viernes, 10 de diciembre de 2010

El escribidor tiene el pelo blanco

El premio a Vargas Llosa me ha retrotraído a otros tiempos. En realidad, en cuanto pasas de los sesenta, casi todo te retrotrae a otros momentos que ya has vivido. Pero en este caso con más motivo porque el escritor y yo tenemos un amigo en común. Un amigo muy querido por mí y creo que también por él.

Descubrí a Vargas Llosa con un libro, Pantaleón y las Visitadoras, que debió llegar a mis manos a mediados de los años 70. La historia de Pantaleón Pantoja era surrealista e hilarante pero, más allá de los hechos que narraba, reconocí un estilo poderoso que me cautivó totalmente.

A partir de entonces hice un seguimiento del autor y procuré leer las novelas que fue publicando: Conversaciones en la Catedral, La tía Julia y el escribidor, La ciudad y los perros, Lituma en los Andes, Los cuadernos de don Rigoberto, La fiesta del Chivo, El paraíso en la otra esquina, Travesuras de la niña mala, hasta El sueño del celta, en el que me encuentro inmersa.

Alguno de estos libros me los regaló mi amigo Paco, a quien conozco desde que tengo memoria. Paco y yo nacimos en el mismo pueblo, en la estepa castellana surcada por un gran río. Ambos salimos pronto del lugar, yo al internado y, después, él a la universidad pero seguimos viéndonos en las vacaciones.

A mí, como al resto de las amigas, me gustaba mucho. Te hacía sentir la reina del mambo. Pero, al contrario de lo que ocurría con la mayoría de mis amigas, en aquellos años no me dio la mínima oportunidad; me acompañaba, me llevaba a los guateques, se encargaba de que nadie se propasara lo más mínimo conmigo – propasarse entonces era acercarse más de lo debido y para de contar – y, a la hora que las señoritas decentes volvían a casa, me llevaba o encomendaba a alguien que lo hiciera. Había asumido el papel de protector de la niña y jamás se salió de ese rol.

Entretanto, yo observaba cómo se daba el lote con mis amigas, sin fijar la faena. Conmigo, nunca. Y no porque yo no hubiera estado dispuesta, quede constancia. A cambio, hablaba conmigo de música, de literatura y de política, lo que no hacía con las otras. Con él me aficioné a la música y el cine franceses. Descubrí a Françoise Hardy – Tous les garçons et les filles es la sintonía de llamada de mi móvil – y la nouvelle vague – vi varias veces la película Un homme et une femme, de Claude Lelouch en versión original -. Cada mes compraba la revista Salut les copains.

Paco no era especialmente guapo, ni alto ni atlético, pero era un tipo singular, con un encanto irresistible, especialmente entre las chicas, y una inteligencia muy por encima de la media. A poco de licenciarse en Derecho decidió que se ahogaba en España, se fue a París y allí se quedó. Entró a trabajar en la radio y llegó a ser director de la emisora.

Cuando volvió, venía con su mujer: una tía despampanante que miraba y se movía como Brigitte Bardot, al lado de la cual todas éramos pobres chicas provincianas. Por entonces, yo me había echado novio. Paco se divorció de aquella tía despampanante y se casó con otra muy semejante, hija del cónsul de un país hispanoamericano en París, con la que tuvo tres hijos.

Entretanto, también yo me había casado y había tenido dos hijas. Seguimos viéndonos en las vacaciones, contándonos nuestras cosas y hablando sobre todo de política y de literatura. En una de esas ocasiones, salió a la conversación Vargas Llosa a propósito de alguno de sus libros. Yo hablé de él con entusiasmo y Paco me respondió:

- Yo fuí compañero del escribidor en la época de la tía Julia…

Años después, cuando se divorciaba de esta segunda despampanante, ella me dijo que la única mujer que le había importado a Paco en la vida había sido yo. Creo que no era verdad y, en todo caso, no me di por aludida. Luego, yo también me divorcié.
Hasta hace poco, seguimos escribiéndonos y hablando por teléfono cada vez más de tarde en tarde.

Ahora veo al escritor mientras recibe el premio Nobel de manos del rey de Suecia. Vargas Llosa es un hombre de pelo blanco. Yo no podré comentarlo con mi amigo Paco porque el mal de Alzheimer le ha hurtado todos los recuerdos.

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