martes, 21 de febrero de 2017

De las jóvenes sabias a las mujeres bobas


El afán de saber, la curiosidad es inherente a la condición humana, es lo que ha empujado a la humanidad a avanzar. Sin distinción de razas, sexos o edades. Bien es verdad que luego, durante siglos, el saber, el conjunto de conocimientos, ha sido administrado por hombres -masculino, plural- de manera un tanto cicatera, como si la sabiduría, la ciencia y la técnica les pertenecieran. Hasta tal punto, que durante siglos se ha mantenido en Europa un largo debate filosófico, político y literario sobre si la "inferioridad natural" de las mujeres les permite aprender conceptos abstractos o éste es un arte reservado a la "superioridad natural" de los hombres. Es lo que se conoce como "la querella de las mujeres".

Simultáneamente, también desde tiempo inmemorial, las mujeres han demostrado un deseo de saber, de conocer, por encima de cualquier obstáculo. Los ejemplos son casi infinitos pero me voy a ceñir a un grupo de jóvenes que a finales del siglo XV se reunieron en la corte de Isabel la Católica, mujer virtuosa pero bastante inculta porque nadie se había preocupado de su formación. Consciente de sus carencias, Isabel llamó a Beatriz Galindo, mujer sabia conocida como La Latina, para que fuera su maestra y con ella aprendió latín, lo que le permitió conversar con los embajadores al mismo nivel que su marido, el rey Fernando, que sí era un hombre culto. Y se preocupó muy mucho de que sus hijas -Isabel, Juana, María y Catalina- tuvieran una formación igual al menos que la de su hijo Juan. De hecho, las cuatro destacaron por su cultura en las cortes donde fueron soberanas. 

Ese grupo de jóvenes es conocido como las Puellae doctae, las Jóvenes sabias, un ramillete de mujeres admirables entre las que se encuentran las dos primeras docentes universitarias: Francisca de Nebrija, que sucedió a su padre, Antonio de Nebrija, en la Universidad de Alcalá de Henares, y Lucía de Medrano, que enseñó en la de Salamanca. Francisca, además, colaboró con su padre en la redacción de Gramática, que a él le ha valido pasar a la posteridad. A este grupo pertenece también Isabel de Vergara, doctísima en letras latinas y griegas, traductora al castellano de los escritos de Erasmo de Rotterdam.

Y destaca, de manera especial, Teresa de Cartagena. Religiosa y escritora, descendiente de conversos. Profesó en el monasterio franciscano de Santa Clara de Burgos y luego en el de las Huelgas, donde se le declaró una sordera total. Superando sus dificultades, la sordera inspiró su libro La arboleda de los enfermos, donde trata sobre los beneficios espirituales del sufrimiento, que le valió ser considerada la primera escritora mística en español. Tan bueno debía ser el libro que los entendidos de la época consideraban que no podía haber sido escrito por una mujer, lo que le empujó a escribir Admiraçion Operum Dei, donde defiende el derecho de las mujeres a escribir, que es tenido como el primer texto feminista de una mujer española. 

No son las únicas pero son las más -aunque poco- conocidas. Todas tuvieron que luchar contra corriente. Juana de Contreras se enfrentó a su maestro Lucio Marineo Sículo -el intelectual orgánico del momento-, que le aconsejaba dejarse de ambiciones, adaptación humanista del "vete a fregar a tu casa". 

Desde entonces han transcurrido seis siglos. Seiscientos años durante los cuales las mujeres hemos seguido insistiendo en reivindicar la igualdad entre mujeres y hombres. Esto es: que nadie es sabio ni bobo por naturaleza sino que ignorancia y sabiduría son dones al alcance de cualquiera. Bien es cierto que no todo el que lo desea puede conseguir el conocimiento. La familia en la que se nace, el poder adquisitivo, el lugar donde se vive, condicionan el acceso al saber pero, superadas esas limitaciones, especialmente si se ha nacido en una familia privilegiada, se necesita una cierta tenacidad para ser ignorante.

Estos días hablamos de las mujeres que se atrincheran en la ignorancia para excusarse de culpa. Mujeres que han gozado de privilegios reservados solo a las élites, que han ido a la universidad, que se han licenciado, que han viajado, que tienen acceso a las tecnologías avanzadas, alegan ignorancia supina ante la justicia. Mire, señoría, vienen a decir, no me exija demasiado que no doy para más, ¿no se ha dado cuenta de que soy mujer? Y sus señorías, por lo común, las miran como Lucio Marineo Sículo debía mirar a las Jóvenes sabias, y ven unas mujeres atractivas, sin más ambición. Y las comprenden. No hay más que ver que la infanta Cristina, que firmó cuanto su santo esposo la puso por delante, sin molestarse en leer lo que firmaba, ha salido absuelta. No sé si en este caso puede atribuirse lo de falta de ambición, pero a ella le ha valido.

En la segunda década del siglo XXI, ser mujer instruida en España es una obligación, no una opción, ni siquiera un mérito. La enseñanza es obligatoria hasta los 16 años. Así que se necesita un cierto empecinamiento para ser ignorante. Y mucha mala fe para declararse como tal mientras se disfruta de los privilegios de la clase acomodada. Es más, hay que ser muy traidora a tu condición de mujer para olvidar el esfuerzo de tantas generaciones para que nos sean reconocidos los derechos de ciudadanía. Traidora, incluso, a tantos millones de hombres y mujeres que ahora mismo en otros lugares del planeta luchan por poder ir a la escuela.

Ser ignorante a tiempo parcial o a plena dedicación, como en los casos recientes de mujeres al borde del banquillo, es una traición y un delito de lesa humanidad. O de lesa majestad.