ningún documento de su fundación. Una tabla que puede verse en la iglesia y que habla del martirio de las 300 monjas abunda en la leyenda. Refiere ésta que en el año 834 el rey moro Zefa había degollado a los monjes de San Pedro de Cardeña cuando un mensajero advirtió a la comunidad del monasterio benedictino que el ejército musulmán se disponía a hacer otro tanto a las monjas. Ellas se amputaron la nariz para resultar repulsivas a los moros pero fueron, igualmente, degolladas. Quiere la misma leyenda que tras la degollina el monasterio permaneció vacío más de un siglo hasta que en 968 el Conde Garci Fernández decidió reconstruir un cenobio donde había encontrado enterrado un Cristo crucificado. La primera abadesa sería doña Urraca, familiar del conde. Insiste la tradición en que una de las razias de Almanzor, que por aquí se paseó entre 981 y 1002, destruyó el convento y fue reconstruido de nuevo.

Además de la leyenda sobre la aparición del Cristo, otra muy extendida es que le crecía el pelo. Las monjas se lo rizaban y a medida que se le alisaba parecía que lo tenía más largo, pero sólo era una peluca, explica la monja con naturalidad.

La primera referencia sobre el monasterio de El Salvador de Palacios de Benaver se halla en un escrito de la Casa de Lara de 1231 en el que se habla de él como habitado por benedictinas. En otro documento de 1470 Enrique IV da su conformidad para que el monasterio se anexiona Santa Cruz de Valcárcel, con lo que se extiende su dominio patrimonial sobre más de ochenta pueblos, un auténtico señorío feudal. El siglo XV debió ser el de su mayor esplendor, la abadesa tenía jurisdicción para nombrar alcaldes y dirimir pleitos y sólo debía dar cuentas al rey.

A pesar de la carencia documental se cree que el convento ha permanecido habitado en los últimos seis siglos, si bien con una notable pérdida patrimonial. En las últimas décadas del pasado siglo fue colegio para niños y luego escuela-hogar. En 1993 concluyó su labor docente y adaptó sus instalaciones para hospedería.

La religiosa muestra a los viajeros los otros tesoros del monasterio, como la pequeña talla de la Virgen (Es una copia, confiesa, el original está guardado) a la que se refería el Cronista oficial y el Coro que forma un conjunto con el confesionario y el órgano, magníficos ejemplares modernistas que la comunidad adquirió a comienzos del siglo XX en Alemania. Pero enseguida empezó la primera guerra mundial el órgano no se pudo poner en funcionamiento hasta hace unos años, cuenta la religiosa que resulta ser la organera y nos obsequia con una breve interpretación. Entretanto, ha sonado el timbre de la puerta de la iglesia, ha abierto la religiosa, ha entrado un hombre de mediana edad que saluda, da una vuelta por la iglesia, hace fotos y se va sin más.

El monumento funerario que se atisba a la entrada en el ábside es de los protectores y restauradores del monasterio, don Garci Fernández Manríquez, su esposa, Teresa Zúñiga, y su hijo Pedro Fernández Manríquez y Zúñiga. Cuando enviudó Doña Teresa fue monja del monasterio, refiere la monja que hace de guía. Son tallas en nogal realizadas en el siglo XIV.

¿Se conservan los tesoros del monasterio?, preguntan los viajeros. Ninguno, se lo llevaron todo los franceses, responde la religiosa, refiriéndose a la rapiña de las tropas francesas de Napoleón. Quizá ese expolio explique también la falta de documentación sobre el monasterio.  

El claustro no se incluye en la visita pero la religiosa permite a los viajeros asomarse desde la puerta. Es un conjunto austero, con arcos escarzanos que descansan en columnas sin ornamentación. De sus paredes cuelgan algunas tablas muy hermosas, procedentes quizá del retablo que presidió el altar mayor. Sus arcadas están acristaladas para protegerlo de las inclemencias del clima burgalés. ¿Tiene calefacción el convento? Tiene, en efecto. Es necesaria para la hospedería, aclara la monja.

Porque las monjas ya no viven de las “deliciosas rosquillas” sino que ahora abren las dependencias del convento a quienes quieren alojarse en él y atienden sus instalaciones en el tiempo que les dejan libre sus oraciones. De vuelta al camino, con la paramera castellana al frente, los viajeros piensan en el jardín y en la amabilidad de las monjas y la hospedería les parece que una perspectiva de lo más sugerente.