domingo, 30 de octubre de 2011

Una hora de regalo

 
Cuando a Rosa Regás le concedieron el premio Planeta, el mejor dotado económicamente de los premios literarios españoles, le preguntaron qué pensaba hacer con los 100 millones de pesetas que iba a recibir y respondió: Voy a comprar tiempo.
Tiempo es el tesoro de nuestra época, más valorado cuantos más años cumples.
Los cambios horarios que se nos imponen cada otoño y cada primavera me molestan por lo que tienen de engaño al normal fluir de las estaciones. Así que combato la molestia tratando de buscar el lado bueno de la medida, esa hora postiza que nos ofrece cada último domingo de octubre.  
¿Qué hacer con una hora de regalo?
He decidido aprovecharlo para regodearme y dar gracias a la vida por lo que me ha dado. También para pensar en lo que ha sucedido en los meses transcurridos desde el último cambio de hora.
Con una particularidad, voy degustando horas a medida que voy retrasando los relojes. De madrugada, cuando nos acostamos, retraso la hora del despertador. Y sigo el consejo de la siempre atinada Pilar de Abalorios porque tengo en mucho su criterio en la materia.
Me levanto a medias entre la hora de ayer y la de hoy, como para contradecir a quien toma decisiones sobre el tiempo y los relojes. El resultado es que vamos llegando antes de tiempo –o después, según- durante todo el día.
Comemos y me doy cuenta que también llevo adelantado el reloj de muñeca. Lo pongo en hora mientras pienso en las noticias de los últimos días. En el comunicado de Eta de que ya no piensa matar. En el alborozo que ha producido la noticia, como no podía ser menos. Pienso en la liberación que habrán sentido quienes debían caminar por calles y caminos del País Vasco con la sombra obligada de los escoltas. Pienso en las familias que han perdido al padre, a la madre, al hijo, inocentes todos ellos.
Pienso también en la manipulación de quienes han alentado, de quienes han sostenido, de quienes se han beneficiado de la existencia de la banda asesina durante décadas, en sus pretensiones de parecer decentes. Pienso en quienes no han disparado pero han señalado a quién había que disparar. También en quienes han mirado hacia otro lado cuando morían los otros. Y creo que tanta indecencia, tanta cobardía, tanta inmoralidad necesitarán de muchos años para curar.
Y pienso de manera especial en Juan María Bandrés, un hombre bueno que acaba de morir y que representa en sí mismo el drama vasco. Bandrés, “fue de los primeros en comprender que los perros guardianes del caserío pueden convertirse en nuestros carceleros y asesinos y que la batalla que se libraba en Euskadi no era solo por la paz, sino también por la libertad”, han escrito en su obituario. Bandrés ha vivido los últimos años de su vida mudo, inmóvil en su silla de ruedas, con la sombra de los escoltas que le protegían de la amenaza asesina. Lo cual es una prueba de hasta donde ha llegado la degradación moral en aquella tierra.
A media tarde, me percato de que el reloj del salón marca las ocho cuando son las siete. Me levanto, lo retraso. Y vuelvo a la lectura del periódico. Estamos en el ojo del huracán, me digo, mientras me enfrasco en el análisis que hace Soledad Gallego-Díaz. Ellos no tienen miedo. Menos mal que existen periodistas como ella que nos redimen de tantos otros silencios.
Repaso los relojes de la casa. Todos en hora. Ya estamos listos para afrontar el invierno.

martes, 18 de octubre de 2011

Lo que nos une al otro

Día emocionante hoy. Gilad Shalit dormirá, por fin, en su casa, con sus padres. Cientos de palestinos han podido abrazar a sus seres queridos. Algunos corazones se sentirán hoy más ligeros, menos lastrados por el odio.

Pero amanecerá mañana y se seguirán azuzando los enfrentamientos. Sólo la justicia y el reconocimiento de la existencia del otro -de Palestina por Israel, de Israel por Palestina- ayudará a desarmar un conflicto que se arrastra por generaciones.


Recuerdo con especial afecto a mis amigos judios y a mis amigos palestinos. A ellos, que han sabido ver lo que nos une con el otro, por encima de lo que nos diferencia. 

domingo, 16 de octubre de 2011

Supersticiones


No tengo edad para tener abuelas. Lástima, porque estuve muy unida a una de ellas y aún me duele su ausencia. En consecuencia, tengo que arreglarme yo solita.
Así pues, diré que soy buena gente, trabajadora, ordenada, optimista, generosa, tenaz. También soy razonable y sensata (bueno, esto a veces).
Lo digo, además de por la ausencia familiar ya mencionada, porque he de añadir seguidamente que soy supersticiosa. Fervientemente supersticiosa. Nadie es perfecto.
La superstición tiene un pésimo gabinete de comunicación. A ello se debe, seguramente, que las buenas gentes consideren que superstición es sinónimo de ignorancia, cuando no de incultura. No es mi caso. Yo soy supersticiosa por convicción empírica. Me sobran razones.
Una de las más contundentes es que quien me la hace, la paga. No digo ME la paga. No, LA paga. Yo no soy rencorosa. Por dos razones: porque tengo cosas más interesantes en qué pensar que en llevar cuenta de lo que hacen mal los demás y porque me falla la memoria. Cuando alguien me hace una faena o una maldad, si el alguien es próximo me duelo, incluso lloro si el asunto lo merece pero, pasado el trago, pienso que allá él –o ella- que pudiendo hacerlo bien ha preferido hacerlo mal. Porque entre obrar bien y obrar mal, mucho más cómodo lo primero, sin comparación posible. Hacer mal no conduce a nada, a nada bueno al menos, y deja un pésimo sabor de boca.
No seré rencorosa pero constato que quien me hace daño a sabiendas, acaba pagándolo. Justicia justiciera, diría yo.
A lo que iba. Se tiene por superstición aquello que la razón no es capaz de explicar por sí sola. También, atribuir valor más allá de lo natural a las cosas inanimadas. Pero la iglesia –todas las iglesias, pero hoy me refiero a la católica- califica eso mismo como milagros y sube a los altares –su máxima dignidad- a quienes atribuye esa actuación portentosa. Y, si hablamos de objetos inanimados, ¿qué función tienen los cirios encendidos en los templos sino atraer el bien que demanda quien paga el cirio?
Transitando ese camino yo llevo siempre conmigo una piedra cuprífera extraída de las inmediaciones del santuario de la Virgen del Cobre, patrona de Cuba, que me regaló una amiga cubana, a la que tengo por hermana del alma. Ella me dijo: Llévala siempre contigo, que te protegerá. Yo la creí y, cuando la olvido al cambiar de bolso, me desasosiego.
Hace muchos años atravesaba un periodo difícil en todos los órdenes, también en lo económico. Una amiga muy querida viajó a Egipto y me trajo un llavero con una jamsa, también conocida como mano de Fátima. Para que te traiga buena suerte, me dijo.

Y será casualidad, pero a partir de entonces las cosas fueron enderezándose. Mi amiga murió años después y al poco yo perdí el llavero. Ocurrió esto unos meses antes de viajar a Israel –donde se la conoce también como mano de Mariam y hamsa- y allí me regaló un llavero mi amiga Ana, que es el que conservo.
En uno y en otro caso, creo que la mano ejerce una suerte de efecto protector, como si el cariño de mis amigas se concentrara en ese objeto simbólico y cuidara de mí.
También puede ser superstición pero a mí me da buen resultado usar colonia Chance de Chanel si tengo una cita comprometida. La colonia me la regala mi chico –proveedor habitual de la real casa- y, además, me gusta su olor. Puede que ambas circunstancias contribuyan a mejorar mi moral a la hora de afrontar la cita pero, por lo que sea, me la pongo.
Por razones similares llevaba siempre conmigo el collar que me robaron recientemente. He de añadir que en las escasas ocasiones en que no me lo puse, por olvido o porque pensé que no me iba con la ropa que llevaba, siempre me ocurrieron percances desagradables. Será manía o coincidencia, pero sucedió.
Pues bien, espero que el mismo efecto se traslade a quien se apoderó del collar de marras. Confieso que en un primer momento, le deseé toda suerte de desdichas –la más leve que se le caiga a trozos todo lo que le cuelgue- pero ya ha pasado tiempo suficiente como para pensar en los cientos y miles de jóvenes que están arriesgando su vida para pasar el estrecho de África a Europa en busca de unas condiciones de vida que para nosotros son las normales y que a ellos les son negadas.
No quiero decir que mi asaltante sea uno de ellos –e incluso si lo fuera no justifica su acción- pero han muerto demasiado jóvenes persiguiendo un sueño como para que yo ande llorando por los rincones por un collar y un colgante.
Deseo que el collar mantenga su efecto y beneficie a quien necesite de ayuda. Alternativamente, espero que sus propiedades se recarguen a costa de quienes compran y negocian con los objetos robados y explotan la necesidad de quienes no tienen otra cosa que lo que ellos les pagan (mal). No hablo de magia o hechicería. Hablo de justicia distributiva. Lo que la iglesia llama la comunión de los santos.

martes, 11 de octubre de 2011

De recortes y excesos

Mantengo con la policía una relación ambivalente. Me muevo entre los flash back de la peli de mi vida, corriendo delante de los grises y la amabilidad de las patrullas –en moto, incluso a caballo- que recorren las calles sonriendo a las ancianas y a los niños. Entre el repelús que en ocasiones me produce pasar por el punto 0 de la Puerta del Sol, donde estuvo la Dirección General de Seguridad en tiempos del difunto caudillo, y la tranquilidad que me proporciona cruzarme con una pareja de jóvenes patrulleros.
Esta mañana me han llamado de la comisaría en relación a la denuncia presentada el sábado. Quien llama es un chico y se expresa con una delicadeza exquisita. Me informa que en la zona donde me robaron hay cámaras de grabación y cabe la posibilidad de que haya quedado inmortalizado el asalto. No obstante, sería conveniente que me pasara por la comisaría a ver el álbum de fotos de los ladrones fichados por si reconociera a alguno.
- ¿Le importaría venir? Cuando usted pueda. Cuando le venga bien, insiste el policía.
Quedo para esta misma tarde. Me presento en la puerta y dos minutos después aparece un joven.
- Gracias por venir ¿Le ha incomodado mucho?, se interesa.
- No, no, tenía la tarde libre, respondo por decir cualquier cosa.
He llegado unos minutos antes de la hora convenida. Me pasa a una sala de espera pero apenas me da tiempo a abrir el ebook cuando vuelve el joven a buscarme.
- ¿Le ha afectado mucho el asalto?, pregunta.
- Se me va pasando, le digo.
La comisaría está en una calle céntrica, paralela a la Gran Vía. Es un edificio un poco destartalado, muy cinematográfico –de cine negro-: pasillos estrechos y despachos pequeños. El joven me conduce a uno de estos cuartos, donde están dos chicas. Juraría que no llegan a la treintena, desde luego son más jóvenes que mis hijas. Una de ellas está sentada ante un ordenador, en la única mesa del despacho. A su lado, un álbum de fotos en blanco y negro. Lo abren y me lo muestran, las típicas fotos de ficha, de frente y de costado: un book profesional. Una de las chicas sale del despacho. Me sonríe como animándome.
Repaso las páginas, me resulta difícil superponer el recuerdo del tironero –que se me va tornando borroso- con las imágenes de facinerosos que muestran los fotografiados. Señalo a uno que se da un aire. El chico anota el número y la mujer busca en el ordenador. Me muestra una imagen del señalado en color, creo que no es. Sigo buscando. Señalo otro, repiten el trámite. Creo que éste se parece más, pero tampoco estoy segura.
- ¿Qué porcentaje de seguridad cree tener?, pregunta la policía.
- Quizá un 30%, respondo, un poco avergonzada de mi incompetencia como atracada.
- Lo siento, me quedé totalmente aturdida, me justifico.
- No se preocupe, es lo normal, me tranquilizan al unísono los dos policías.
La mujer, que claramente es la jefa, me informa de que si lo identifico como mi asaltante pedirán al juez una orden de detención, lo llevarán a comisaría y me llamarán para una rueda de reconocimiento.
- Como en las películas, me aclara, varios para seleccionar y usted detrás de un cristal.
- Ya, ya, respondo. Pero no estoy segura hasta ese punto…
Les recuerdo entonces lo que me dijo el policía que llamó esta mañana respecto a la posibilidad de que se haya grabado en las cámaras de la calle.
- Quizá la grabación ayude más, aventuro.
- Esperaremos que nos entreguen las imágenes en dos o tres días, me dicen.
Para ayudar a la identificación del asalto, me he puesto la misma ropa que llevaba el sábado. También llevo en un pendrive fotos en las que se aprecia cómo eran las piezas robadas. Me lo agradecen varias veces.
Yo me justifico de nuevo, realmente no he aportado gran cosa. Miro a la mujer que me devuelve la mirada, franca.
Me gustaría decirle cómo me reconforta encontrar mujeres al mando también en las comisarías –aunque sea en niveles medios-, cómo me alegra comprobar su competencia, independientemente del resultado final del asunto que me concierne, su eficiencia, su educación.
- Me hubiera gustado ser de más utilidad, digo al despedirme.
- Gracias por haber venido, responden ambos.
El  chico me acompaña hasta la salida. Nos cruzamos con otras personas, casi todas muy jóvenes.
Salgo a la calle. La tarde invita al paseo. Me pongo los cascos y conecto la radio del móvil. Están hablando sobre el viaje de Camps a Japón, invitado por una empresa a la que favoreció con ayudas públicas. Este tipo es que no escarmienta, me digo. Alguien añade que ocho presidentes de las comunidades autónomas se han llevado medio centenar de personas a una comida en Bruselas con el presidente de la Comisión, Durao Barroso. Va a resultar que sólo los infelices nos pagamos nuestros gastos. Mientras sigue el programa pienso en los jóvenes policías de la comisaría, escasos de medios, escasos de personal.
A éstos también es a los que se les recorta cuando se rebaja el sueldo a los funcionarios, cuando se recorta en personal.

domingo, 9 de octubre de 2011

La vuelta

Me gustan las vacaciones –boba tendría que ser para decir lo contrario- especialmente si son fuera de temporada. Es un privilegio ir a la playa o visitar los lugares habitualmente concurridos cuando el resto trabaja. Así que he empezado octubre con unos días de ocio en la playita con el tiempo como cómplice.
Volvemos a Madrid porque el colega tiene un compromiso profesional. Yo aprovecho el tiempo para llenar la nevera que está en horas bajas. El sábado nos levantamos pronto, él se va a su cita y yo a la pescadería. Está a unos 200 metros de casa, zona centro, urbana total. Voy pensando en lo que tengo que comprar cuando me aborda un chico joven por la espalda. Me pregunta algo que no entiendo. ¿Perdón?, le digo. Y entonces, sin más, me da un tirón del cuello y me arranca un pequeño colgante y una gargantilla que llevo siempre. Ambos son de oro pero su principal valor es el sentimental.
Me quedo como petrificada. No grito, ni pido ayuda, veo cómo el chico echa a correr y le pierdo de vista al doblar la esquina. Ni siquiera hago ademán de seguirle. Al cabo de un rato, sigo mi camino a la pescadería. No comento nada con el pescadero, compro y me vuelvo a casa. En el ascensor, me miro en el espejo y, además de la cara de susto, veo que tengo una señal roja en el cuello y el sueter roto. Dejo la compra, me voy a urgencias y luego a la comisaría de policía.
Confieso que soy una habitual. Por alguna razón que escapa a mi comprensión, los ladrones la tienen tomada conmigo. Me han robado el bolso la tira de veces, de manera que cuando acudo a la policía advierto que soy multirreincidente. Los funcionarios, que son extremadamente amables, disimulan pero estoy convencida de que al verme se dicen: ya está aquí la pupas.
No sé en otras pero en la comisaría a la que acudo una denuncia te cuesta tres horas de espera, el día que menos. Si la denuncia la haces por teléfono el tiempo se acorta pero en esta oportunidad, como tenía que llevar el parte de lesiones, tenía que hacer la denuncia personalmente.
La sala de espera está concurrida. Dos hombres mayores han perdido -o les han birlado, no están seguros- la cartera y con ella la documentación. Hay una mujer madura a la que han robado el bolso también al tirón y una chica joven a la que se lo han robado al descuido. Ha encontrado el bolso pero vacío. Hay también un hombre de media edad, extranjero, que no dice cuál es la razón de su presencia. Al poco, entra una mujer joven de aspecto desmejorado y luego otra chica que, casi sin sentarse, empieza a contarnos la razón de su visita.
- Estaba con mi novio tomándome un sándwich en el parque de aquí al lado cuando nos hemos puesto a discutir, como discuten todas las parejas. Bueno, a lo mejor un poco más alto porque David es un poco bruto. David es mi novio. Es también el padre de mi niño pero yo digo que es mi novio porque no estamos casados. Al discutir, David ha gesticulado con el brazo y un chico de los que viven allí ha creído que le señalaba, le ha respondido y, como los hombres son tan bocazas, han seguido discutiendo entre ellos hasta que el otro ha sacado una navaja y le ha dado un corte en la oreja a David y luego le da dado con una lata de lentejas. Oye, que le ha dado un tajo que casi le corta el lóbulo. Que yo le decía a David: mira como la oreja de Van Gogh. Ya sé que no tiene gracia pero es que yo no soy de tomarme las cosas a la tremenda.
Cuando ha terminado de contarnos el incidente sin perder detalle, nos observa a los presentes. Se interesa por los percances de algunos.
- Y a ti, ¿qué te pasa?, pregunta a la joven desmejorada.
- Nada, que me gusta visitar a la policía.
- Oye, perdona, que lo decía por si te ayuda contarlo.
- Pues no me ayuda, insiste la interpelada.
Pero parece que sí le ayuda porque al rato se decide a hablar. 
- Que no quería ser una gilipollas, se dirige a la novia del “vangogh”, pero no me gusta hablar de mis cosas.
- Si es que yo soy una bocazas, me pasa siempre, no es solo contigo, se justifica la novia.
- Es que hubo un tiempo en que fui asidua de la policía, por eso no me gusta venir pero me han robado el DNI, que lo necesitaba para viajar. Me ha salido un trabajo en Alemania.
- De verdad, tía, que no tienes que contarnos nada, le corta la novia, cuando ya estamos todas pendientes de la historia.
- Con lo que yo necesito salir de aquí y me van a robar precisamente ahora, se lamenta la mujer.
- En la comisaría del aeropuerto la policía te hace un DNI nuevo en el momento, le dice alguien.
- Yo soy una desgraciada, toda la vida he sido una desgraciada y sé que me moriré igual de desgraciada, nos suelta la mujer desmejorada.
Excepto el hombre extranjero –que parece enfrascado en sus asuntos- todos tenemos las antenas dirigidas a la mujer desgraciada. Y así, de pronto, se levanta la blusa y nos muestra un costurón de más de un palmo que le cruza la espalda a la altura de los riñones.
- Tengo el cuerpo señalado de puñaladas, me ha querido matar varias veces. Mi marido, el padre de mis hijos. Porque, encima, he tenido hijos con él, mira si soy desgraciada. Ahora estoy separada y él tiene orden de alejamiento con pulsera. De vez en cuando se acerca y la pulsera me pita. Entonces viene el policía de turno. Y ahora que me podía ir lejos, me roban el carnet.
Al cabo de tres horas de espera, me llega el turno para presentar la denuncia. Le cuento mis cuitas al policía. A esas alturas, lo mío me parece una bobada.
Coincidiendo con mi declaración, entra el hombre extranjero. Le toma declaración otro policía en una dependencia separada sólo por un biombo así que puedo seguir su relato.
Resulta que el hombre había aprovechado la noche del viernes para salir a solazarse y, entre dos individuos que le abordaron en la velada, le habían robado la cartera.
- Como era viernes, fui al bar e hice lo que todos los hombres, empieza su relato el hombre.
- ¿Y qué hacen los hombres?, le interrumpe el policía.
- Pues emborracharse, responde el hombre.
La declaración sigue a ese tenor.
Finalmente, también yo acabo con mi testimonio. El policía me dice que me llamarán para ver si puedo reconocer en fotografía a mi agresor entre los ladrones fichados.
Me despido de la novia y de la mujer agredida como viejas amigas y vuelvo a casa. Lo que más rabia me da es que el tipo se me ha ido de rositas. Con la cantidad de veces que he comentado que, ante una agresión machista, lo primero, una patada en los huevos y, para una vez que se me presenta la oportunidad, voy y la desaprovecho.