martes, 26 de julio de 2016

Albi y su ciudad episcopal

La catedral de Albi me causó una impresión de la que aún no me he repuesto, les ha contado un amigo de confianza a los viajeros. Con esa advertencia, se plantan en la plaza de Santa Cecilia tan pronto como dejan el coche en el aparcamiento municipal y el equipaje en el hotel. El primer descubrimiento es que se trata de un edificio de ladrillo, enorme, pero ladrillo. El segundo, que por muy catedral que se llame, lo que los viajeros tienen a la vista es un castillo defensivo con todas las de la ley, con una torre campanario de 78 metros de altura.
Como los viajeros han llegado a la ciudad a media tarde, aprovechan para pasear por la ciudad pues todos los monumentos cierran en torno a las 18,30. Así, bordeando el palacio de la Berbie, que fue sede episcopal, llegan hasta el puente viejo, que pasa por ser uno de los más antiguos de Francia -fue construido en el 1040-, y fue y sigue siendo una de las vías de acceso a la ciudad, pues aún se mantiene en uso incluso para el tráfico rodado. Al otro lado del río Tarn, hasta donde se extiende la llamada Ciudad Episcopal, con el sol dando brillo a los muros rosas de sus monumentos, se aprecia el poderío del palacio y la catedral, capaces de amedrentar al más osado.
Albi fue fundada en tiempos del imperio romano, con el nombre de Albiga. En los siglos XII y XIII, es testigo del desarrollo de la secta religiosa conocida como los cátaros o albigenses -que nace en Toulouse-. La austeridad exterior de la catedral de Santa Cecilia sería la respuesta a las acusaciones de lujo e inmoralidad que los cátaros dirigen al clero.


 
Al día siguiente, los viajeros madrugan y se dirigen a la oficina de turismo, situada en una dependencia del palacio Berbie, en la plaza de Santa Cecilia, compran el Albi City Pass y se lanzan a descubrir los secretos de la ciudad, empezando por la catedral de Santa Cecilia, a la que se accede por la puerta Dominica de Florence, de finales del siglo XIV.
Vaya por delante que esta catedral no se parece a nada de lo que los viajeros conocen y que la suntuosidad interior contrarresta sobradamente la austeridad exterior. Todo es aquí superlativo: con sus 113 metros de largo y 35 de ancho, se trata de la mayor catedral de ladrillo del mundo; los frescos de la bóveda (1509-1512) son el mayor y más antiguo conjunto -97 metros de largo por 28 de ancho- de pinturas italianas realizadas en Francia; las pinturas bajo el órgano (1477-1484) constituyen el mayor Juicio Final del mundo; los órganos (siglo XVIII) son también los más grandes de Francia; un coro que es una iglesia dentro del recinto catedralicio y casi dos hectáreas de pinturas decorativas que cubren por completo el recinto sagrado. El color azul que cubre el techo del coro es conocido como azul de Francia o azul real y en su elaboración se utilizó lapislázuli y óxido de cobre, lo que explicaría su buen estado de conservación. Es el testimonio de la fe cristiana tras la herejía cátara. Una obra maestra del gótico meridional.
Los viajeros tienen en la mano un folleto en el que se indica que el horario de visita es de 9 a 18,30 horas pero a las 9 en punto, cuando pretenden acceder al coro, el vigilante les indica que él no abre hasta las 9,30. Pues aquí dice que a las 9, replica la viajera, mostrándole el folleto. Pues yo digo que a las 9,30, responde el buen hombre. La viajera tiene edad suficiente para saber que no vale la pena desperdiciar energías discutiendo con un hombre de uniforme así que deciden recorrer de nuevo la catedral y contemplar la réplica de la Santa Cecilia que admiraron en la basílica de Santa Cecilia en el Trastevere de Roma.
Cuando el hombre uniformado se decide a abrir los viajeros contemplan las dos salas del tesoro, con objetos de arte sacro, y se quedan boquiabiertos ante la exuberancia del coro, el ambón y el cercado del coro, obra de artistas franceses en el siglo XV, adornado con una estatuaria policromada. Los viajeros admiten que sobreponerse a la impresión que produce esta catedral lleva su tiempo.
El imponente palacio de la Berbie es otra muestra de arquitectura militar, aunque en su momento fuera palacio episcopal. Actualmente, está ocupado por el museo Toulouse Lautrec, albigense de nacimiento, la mayor colección de obras de este pintor. La visita al palacio se completa con un recorrido por las terrazas y el jardín, con magníficas vistas.
Los viajeros brujulean por la Ciudad Episcopal y se asombran ante la torre campanario de San Salvi, que es el contrapunto de la de Santa Cecilia. La iglesia de San Salvi se construyó entre los siglos X al XIII y es el resultado de una rara mezcolanza: piedra y ladrillo, románico y gótico. Desde el siglo XI está rodeado por un anillo de calles comerciales que se conoce como la Rueda de San Salvi. Del claustro, con su jardín de plantas medicinales y especias, apenas queda un ala, pero el conjunto tiene un gran encanto.
Allí, a la sombra de los muros de la vieja iglesia, los viajeros eligen "Le cloître" para comer. La viajera pide unos caracoles a la bourgiñona, que al colega no le gustan, y un confit de pato, realmente buenos. El colega sigue resarciéndose de su anterior y obligada dieta blanda con un entrecot, talla XL, con las inevitables patatas fritas y una ensalada.
Albi está incluida desde 2010 en la lista de la Unesco de bienes culturales patrimonio mundial, por su conjunto arquitectónico del siglo XIII, magníficamente preservado y representativo de ese tipo de desarrollo urbano en Europa, que va desde la Edad Media hasta la época contemporánea. Son sus señas de identidad, la huella urbana episcopal y el uso generalizado del ladrillo de la zona, que llaman brique foraine. En las estrechas calles de la ciudad medieval se encuentran muchas casas de ladrillo con el entramado de madera, en las casas nobles los marcos de puertas y ventanas son de piedra. En el número 1 de la calle Croix Blanche se levanta la Casa del Viejo Albi, modelo de este tipo de arquitectura tradicional.
En ese brujulear por las calles de la vieja ciudad, los viajeros pasan junto a la casa donde nació Henry de Toulouse Lautrec, omnipresente en la ciudad a través de sus frases que se ven en los escaparates del comercio local, y aprovechan la visita al mercado para comprar algunas delicatessen de la zona. 
Descubren también el Grand Théâtre des Cordeliers, obra del arquitecto y urbanista Dominique Perrault. El edificio está cubierto por una malla de aluminio de color cobre dorado. Los viajeros suben a la terraza, ocupada por un bar-restaurante, desde la que se contempla toda la ciudad, y se toman una copa. El lugar se llama "La part des Anges" (La parte de los Ángeles). No se les ocurre mejor manera de despedirse de Albi.

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