martes, 23 de diciembre de 2014

El chico del metro



En la escalera del metro de Lavapiés se sitúa cada mañana un chico joven con un muestrario de pequeños objetos –pañuelos de papel, fundas para el bonobus, abanicos en verano, cosas así- lo justo para intercambiar por un euro y obtener un mínimo beneficio.

Cuando iba a trabajar nos saludábamos –Buenos días, buenos días- y era como una manera amable de empezar la jornada porque el joven siempre te regalaba una sonrisa. La mayor parte de los días lo veía aún entre la bruma de un sueño no del todo despejado. Ocasionalmente, cruzábamos unas palabras. Muy ocasionalmente, lo confieso. Por el contrario, la mayoría de las personas que a esa hora bajan al metro se paraban a saludarle efusivamente, sobre todo los niños.

El joven –que es africano aunque ignoro de qué país- me paró una vez lejos de mi barrio y yo, acostumbrada a ubicarlo siempre en el mismo punto, no lograba identificarlo. Debió leerme la duda en la mirada porque enseguida se identificó: Soy el chico del metro de Lavapiés. Me avergoncé un poco –solo un poco, es cierto- y traté de disculparme: Es que por las mañanas voy un poco dormida…

Hace dos años y medio que he dejado de tomar el metro a primera hora de la mañana pero el otro día al salir de casa me topé con el chico que, inmediatamente, se paró a saludarme. ¿Qué le ha pasado que ya no va a trabajar?, me preguntó. Me he jubilado, respondí. Ah, me alegro de que sea por eso, ¿Y su marido, está bien? Tampoco le veo.

En esas estábamos cuando llegó el colega. Se saludaron como viejos conocidos y charlamos un rato con él. Así nos contó que tiene papeles pero no trabajo –si no hay trabajo para los españoles, ya comprendo que no me lo van a dar a mí, nos dijo-, pero que con lo que va sacando en el metro tiene para pagar la habitación e ir tirando. La gente de aquí es muy buena gente, aseguró. Con su sonrisa de siempre se despidió dejándonos ese halo que desprenden las personas de buena voluntad.

No me gustan los fastos navideños; llevo mal esa necesidad de bondad y felicidad a plazo fijo y peor aún el despilfarro que rodea tamaña celebración. Pero si alguien simboliza lo que hemos dado en llamar el espíritu navideño es ese joven del metro que es capaz de identificar a alguien que apenas habla con él, que adivina relaciones de las personas que ve pasar, que es amable siempre con niños y adultos, que no se lamenta de la mala suerte de haber nacido en el lugar equivocado de la fortuna, que comprende a los demás y que te regala una sonrisa cada día.

En la Tierra, Paz a las personas de buena voluntad.

lunes, 8 de diciembre de 2014

La primavera de Praga

Praga, 1968. Una ciudad y un año que marcaron a mi generación. La primavera de Praga nos hizo soñar en la posibilidad de un socialismo de rostro humano, distinto al que se gestionaba en la Unión Soviétiva, que ya por entonces parecía no ser tan idílico como pretendía hacernos creer la izquierda oficial.

 

En Praga –con Alexander Dubcek como oficiante- se escenificó la ilusión en la primavera y el desencanto –con la presencia de los tanques del Pacto de Varsovia- en agosto del mismo año.  

Como también habíamos sido testigos de Mayo’68 de París los jóvenes europeos nos debatíamos entre la esperanza de que éramos capaces de cambiar el mundo y la desesperación al comprobar que los poderes fácticos seguían siendo los mismos. En la duda, íbamos cociéndonos en nuestros propio jugo y nos desahogábamos gritando “yankee, go home”.  

 

Las imágenes de Koudelka con los tanques paseándose por la plaza Wenceslao fueron un jarro de agua fría en nuestros fervores. Aquello iba en serio. Koudelka pasó a convertirse en nuestro alter ego, aquel que estaba donde tantos quisiéramos estar y denunciaba, silenciosa pero eficazmente, lo que tantos quisiéramos denunciar.

 

En enero de 1969, el estudiante Jan Palach moría quemándose a lo bonzo convirtiéndose en un héroe en media Europa y en un traidor en la otra media.  

Luego, la historia siguió su curso. Dubcek fue obligado a dejar el poder y se transformó en un apestado. Aparecerá veinte años después, en 1989, para reiterar sus propuestas. Pero ya todo era diferente. Nombrado presidente del parlamento checoslovaco, fallecería en 1992.

 

Praga es ahora una ciudad empeñada en borrar cualquier signo que remita a un pasado comunista. Como muestra, ahí está, el metrónomo gigante que se alza en el Parque Letna, sobre los restos del monumento a Stalin, que fue dinamitado en 1962. 

 

O las flores en la tumba de Milada Horakova, demócrata, abogada y feminista, ejecutada por el régimen comunista en 1950.

 

Praga es una ciudad romántica 

y hermosísima que ha pasado del siglo XIX al XXI enterrando al siglo XX 

 

bajo las aguas del Moldava. 

 

Una ciudad europea que conjuga con naturalidad y acierto el arte de vanguardia 

y el homenaje a sus mitos, como la princesa Libusa, su legendaria fundadora.

Una ciudad que cultiva con fervor la tradición de su Teatro Negro

Y mantiene vivo el recuerdo de Franz Kafka, el escritor universal que nació y vivió aquí.

 

Praga medieval con su Torre del Reloj

 Y su ciudad vieja.

Praga moderna, con su vanguardista edificio bautizado Ginger y Fred.

La foto que encabeza este post es la de mi paso por la Plaza Wenceslao, 44 años después de las imágenes de Josef Koudelka. Es la foto de una emoción profunda y de un homenaje de gratitud. La emoción de una generación que creyó que era posible cambiar el mundo, que luchó por ello y alcanzó algunas victorias; también la emoción de las mujeres de esa generación que se incorporaron por primera vez a la universidad y al trabajo y tomaron las riendas de su propia vida; esas mujeres, ya maduras, que siguen caminando con determinación y peleando sus batallas. Y el homenaje de gratitud a todos los que, desde la Primavera de Praga y la Plaza de Wenceslao, fueron dejando sus ilusiones, y a veces sus vidas, para que todos tuviéramos una vida mejor. Incluso sus perseguidores.

Con estas cinco fotos, doy cumplimiento al reto de Laura-Peripecia. Son fotos hechas con ojos de periodista. Pero si lo que queréis es ver fotos con ojos de artista, pasaos por aquí y sabréis lo que es bueno.

sábado, 6 de diciembre de 2014

España en mitad del Atlántico


¿Cómo explicas a alguien que la Seguridad Social es armador de dos barcos? Pues lo es. La Seguridad Social tiene dos buques-hospital que prestan asistencia hospitalaria a los trabajadores del mar cuando faenan en aguas del Cantábrico –en el caso del Juan de la Cosa- y en el banco canario-sahariano el Esperanza del Mar.

 

En puridad, el propietario real es el Instituto Social de la Marina –órgano gestor del Régimen Especial del Mar- pero como el ISM es una entidad gestora de la Seguridad Social, por extensión es a ésta a quien corresponde la responsabilidad de su gestión y mantenimiento.

El primer Esperanza se hizo a la mar en 1982 para asistir a la numerosa flota española que había quedado desprovista de asistencia médica cercana cuando España abandonó el Sáhara. La apertura de un centro médico del ISM en Nouadhibou había venido a ofrecer servicio a los barcos que operaban en la zona de Cabo Blanco pero el grueso de la flota pesquera faenaba entonces más al norte, a la altura de Dakla –la antigua Villa Cisneros- y el Cabo Leven.

Aquel primer Esperanza del Mar era en realidad un carguero portacontenedores habilitado como buque asistencial. En 2001 fue botado un nuevo barco-hospital, éste sí diseñado como tal y con los últimos avances técnico asistenciales. Se hacía a la mar el 10 de septiembre de 2001 –la víspera del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York- y tiene su puerto base en Las Palmas, donde recala el último día de cada mes y de donde parte cinco días después hacia el sur del banco canario-sahariano, en el área comprendida entre Mauritania, Senegal y Cabo Verde.   

 

La vida de los trabajadores del mar es de las más duras en las que puede emplearse cualquier persona. 

Aunque las condiciones de habitabilidad de los barcos han mejorado radicalmente en las últimas décadas, el alejamiento del entorno familiar, la monotonía de la vida a bordo, 

las largas y duras jornadas laborales hacen del trabajo en el mar uno de los más penosos y de mayor riesgo. 

 

Anzuelos que se clavan, herramientas que cortan, maniobras que provocan caídas, cortes, fracturas, son frecuentes en los barcos pesqueros. Sin contar los percances sanitarios que pueden darse en cualquier grupo humano: infartos, apendicitis, etc.

Cuando esto sucede en un barco pesquero o mercante –todos ellos con botiquín a bordo por obligación legal- que navega en el área del Esperanza del Mar el capitán llama al barco-hospital y la llamada es atendida por el equipo sanitario desde donde se valora la información proporcionada y, si así lo requiere el caso, se traslada al barco de donde proceda la llamada. En ocasiones, la incidencia pueda ser resuelta en el propio barco –una enfermedad, una herida leve-; 

si el enfermo o herido precisa una asistencia hospitalaria, será trasladado al Esperanza del Mar. 

Una vez curado, el enfermo es devuelto a su barco

 

Cuando requiera de una asistencia especializada, 

será evacuado a uno de los centros asistenciales que el ISM tiene en la costa o, si la urgencia lo requiere, será evacuado por vía aérea al hospital más próximo, por lo común en Las Palmas, que es donde radica el hospital de referencia del buque-hospital.   

Aunque la asistencia sanitaria es su objetivo principal, el buque asistencial está habilitado para remolcar a los barcos que lo requieran o para apagar incendios; además, 

su equipo de buzos librará de las redes que se enredan en las hélices. 

En casos de naufragio o zozobra con riesgo para la tripulación, el Esperanza del Mar recogerá a los náufragos, los atenderá y los devolverá a puerto. 

 

La foto con la que cumplo el cuarto de los retos impuestos por Laura-Peripecia corresponde a una asistencia del Esperanza del Mar en alta mar. Una de las lanchas rápidas en las que el equipo médico del buque-hospital se aproxima al barco que ha demandado ayuda. 

 

Es un trabajo de riesgo, como todo el que se realiza en alta mar, porque el océano no se anda con contemplaciones. Pero, en mitad del Atlántico, es lo más parecido a la asistencia sanitaria de la que se benefician el resto de los trabajadores españoles en tierra firme.

viernes, 5 de diciembre de 2014

La mirada palestina al futuro




Me enfrento al tercero de los cinco retos que me ha propuesto Laura García con la mezcolanza de emoción y pesadumbre que me acomete siempre que he de hablar de Palestina.

Palestina es una zona geográfica situada entre el Mediterráneo y el Jordán, entre el Líbano y el desierto del Negev; históricamente, es cuna de civilizaciones y de religiones; políticamente, tierra disputada por judíos y árabes, los verdaderos palestinos. Actualmente, se divide entre Israel, que ocupa la mayor parte del mapa, y los territorios ocupados y la franja de Gaza: un verdadero galimatías político y jurídico, un túnel legal en el que van viendo pasar el tiempo generaciones de judíos y palestinos sin hallar la salida.       

Palestina puede ser observada desde cientos de perspectivas, yo quiero hacerla desde sus niños. 

Los niños judíos que viven hiper protegidos -escoltados por adultos armados hasta las pestañas en sus intinerarios escolares- por el temor, no infundado, de sufrir un atentado, como estos de la foto, tomada en la zona árabe de Jerusalén, invadida por nuevos colonos judíos; 

los niños de los territorios ocupado de Cisjordania, que viven con el mismo temor, igualmente fundado, de ser víctimas de un ataque israelí que arrase sus casas, sus pueblos, su familia y a ellos mismos.  

Niños y familias palestinas que ofrecen al visitante lo poco que poseen con una alegría que nadie sabe de dónde sacan;

 

que viven en viviendas precarias, privados de servicios que cualquiera consideramos básicos, como ésta de Rahat;  

y aún peores, como estas chabolas beduinas, porque los beduinos ocupan en Israel un lugar inferior en la escala social, amenazados de perder sus tierras y sus escasas pertenencias. 

frente a las viviendas-bunquer judías próximas a la franja de Gaza, de donde proceden los misiles que hieren a los niños de Sderot; 

Los niños son niños en cualquier parte del mundo que hayan ido a nacer. Y lo que quieren es jugar, como estos niños de un parque cercano a la Knesset, el Parlamento, en Jerusalén.

Y observar lo que ocurre alrededor, como éstos de Kalandia

 

 O estos, de Rahat;

Niños que miran con curiosidad y recelo a los desconocidos 

como estos de Hebrón,

niñas que se sueñan princesas, en un lugar tan amenazado como la misma Hebrón, cuyos habitantes se precian de haber nacido en la ciudad más antigua del mundo permanenentemente habitada.


y se entretienen como en cualquier parte del mundo; como estos de uno de los campos de refugiados cercanos a Kalandia.

 

Pero incluso en la miseria y el abandono hay categorías; hay niños obligados a trabajar como adultos, como este pastor de Cave Village;

 y estos otros en mitad de la nada, cerca del desierto del Negev.

Niños que sueñan con huir de su realidad asidos a un ramillete de globos, saltando los muros que Israel construye para protegerse y para aislarse , 

Niñas que han nacido en un campo de refugiados, como sus padres, y te interrogan con la mirada,

Niñas en cuya sonrisa se lee la determinación de los supervivientes; 

 

y otras que reclaman tu atención, tu interés. Que te piden que no les olvides, que te dicen que quieren ser como eres tú: libre. 

De entre todas ellas traigo a este tercer reto la mirada de estas dos niñas que nos contemplan en blanco y negro en la cabecera. La foto fue tomada en el paso de Kalandia. 

Paso es un término eufemístico para referirse a las fronteras interiores que Israel ha colocado en los accesos a los pueblos palestinos. Verjas de hierro que se abren administradas al buen tuntún, con el propósito declarado de controlar el acceso de los palestinos a Israel -de los palestinos que logran autorización-; en realidad, una forma más de humillar a unos habitantes humillados desde su nacimiento. Las cancelas se abren y cierran a discreción y los palestinos se ven obligados a permanecer horas constreñidos en esos pasillos metálicos, a la espera de que se abra la cancela que les permita ir a trabajar, a comprar, a estudiar o a ver a sus familiares. Eso, los afortunados. Los hay que no logran el permiso para salir de los territorios ocupados. Los hay, también menores, niños incluso, que son apresados y encerrados en cárceles durante meses, años, a la espera de juicio. 

Pues allí, en el paso de Kalandia fueron tomadas esas fotos. Una mujer joven con tres niñas, dos de ellas gemelas, hacían cola para atravesar la frontera. Una de las gemelas en brazos de la mujer, la otra, en brazos de una niña que a duras penas tendría los diez años. Todas ellas con el semblante de un cansancio más largo y antiguo que la espera. Me sorprendió que las niñas no lloraran en el tiempo que coincidimos con ellas ¿Puedo hacerles unas fotos?, pregunté. La mujer asintió y posó, con amabilidad y paciencia. Luego, las niñas. Ahí están, con esos ojos que miran a un mundo que, probablemente, no comprendan. Ese mundo que se empeña en negarles el futuro.